NOTA DE TAPA
Belleza alabada por poetas, pintores y peatones, declarada musa por buena parte de los artistas de los '50 y los '60, personaje insoslayable de la movida artística de aquellos años, y sobre todo miembro único de aquellas vanguardias que llevaron el arte argentino al mundo, Martha Peluffo fue una artista injusta y misteriosamente olvidada desde su muerte temprana, en 1979. Ahora, una retrospectiva en el Centro Cultural Recoleta y la edición de Esta soy yo, una biografía artística de Victoria Verlichak, le devuelven el lugar que su obra merece: la de una adelantada que pintó su época y su cuerpo anticipándose al resto.
› Por María Moreno
“De las gargantas del fuego y el rubí/ una decencia loca inundará tu cabellera, / jardinera del infierno./ Y así serás, para mi altura de príncipe / del Angst, la bárbara dorada, la irrenunciable." A fines de los años '50 la pintora Martha Peluffo inspiraba poemas como éste que pertenecía a Julio Llinás, su marido y padre de sus dos hijos –Sebastián y Verónica–, un poeta, crítico de arte y publicista, figurón de tertulias y bienales, de esos don juanes a quienes Miguel Briante llamaba "muñecos grandes", y del que ella luego se divorció. Pero la bárbara dorada no siempre alentaba esas honduras y también recibió homenajes en forma de canciones que elogiaban los amores con ella contra la pared de la penitenciaría de la calle Las Heras, como la que le dedicó César Fernández Moreno –otro "muñeco grande"– y que cantaba Nacha Guevara con música de F. Leynaud: "Me quería mucho /bajo los árboles de la calle Ayacucho/ Me quería mejor/ sentada en el cordón de la calle Ecuador/ y donde más me quería era detrás de la penitenciaría". Pero hubo más poetas que la amaron y otros que la amaron que no eran poetas. De las pitonisas del radio de Viamonte y Florida al Bajo, Martha Peluffo parecía la más saludable. Era alta y esbelta, casi demasiado sanota, como una vikinga, en épocas donde se usaban los ojos delineados por ojeras de pestañas pintadas y el peso de un alfeñique con senos. Luego de su muerte de un cáncer de ovarios en 1979, tras una muestra aniversario realizada al año, se la olvidó, al menos en las salas de exposición, hasta hoy en que se acaba de inaugurar en el Centro Cultural Recoleta una retrospectiva de su obra: ocupa dos salas: una con sus retratos y portarretratos, otra con sus obras abstractas. Su curadora Victoria Verlichak la hizo coincidir con la biografía Martha Peluffo. Esta soy yo, que es menos un ensayo crítico que la biografía de una obra en trayectoria y que editó Fundación CEPPA ediciones.
"En este momento en que hay exceso de todo en simultaneidad y aceleración quería dejar certificada su obra, darle un marco estable", dice esta curadora y periodista de origen croata que se empeña en traer al presente artistas largamente puestos entre paréntesis y en aplicar a sus producciones un orden crítico de acuerdo a las décadas. "No quería hacer una biografía a la norteamericana porque creo que el escándalo opaca la totalidad de una persona. Podría haberlo hecho pero elegí no hacerlo a pesar de que conozco muchos secretos de los artistas. Yo no hago libros de asalto."
Victoria Verlichak es autora de En la palma de la mano. Artistas de los ochenta, El ojo que mira, Artistas de los noventa y Martha Traba. Una terquedad furibunda. En todos estos libros utiliza un método certero: la puesta en contacto de diversas visiones críticas y testimonios que omiten las comillas para elegir la nota al pie, la reconstrucción detallada de contextos y la elusión de las anécdotas destinadas a sedimentar el mero mito. Martha Peluffo fue una figura familiar de las vanguardias artísticas de tres décadas, una invitada habitual de las revistas dirigidas por Jacobo Timerman y de la televisión local. Como tal cultivaba su personaje, sus detalles públicos, un touch de diferente entre diferentes.
Verónica Llinás, su hija, también una celebridad, que ha organizado la muestra y ha orientado la búsqueda de Verlichak por diversos países de Latinoamérica, fundamentalmente Colombia y Venezuela, para arrear la obra dispersa, dice que esa madre fue difícil aunque nunca cesara de irradiar amor y luminosidad.
"Yo sentía hacia ella una mezcla de admiración con vergüenza. Por ejemplo, cuando venía a buscarme al colegio: podía usar unas plataformas enormes, un poncho con los colores del arco iris y pantalones flower power. Una vez yo la estaba viendo en Los doce del signo y Horangel le preguntó: ‘Martha Peluffo ¿por qué no se peina?’. ‘No es que no me peino, me despeino’."
Promocionada como excepción en grupos casi exclusivos de hombres, hija de un general de la nación y de una dama bonaerense de origen anglosajón, Martha Peluffo tuvo, aunque parezca extraño, todo el apoyo para ser artista, aunque pronto expresara sus costados contestatarios al participar de dos muestras colectivas, una de homenaje al Che Guevara y otra titulada Malvenido Mister Rockfeller.
En el libro Surrealismo y sexualidad Xavière Gauthier rastrea los clichés que los pintores surrealistas sostenían sobre los objetos del amor loco y del deseo sin límites, las mujeres. En la forja de esos machos radicales sólo cabe el mito de la mujer niña, la bruja, la prostituta o la mediadora benéfica o maléfica. Claro que, al escribir desde las barricadas del feminismo de la diferencia, Gauthier quizá no supo situar qué de esos mitos era utilizado como política de la pose por las mismas involucradas a fin de lograr su integración. Y tal vez esos mitos puedan reconocerse en toda coalición masculina con intenciones fundantes: quienes hablan de Martha Peluffo la llaman "musa", "bruja", "diosa". O la señalan como precursora del informalismo o la "primera tachista" de Latinoamérica a la manera con que Ezra Pound llamaba a Hilda Doolittle "primera imaginista": a la función mediadora femenina suele agregársele la de evidencia principal de un credo, su prueba más radical. Pero de las diversas series que Martha Peluffo integró –la de los siete pintores abstractos de una de sus muestras colectivas, la del grupo Boa que unía "el surrealismo y la abstracción lírica" o la del envío argentino a la séptima Bienal Internacional de San Pablo, por poner algunos ejemplos– sólo ella parece haber sido hasta ahora olvidada.
Había un machismo enorme. Todos habían estado enamorados de ella, y en otro sentido, se lo cobraban –Verónica Llinás está segura–. Pero Luis Felipe Noé quiere cortar por lo sano toda idea de conspiración patriarcal: "Las razones del éxito o del olvido son tan complejas, tan difíciles de situar que es imposible establecer la idea de una intención. Pero creo que ella no debería haberse apartado de las líneas de trabajo que le marcaba su primera época, de eso que se llamaba erróneamente informalismo simplemente porque cuando alguien hace una pintura que no tiene sujeto ni objeto ni esquema geométrico se la llama de ese modo aunque esa manera de pintar no sea sólo propia del informalismo sobre todo porque lo de Martha tenía relación con el surrealismo y el grupo Phases que generó Boa".
Quizás habría que dejar flotando la pregunta: si Martha encajaba en la figura de la bruja y de la mujer niña, si era una artista sólida pero a cuya leyenda podía agregarse el plus de la muerte temprana, si el halo de tragedia continúa luego de su muerte a través de ciertos episodios familiares que los hacedores de su reaparición como figura actual eligen dejar en secreto, ¿por qué no dio siquiera para el mito, ese boicoteador habitual de la obra?
La serie de autorretratos –grandes y coloridos– parece haber sido vista como un desvío desdichado cuando era compleja y novedosa. La de los retratos populares de la muestra Cara a cara –en donde muestra a Palito Ortega y a Luis Sandrini, a Tita Merello y a Hugo Orlando Gatti–, como un gesto exitista, cuando en realidad adelantaba en cuanto al próximo casamiento entre arte y medios. De hecho la línea de trabajo de Martha Peluffo que tuvo como eje su figura como modelo la dejó fuera de cualquier serie o coalición estética.
"Ella quería ser original", dice su amigo, el fotógrafo Oscar Balducci. "Estudió con Pettoruti pero no salió –como decía– uno de tantos pettorutitos. Miraba un cuadro del gallego (Deira) y decía 'A esto lo sacó de Bacon'. '¿Qué Bacon, Martha?' (Yo debía de haber visto un cuadro de Bacon en mi vida...). Sabía de lo que hablaba."
Verónica Llinás dice que su madre tenía la sensación, cuando empezó la serie de los autorretratos –entre los que había varios desnudos–, de que la acusaban de haber traicionado no sé qué cosa y ella misma se sentía traicionada por esa acusación.
De entre las figuras elegidas para evocar a Martha insiste la de la mujer niña siempre en la luna o en el otro mundo, algo que contrasta con la densidad reflexiva de sus maneras de situar la obra que iba construyendo.
Decir que era distraída parece menos el testimonio de una evidencia que una elección que todos prefieren a otras posibles. Verónica Llinás se siente más cómoda cuando puede situar a su madre como personaje de comedia: "Hay una anécdota de ella que siempre escucho con variaciones: estaba en la barra del Bárbaro un día de semana en que iban los yuppies. Al lado había uno de camisa y corbata frente a un tomate partido al medio. Y mamá, hablando con no sé quién, le apagó el faso en el tomate. Yo estaba presente. No lo podía creer. Me levanté y me fui. Era más que distraída. Vivía en una especie de viajes mentales que duraban mucho y de los que, a veces, costaba traerla. Era muy común que yo empezara a llamarla mamá, luego ¡mamá!, hasta que estallaba ¡MAMA! Entonces ella se sorprendía: '¡¿Qué?! ¡No me grites!'. Perdía la llave todas las semanas y tenía que venir el cerrajero a cambiar la cerradura. Una vez se olvidó la plata de un premio en una cartera –cuando lo ganó pegó unos saltos hasta el techo porque para ella era mucha plata, cuando por lo general teníamos que comer salchichas–. Se la olvidó durante dos años en plena época de inflación y cuando la encontró no se podía comprar un chicle Bazooka. Otro día fueron al cine ella, un novio y un amigo a ver una película de vampiros. Ella era de las que sienten ganas de comer chocolate a cada rato, entonces salió al kiosko a comprar y cuando volvió el tipo de la puerta no la dejó entrar: 'Pero si acabo de salir'. 'Su entrada.' 'No la traje. Pero cómo no me va a dejar entrar si le digo acabo de salir.' 'Yo a usted no la vi.' 'Le digo que sí, fui hasta el kiosko.' Que sí, que no, que sí, que no. Hasta que el tipo le dijo: 'A ver, señora, ¿cómo empieza la película?'. 'Bueno, está la chica, viene el vampiro, le chupa la sangre, la chica se muere, el vampiro se va, entonces...' El tipo la miró de un modo raro. Después le dijo: 'Bueno, pase'. Ella entró y empezó a buscar a sus amigos por las filas. Miró y nada. Hasta que se dio vuelta y miró la pantalla. Estaban dando Al este del paraíso".
Sin embargo, esa distracción parecía más que una característica personal, una marca de clase, tal vez una variante del charm of hesitation (encanto de la vacilación) que es tan bien visto en el espacio social bien. Cecilia Absatz, que fue su amiga hasta el final, recuerda en Martha algunas salidas de ama y señora.
"Un día veníamos de una fiesta: mil en un auto, todos borrachos y fumados. Ella tenía un vestido de gasa transparente sobre ropa interior negra. Nos paró la policía. Debía de ser el auto más sospechoso del mundo. Se bajó con las sandalias en la mano y dijo: 'Soy la hija del general Peluffo'. Y los canas se cuadraron. Recuerdo también una fiesta a la que estaba invitado el director de teatro Víctor García con su elenco en el que había un joven muy histriónico que comenzó a contar sus aventuras como prostituto mientras preparaba un cus-cus. Martha lo paró en seco: 'En mi casa no vengas a mostrar tus llagas'."
Victoria Verlichak le saca al general Orlando Lorenzo Peluffo un prontuario discreto en forma de nota al pie: "...es ministro de Relaciones Exteriores y Culto entre el 2 de mayo de 1944 y el 18 de enero de 1945. Asumió como canciller luego de la ruptura de relaciones diplomáticas y políticas con los países del Eje –Alemania y Japón– y renunció a su cargo antes de la declaración de guerra de la Argentina al Eje (27 de marzo de 1945) (...) Peluffo fue compañero de promoción de Juan D. Perón, con quien compartió el cuarto en la Escuela de Guerra. Luego sus caminos se distanciaron". Oscar Balducci dice que Peluffo le prohibía a Evita la entrada a la garçonnière castrense compartida y que Martha y su marido vivieron un tiempo junto a él y su esposa en el Palacio de los Patos.
"Llinás contaba que no podía escribir a máquina, ni a la mañana ni a la noche ni a la hora de la siesta porque el suegro dormía. 'Le tenés miedo', le dijo Raúl Gustavo Aguirre. Lo había cagado, pero Llinás no se podía quedar así nomás y le contestó: 'Es que el general Peluffo duerme con una granada en la mano derecha y otra en la mano izquierda'."
Imágenes de mujer libre en acción durante los ’60 y ’70.
Alejandra Pizarnik se suicida junto a una muñeca –las pericias policiales demostraron que se había arrastrado fuera del lecho buscando tal vez sobrevivir pero nadie quiso saber nada con esa versión–.
La psicoanalista Reba Alvarez de Toledo toma su ácido lisérgico y se sienta a esperar los efectos con su cuaderno de notas en la mano.
Norma Arrostito hace prácticas de tiro en un campo clandestino.
Fulana y mengana, en un cuarto con colchón al piso, se colocan el diafragma con un dispositivo parecido a un cepillo de dientes.
El cuerpo entonces podía ser un laboratorio, un arma y una fiesta. El psicoanálisis predicaba hasta desde Primera Plana, pero las activistas de las vanguardias estéticas solían sucumbir a una literalidad de la que sacaban ventaja los varones: el deseo se asimilaba al deseo sexual, su satisfacción era un imperativo. Mientras la teoría decía otra cosa, toda una mística de la acción estallaba desde el monte norteño al automatismo surrealista pasando por las noches en Gong. "Poner el cuerpo", "escribir con el cuerpo", "sentir el cuerpo" eran los axiomas de un poster represivo con la apariencia de la máquina coital de Wilhem Reich. No era bien visto que una chica recordara el número de sus amantes: podía ser tildada de frígida. Martha Peluffo tuvo sus performances amorosas, dicen que a menudo desdichadas, como si allí su poder de sorcière, diosa o musa le fuera depuesto. Muchos la recuerdan angustiada por otro que siempre es otro y con el que sostiene una relación pasional, devastadora.
Cuando Martha Peluffo salta al autorretrato elige también un salto técnico. Pinta sobre la proyección de diapositivas de Carlos Bartolomé, José Miranda y Oscar Balducci. Es criticada: todavía el arte no había legitimado la paciente labor de electricistas, matriceros, ferromodelistas, fotógrafos, en la obra de un artista. En su libro Verlichak señala la inactualidad de esa crítica al mismo tiempo que separa a Martha Peluffo de una fácil asimilación al pop art –con sus chaturas de impreso para afiche y sus serializaciones– señalando el hecho de que el uso del nuevo soporte técnico generaba nuevos problemas y abría otros desafíos: Martha explicó sus razones ante la periodista Olga Costa Vivas para una entrevista titulada "La pintura, una manera de vivir". "El proyector me da una imagen a través de un medio. Cuando ves televisión o cine estás viendo una realidad a través de un medio que te da otra visión, y esa transformación comienza a ser tu verdadera realidad. La manera como observa la realidad el pintor renacentista no puede ser la misma que la del que tiene conocimiento del zoom; aunque es bueno acotar que los pintores renacentistas trabajaban con la cámara oscura, que es el equivalente del proyector, pero nuestra manera de ver la realidad se ha modificado por los medios; es un hecho que nos ha transformado y que no se puede desconocer. Yo resuelvo usar esa imagen, la que me da el medio, porque es la imagen de mi época y la que vivimos todos. Recompongo la realidad a través de los medios, la utilizo para reimaginar, no la utilizo textualmente".
Martha Peluffo utilizaba su propio cuerpo hasta el desnudo (Siete días con Martha Peluffo, 1968) pero en actitudes casi pudorosas y en donde la coloratura psicodélica alejaba de la provocación erótica. Pero era demasiado para ese contexto social que Verlichak describe como marcado por los viajes a Montevideo para consumir películas prohibidas, los cortes de pelo en las comisarías y colegas paternos de Martha en el poder.
Verónica Llinás le mostró a su madre el desacuerdo con esas figuras de macromadres en colores furiosos sin recurrir a reclamos morales –todos los niños son burgueses– sino apoyando sin saberlo a cierta crítica por el uso de supuestas ventajas extrapictóricas: "En el momento esos desnudos incomodaban a todo el mundo, incluso a mí. Pero nunca me explicó nada. Simplemente me incorporó. Recuerdo que cuando yo vi que hacía proyecciones –a mí me gustaba dibujar y yo pintaba ahí al lado de ella– le dije: 'Ah, así cualquiera dibuja'. Me sonrió: '¿Querés pintar?' Me puso la pantalla en blanco, me proyectó una diapositiva, me alcanzó los pinceles, la pintura. Cuando vi todas esas abstracciones de diversas formas, en blanco y negro, entendí que era un delirio lo que ella hacía, algo muy difícil".
Cuando enfermó parecía no reconocer ni el cuerpo-placer de las noches tomadas por libérrimas ni el cuerpo-laboratorio del LSD que recibía de un psicólogo para atravesar más las puertas de la percepción de Timothy Leary que las de Aldous Huxley. Tiky García Estévez se lo remapeaba con las manos: "La conocí en una de las tantas fiestas que se hicieron en el taller de Lacroze, que se llamó Los sin familia. Así que supongo que debía ser Año Nuevo. Yo hacía producción para David Kohn y necesitaba grandes chapas de acrílico. Martha me conectó con una pareja que tenía un local en la Galería del Este y que las vendía. Cuando se enfermó le venían unos flashes de que se ponía mal si usaba la bata de la madre. Yo hacía en esa época ciertas prácticas corporales que dictaba Susana Milderman y uno de cuyos principios era que se debían transmitir a otros. Cuando Martha estaba dolorida yo le hacía masajes. Y me sorprendió que alguien que conocía tan bien la estructura del cuerpo exterior desconociera ciertas partes internas. 'Poné el diafragma hacia arriba', le pedía y ella: '¿Qué diafragma?' '¡El músculo de la respiración!' Tampoco estaba muy segura de la forma del corazón. A ella también le sorprendió ese desconocimiento".
En Martha Peluffo. Esta soy yo, Luis Felipe Noé recuerda: "Un psicoanalista que asistía enfermos terminales le había sugerido que tomara conciencia de lo que realmente le estaba pasando, que viese en un atlas anatómico las partes enfermas de su organismo. Pero Martha no tenía tal atlas. Yo me ofrecí a comprárselo e inmediatamente fui a la librería Sarmiento. Volví con él y nos despedimos. Fue para siempre".
No permitía que se dijera la palabra cáncer. En Caracas le habían dado un diagnóstico que ocultaba y sugerido una operación imperiosa que había pospuesto en nombre de una supuesta crítica a una política de salud de corte antiimperialista. Verónica Llinás lo cuenta así: "Ella dijo que la medicina allí era muy americana y que quería esperar a estar acá en donde había una más conservadora. Pospuso la operación. Un amigo de ella dice que se murió por distraída".
A partir de ese momento Verónica se hizo cargo de su madre.
¿Podía tener algo de romántica, cierto mito de una muerte temprana sin vejez ni decadencia?
–Puede que haya habido un enamoramiento de la muerte como un acto supremo de libertad. Eso no se nombraba y a los que venían compungidos los sacaba carpiendo.
Quizá Martha Peluffo eligiera para su final las maneras eufemísticas de las familias tradicionales o, en la misma línea con que el radical chic parecía identificar deseo a deseo sexual, identificara completud anatómica a feminidad en tiempos donde las emancipadas por la píldora no parecían poner en entredicho las expresiones "la vaciaron" o "le sacaron todo". O quizá quería sostener a esa hija que cada día se hacía más su madre, proponerle una fábula consoladora.
"Tal vez quisiera protegerme", dice Verónica Llinás, "tal vez simplemente negaba, el respeto radica en mantener esa duda. Siempre estaba en algún mundo. Todo lo que escribía tenía que ver con esa idea de irse pronto, liberarse, salir por fin. ¿Hacia dónde? Tiene dibujos para mí premonitorios. Y su serie de Diálogos del espacio, 16 dibujos que están en el Museo de Caracas, empieza con ella sentada dentro de una especie de complejo de cajas como si fueran mamushkas y en donde ocupa la del medio. Parece como un nacimiento porque ella gira y sale proyectada al espacio mediante esa suerte de parto para la liberación de algo y eso se repitió muchísimo en su trabajo. La obsesionó".
Cecilia Absatz dice que un día Martha apareció en su casa diciendo que estaba contenta porque se había dado cuenta de que la mujer de sus dibujos había descubierto que podía salir hacia una caja más grande, pero en el libro de Verlichak su recuerdo es otro: "Martha tiene miedo de que cuando salga de esa última caja el personaje se dé cuenta de que está en un sistema donde hay una caja más grande y así de seguido de las que no pueda escapar". Y la corrección edificante del recuerdo quizá recupera algo del clima del vernissage de la muestra de Recoleta en donde, al aire de duelo en retorno, se acopla, a través de esas imágenes múltiplos de Martha en las paredes, un efecto de cuerpo presente.
Es cierto que el sistema de mamushkas finge dar una posibilidad infinita de reproducción a una serie limitada de figuras encerradas pero no hay que caer en la alegoría y la Martha de los cubos es, más que una representación, un juego entre elementos geométricos y no, colores planos y superficies heterogéneas de color y textura.
A Oscar Balducci le gusta recordarla como "el mejor culo que visitó Lacroze (un taller colectivo que Aldo Pellegrini llamaba el "Bateua Lavoir" porteño). Aun en ese día en que los amigos se detenían compungidos ante "esos ojos" que desde algún autorretrato parecían seguirlos con la mirada como los de esos cristos populares de resina curva. Pero después evoca el dolor de los últimos días: "Me dijo: 'Quiero brindar con una persona a la que estimo, yo invito'. Me citó en el Lowis y pidió champagne. 'Quiero festejar que no tengo cáncer', dijo. Me quedé mudo. Cuando volvió de Venezuela se las había arreglado para encontrar un médico que le dijo que tenía un fibroma o algo así pero que no era cáncer o ella lo entendió así. Un día la llamé y la mucama me dijo que estaba internada. Lo acompañe a Llinás al Anchorena. La habían operado. Ella pensaba que le habían sacado un tumor benigno. Días antes de que muriera yo me iba a trabajar a Punta del Este. Me dijo: 'No doy más, no lucho más', esas cosas que dicen los que saben que van a morir. Se puso de espaldas. Debía estar llorando porque los dos sabíamos que no nos volveríamos a ver. Le dije que siguiera con el tratamiento alternativo, que cuando volvía la llamaba, esas boludeces que se dicen siempre".
Martha Peluffo murió el 29 de diciembre de 1979.
Por el Centro Cultural Recoleta –siempre ese nombre se vuelve fatídico en las retrospectivas de muertos queridos– el último 9 de octubre paseaban los ex buenas piezas de ayer devenidos mosquitas muertas en póstumos silencios amorosos. Daniel, histórico de Bárbaro, del brazo de su esposa, hacía la visita guiada de las dos salas, entre esos parroquianos artistas de cuyas farras fue testigo privilegiado.
Cuando Martha murió estaba trabajando la imagen de "una media naranja". Es curioso que así se designe a cada uno en una pareja de tal para cual, lo mismo que a las partes de las medallitas que éstos se cuelgan del cuello para sellar de ese modo su compromiso: aquello que Martha Peluffo pareció no encontrar o lo que faltó sin que nada faltara puesto que la obra nunca cesó: como muchas artistas de su época parecía hacerse pedazos en el amor sin cederle el fuego de sus cuadros, se hacía sin saber mientras creía deshacerse. Daniel, del Bárbaro, tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Qué mayor gloria que a la exposición póstuma de un artista asista el barman de sus días felices?
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