Dom 18.11.2007
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CRóNICAS > A 40 AñOS DE LA MUERTE DEL CHE EN BOLIVIA

La Higuera y El Paraiso

El 9 de octubre se conmemoró en el pueblo boliviano de La Higuera el 40º aniversario del asesinato del Che Guevara. El evento agotó los pasajes al lugar, previó la llegada de innumerables peregrinos de todo el continente, incluyó el recorrido de “la ruta del Che”, desde Santa Cruz de la Sierra hasta La Higuera pasando por Valle Grande, y fue una oportunidad única para medir el alcance y las formas con que la figura y el mito del Che habitan en el mundo hoy.

› Por Ruben Mira

Santa Cruz de la Sierra

La higuera y el paraíso crecieron juntos. Abrazados, allá, en el fondo de la finca de Misiones, adonde Ernesto iba cuando era niño. El propietario del museo lleva a los visitantes a ver semejante testimonio. Pero la higuera y el paraíso, más que el resguardo de un maridaje anticipatorio, ofrecen una visión monstruosa. La higuera creció en un tirabuzón ascendente de protuberancias y brazos, envolviendo al paraíso que se esfuerza en subsistir. Michael me cuenta esta visión suya mientras buscábamos un taxi que nos lleve hasta Valle Grande, rumbo a La Higuera. Michael, mi compañero de viaje, es el corresponsal del Wall Street Journal en Argentina, está escribiendo un libro sobre el retrato del Che realizado por Korda. Ahora, la cumbia distorsionada por un volumen al máximo me impide escuchar su voz. Vamos en un taxi reacondicionado. Se llama así a los autos que fueron dados de baja en algún lugar de Oriente y llegan a Bolivia sin papeles, con el volante a la derecha. Los reacondicionan en un taller de La Paz. El volante queda a la izquierda, pero el instrumental sigue frente al asiento del acompañante. El nuestro tiene, de adentro, calcomanías en indescifrables caracteres, de afuera, sobre los guardabarros, en perfecta simetría, un calco del rostro del Che y otro del cowboy de Marlboro. Conozco este impensable nivel de condensación simbólica, este corrimiento extraño: es el cóctel boliviano. Está empezando a subir.

En el camino

El foco inicial del mito se encuentra en 1967. Al mismo tiempo en que se exhibe públicamente el cadáver del Che en Valle Grande, comienza en el mundo la difusión masiva de la imagen de Korda. Este pasaje, de la muerte a la inmortalidad, de la experiencia del monte a la cultura del poster, es el triunfo revolucionario de la era del pop sobre todo tiempo pasado. El traspaso de la energía del cuerpo a la de la imagen construye un símbolo que carga en sí todo el sentido necesario, como una granada lleva en su interior el estallido, la expansión y la muerte. Después el cuerpo y el retrato se fragmentaron en esquirlas: relatos, versiones, conjeturas. Michael escucha mi hipótesis como puede: el mito del Che nació perfecto, todo lo que vino después, el antes, es una consecuencia y no un origen. Por eso suena a redundancia y tiene, más que la intensidad épica de una construcción, el aroma amargo de una lenta descomposición. Cualquier intento de llenar los blancos se precipita en una estafa emocional. Es en su productividad en donde el mito debe ser interrogado, no en su origen.

Valle Grande

Lo primero que vimos al llegar fue el camión de Cuba el Che. Estaba cubierto con gigantografías: una imagen del retrato de Korda, una modelo en bikini con una botella de dos litros y, al fondo, una playa junto al mar. Cuba el Che, un cuba libre de izquierda, el cóctel boliviano envasado en origen en botellas individuales o de dos litros. El camión estaba en la plaza del mercado popular, rodeado de puestos de frutas y verduras, de curanderos vendiendo pociones mágicas y sacamuelas ambulantes, de niños sentados entre bolsas inmensas del pochoclo más grande del mundo que parecían esperar la llegada de gigantes o de extraterrestres, todo agitado por el ritmo de altoparlantes improvisados, con cumbias y voceadores. Alrededor del camión, se había organizado una improvisada fiesta de la que participaban incluso los policías. “Acá todos queremos ser como el Che”, fue el primer chiste en alusión a la proximidad de la imagen del guerrillero y la mujer semidesnuda. Uno de los participantes del chispeante jolgorio pidió una foto con la “niña”. “Si viene Evo le vamos a pedir que manden catorce o dieciséis de éstas”. Según ellos, el presidente de Bolivia llegaría, transformado en un ekeko representante de top models.

Pero este punto de llegada era sólo una de las caras de la ciudad durante la vigilia de la conmemoración del 40º aniversario de la muerte del Che. A sólo dos cuadras del mercado –atravesando una calle bordeada de maniquíes y almacenes, la remera del Che junto a la camiseta de Ronaldinho, el poster con la reseña de los últimos días del Che al lado de un envase de mayonesa Ri-k– está la plaza del Centro Cívico. Allí, mientras se seguía esperando a los 10 mil participantes que vendrían desde toda Latinoamérica y el mundo, casi todo era marcial. En un pequeño escenario se escuchaban himnos rituales, un grupo heterogéneo de hippies y funcionarios deambulaban desconcertados frente a la ausencia de las masas. “Los cambas les sacaron la licencia a los transportes y los caminos están cerrados. Quieren boicotear el evento”, se escuchaba. “Evo llegará esta noche y estará en La Higuera mañana”, se murmuraba como si se tratase de pasar por un teléfono descompuesto un valioso secreto de Estado. En un banco de la plaza se debatía sobre la revolución inconclusa que podría retomarse, pronto, con el enfrentamiento entre el este camba y el oeste kolla bolivianos. Mientras, frente al palco, se repartían unos volantes para un concierto de rock en homenaje al Che, auspiciado por Coca-Cola.

Esta duplicidad, una moneda transparente en donde se superponen dos capas, una con el rostro fotogafiado por Korda y otra con el mismo rostro, pero intervenido por algún artista bufo del stencil callejero, volvió a ocurrir en la famosa lavandería del Hospital Comunal. En la pared exterior un pintor improvisaba un mural frente a una artillería de cámaras de fotos y filmadoras de los distintos documentalistas y medios internacionales al acecho de algún acontecimiento relevante. En la trastienda, frente a la misma pileta donde se exhibió el cadáver del Che en 1967, estaba Milton. Tenía 8 años entonces. Ahora, con 48, ejecuta para los turistas una rutina tragicómica: pone el cuerpo del Che en la pileta, acomoda los cuerpos de Willy y Chino en el piso, hace el recorrido que hacía la gente al pasar alrededor de los cadáveres y en medio de la mímica va intercalando la lectura solemne de los grafittis tallados en la pared, incluso escritos en inglés y en alemán, farfullando una jerga de sonidos gangosos. “Dicen que lo encontraron abajo de otros cinco cuerpos. Pero esos guerrilleros fueron enterrados antes. ¿Quién iba a levantar los cadáveres para enterrar al Che abajo? Dicen que usaron una pala Caterpillar, pero si en 1967 hubiese habido en Valle Grande una pala Caterpillar funcionando de noche, hubiese estado todo el pueblo mirando. El Che sigue acá.”

En Valle Grande, la diáspora del cuerpo del Che se transformó en un problema patrimonial. Por un lado, se trata del núcleo de un acontecimiento extraño, un problema de los otros, como también lo fue la guerrilla. En resumen: llévenselo. Por otro, es un signo de identificación y trascendencia, un suceso que justifica a toda la comunidad. En síntesis: es nuestro. Por eso, mientras los relatos no dejan de proliferar y todo se sabe, o se sabe de alguien que sabe dónde está enterrado, quién tiene la chamarra, el cuchillo, la boina, la foto, en el revés de la trama se ejecuta la permanente desmentida, el chiste, el ninguneo del personaje, del protagonismo, esbozando la posible trama de una novela que la experiencia de estar en la ciudad vuelve prescindible. Es inútil ir tras sus pasos.

Valle Grande es la moneda en la que cotiza el valor actual del mito. Aquí el cuerpo se transformó en un cadáver exquisito que se sirve en la plaza pública. O mejor dicho, se ha desdoblado, su fantasma deambula en el Centro Cívico, la carne sigue estando en el mercado.

En el camino

En la plaza del mercado, Michael compró una gorra con la imagen del Che y logos de los New York Yankies. Trato de delimitar territorios en base a una pequeña historia de las pintadas callejeras. Dos, de los años ’80. Una: EN MI HABITACION TENGO EL POSTER DE TODOS USTEDES. Firmaba El Che. La pintaban, en la avenida Corrientes, Los Vergara, nuestros letristas marketineros, los mismos profetas que asociaron el Che heroico y el che de Marrone. Y otra. Estaba en la plaza Roberto Arlt. Alguien había escrito, con orgullo: SEREMOS COMO EL CHE. Y abajo, alguien había hecho un agregado: FIAMBRES. Dos pintadas y dos tipos de risa. La primera, inmediata, tan brillante como efímera. La risa que nace de la ocurrencia feliz y que se desvanece en el imaginario VideoMatch de los distendidos años ’90: la risa de la inversión. La segunda, una risa retardada que, si ocurre, nace del desconcierto, del desamparo, del déjà vu de lo que va a venir: una risa amarga para rumiar. Ahora, que el humor está en todos lados y la risa se transformó en new age, elegir entre las dos pintadas, o entre dos modos de reír, parece transformarse en una opción ética o una decisión moral. Entre estas dos pintadas, entre estas dos risas, deambula el mito y su productividad.

La Higuera

Michael no podía parar de reír frente a la forma desconcertante de ese parque temático impensado. La única calle del pueblo, bautizada avenida 8 de Octubre, reparte ranchos que desembocan en la plazoleta de los monumentos. Son tres, el original parece amasado en barro y tiene algo de kolla apaleado, vestigios de lo que fueron sus sucesivas destrucciones por parte de la policía y los sucesivos reimplantes realizados por estudiantes universitarios. Más atrás está la gran cabeza de cemento, el vigilante rostro retratado por Korda mirando con una insólita cruz a su lado. Por último, la amistosa y pagana figura en bronce, que saluda, con un inverosímil cigarro en la mano, a los recién llegados. Las edades del mito, de su edad de tierra a su edad dorada, culminan en su milagro testimonial: los replicantes. Van vestidos con guerrera, llevan el pelo y la barba, y la boina con la estrella, y algunos hasta fuman cigarros. Ellos son como el Che y confirman, literalmente, lo que el peregrino vino a buscar a la meca: el Che vive y está aquí, en La Higuera.

Unos cincuenta metros más allá, está La Escuelita. Del lugar en donde tuvieron prisionero y mataron al Che no subsiste más que la miseria, una puerta y unos banquitos, rodeados de fotocopias de fotocopias de las pocas fotos de la guerrilla, y en un despoblado depositario una camiseta de Boca. Todo por medio dólar, pagados a un hippie de dudosa oficialidad.

“Fotou, guán dollar, mister”, nos gritan, medio en broma, medio en serio, desde la vereda del almacén La Estrella. Allí, entre el grupo de lugareños, está Doña Irma. Se dice que en su almacén se mantiene vivo el ritual del Santo Che, pero adentro no hay ni velas ni altares, sólo un poster del Comandante rodeado de mujeres rubias en bikini promocionando cervezas y un relato recitado casi de memoria, que culmina en una noche extraña, un plato de sopa, un hombre herido y una sola frase: “Gracias, niña”. Es todo lo que le dijo el Che a Doña Irma, la mujer que hoy atiende, con las mismas manos, a sus esporádicos comensales. Para un peregrino, comer en La Estrella vendría a ser como si un creyente pudiera comer, en un restaurante de Jerusalén, una porción de pan y vino, atendido por el mozo de la última cena. Doña Irma sirve la comida, se sienta frente a los comensales y permanece en silencio, con una expresión sonriente y perdida. Luego pide tres dólares por el plato y cinco por el relato de la noche definitiva.

La recorrida por La Higuera se revela como el primer parque temático antiparque temático o el grado cero de una imaginación política. La recorrida breve contrasta tanto con las 8 horas sufridas por caminos de tierra para llegar, que la sensación que deja no es de decepción sino de absoluto desconcierto. Por eso los escasos peregrinos que se adelantaron deambulan como inofensivos muertos vivos, confirmando la sonrisa irónica de los lugareños que, desde sus umbrales, se dejan fotografiar junto a las múltiples imágenes del retrato de Korda que decoran las paredes de los ranchos. Mientras tanto, el equipo de sonido del escenario armado frente a la escuelita para la celebración nocturna comienza a emitir la voz inconfundible de Carlos Puebla gracias a la electricidad suministrada por un ruidoso grupo electrógeno perteneciente a la misión sanitaria cubana.

Sentado sobre una pila de palos de luz está Juan, un francés que armó una posada en el mismo lugar desde donde partió el llamado telefónico delatando al Che. Juan confirma que muy pronto habrá un tendido eléctrico y que, si las promesas de Chávez se cumplen, el asfalto unirá Valle Grande con La Higuera antes que Valle Grande con Santa Cruz. “Piensan que trayendo la luz van a dar vida a un pueblo sin vida. Hay que dar vida de otra manera.” Dice Juan. El conoce las ruinas incas de las inmediaciones, la belleza de las caminatas por los valles y desmiente que la piedra que señala el lugar en donde atraparon al Che sea auténtica: “El verdadero Yuro está más allá, como a dos horas, no a media hora. Pero, ¿qué turista quiere caminar dos horas para ver una piedra?”. Y nos muestra como prueba dos cartuchos de Mauser encontrados en el Yuro verdadero.

Cerca de la medianoche, apenas iluminados por los resplandores blancos de unas bombitas de bajo consumo, se agrupan arriba del escenario los funcionarios cubanos, venezolanos y bolivianos. Mientras, desembocan por los laterales las pancartas con los rostros gigantes del Che. Son los estandartes de la Gran Marcha, unas quinientas personas friolentas, gastadas por la caminata. Entre ellas está Joan, es suiza. Nos convida ron cubano y nos presenta a Guadalupe, una campesina pequeña y simpática. Ella nos cuenta que el Che mismo curó a sus hermanas días antes de su muerte, que profesó el culto al Che durante años pero ahora, al fin, comprendió que estaba en el camino equivocado. Los pastores rotativos que llegan al pueblo la ganaron para el evangelismo y ahora está haciendo el curso de alfabetización para leer la Biblia. Hablando con Guadalupe la noche nos ahorró los discursos mientras el ron pasaba de mano en mano. Recuerdo la escena que denominamos dos en uno: un ministro del gabinete de Morales cantaba acompañándose con una guitarra acústica una canción de protesta. Y la escena que denominamos Hasta la Victoria: dos o tres expedicionarios se empeñaban con una pala y un pico, levantando chispas en el suelo de piedra, para plantar el sostén de una fogata que durase hasta la madrugada.

Cuando, ya mareados, nos fuimos a dormir, los expedicionarios se habían rendido, un replicante del Che ajetreaba una guitarra frente a una pila de ramas retorcidas, apiladas a la ligera, y las llamas daban movimiento a las sombras que deambulaban entre los monumentos. Algo más lejos, la avenida 8 de Octubre ofrecía un panorama más sombrío. De un lado, las camionetas 4x4 que habían trasladado a los funcionarios; del otro, un amontonamiento de cuerpos envueltos en mantas y tapados hasta sus cabezas. Dormían, pero parecían muertos.

En el camino

En el taxi del hijo de Doña Irma volvemos a Valle Grande. Trato de explicarle a Michael mi sensación de cansancio y de dolor. Le hablo de la importancia de la imagen del Che en la invención de la juventud latinoamericana, de mis hermanos mayores, de los muertos queridos. La ruta de la muerte, dice Michael. Tiene puesta una remera de su última travesía en bicicleta: la ruta que une La Paz con Coroico. Es poderoso el conflicto entre la fantasía del hogar y el espejismo del viaje, o mejor dicho, entre la política y la guerra. El viaje, propongo, viene a llenar el vacío que dejó la guerra. Vaivenes del mito: en el mismo momento histórico de la mausoleización del cadáver, el movimiento inverso, ir hacia el origen, hacia la adolescencia salvaje. Rituales en Valle Grande y en las mejores salas de tu barrio. Es lógico que en el regreso a casa del setentismo periférico a la lucha armada, el guerrillero heroico devenga en nuestro Jack Kerouac tardío.

Santa Cruz de la Sierra

El acto de cierre, con la presencia de Evo Morales, se realizó junto a la Fosa del Che, en Valle Grande, el lugar en donde supuestamente estuvo enterrado y sobre el cual se construyó un chalet al que sólo le falta la cruz para ser una iglesia. Las mismas personas, las mismas banderas, pero con sol y la guardia de niños del presidente de Bolivia. Iba a ser una gran fiesta, pero cuando volvió a cantar el ministro nos tuvimos que ir. No teníamos pasajes. Sabíamos que la tarea de volver sería difícil, pero nunca pensamos que podría resultar imposible. Los micros completos por tres días, los taxis desaparecidos. Sólo un milagro podría salvarnos de perder el avión. Y el milagro llegó porque lo necesitábamos, porque lo pedimos. Llegó de una forma explícita: el camión de Cuba el Che avanzando en la carretera polvorienta.

Ya recostados contra las pilas de botellas de refresco, frente a la pantalla perfecta que encuadraba la caja abierta del camión, la imponencia verde de la montaña al atardecer me trajo, por primera vez, ecos de un pasado bucólico. El hombre solo en el monte, lejos de los escritorios y las burocracias, luchando por darles un sentido a la vida y a su experiencia entre los hombres. Cierta complementariedad telepática vino al rescate. Michael comenzó a contarme una anécdota que a su vez le había contado un amigo suyo, un americano. Resulta que el amigo americano es gerente de un hotel galáctico. En ese hotel están terminantemente prohibidos los animales, contaba Michael mientras yo miraba las montañas. Pero llega un pasajero diabético. El pasajero tiene un perro que detecta sus ataques y su perro va con él a todos lados. El amigo americano le recuerda la prohibición. El cliente le presenta al perro: el perro tiene un collar de diamantes y un rolex en cada una de sus patas delanteras. Sigue Michael mientras yo escucho en silencio. Desde la ventana de su despacho, el amigo de Michael tuvo que ver cómo el perro se paseaba por el impecable jardín del hotel, mientras su jefe de botones lo seguía unos pasos atrás, con guantes de goma, una escobilla y una pala. La montaña ya era sólo un trozo de cielo negro chocando contra un trozo de cielo estrellado.

Sólo después pensé en el cóctel boliviano y su resaca: la lectura literal de cualquier contraste constituye una forma flagrante del analfabetismo. Pero recuerdo que entonces, en ese momento, pensé en la higuera poliforme ahogando al raquítico paraíso. La forma infernal que adquiere una ideología que lo invade todo nos hace desear un descanso edénico y palurdo: el viaje al lugar adonde, al fin, nada signifique nada.

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