Domingo, 18 de noviembre de 2007 | Hoy
TELEVISIóN > EL REGRESO DE CALISTA “ALLY MCBEAL” FLOCKHART
Durante los años ’90, una generación de sitcoms sorprendió por la lucidez y la variedad con que renovó la comedia en televisión. El melodrama también tuvo su turno, y de la mano de prácticamente una sola serie: Ally McBeal. Una década después, su exitosa protagonista vuelve a la televisión y lo hace para redimir las culpas norteamericanas por una guerra que primero apoyaron y ahora repudian.
Por Hugo Salas
Como ya es sabido, la industria cultural nos regala una falsa superación de la distancia entre arte y vida. Los “seres” cuya existencia postula –de Homero (Simpson) a Britney, de los Stones a Susana Giménez– se nos antojan más cercanos, más próximos, más “existentes” que Madame Bovary y Lady Macbeth; son “como la vida misma”. Esto implica, claro, un vínculo particular con las personas que encarnan esos entes y, ante todo, una relación con los actores y actrices televisivos radicalmente distinta de la que se establece con el actor de teatro no-industrial. Si bien el actor televisivo ya no se confunde con sus personajes (como ocurría hasta entrados los ’80), carga consigo a lo largo de su carrera con la simpatía (o antipatía) depositada en los papeles que haya representado, forman parte de sí.
De allí que los “regresos” cobren singular importancia en la pantalla chica: son el instante crítico de articulación entre un pasado y el resto (o no) de una carrera. Para el televidente, es la hora en que lo conocido retorna bajo nuevas ropas, ofreciéndose a complacer la delicada ecuación entre repetición y variedad que caracteriza la oferta de la industria y la estructura del goce. Más cuando se trata, como en este caso, del retorno de la protagonista de una de las series que más hondo calaron en el público mundial. Hablamos de Calista Flockhart, cuerpo, rostro y ante todo voz –uno de los pocos ámbitos de su instrumento donde exhibe verdadera destreza– de Ally McBeal, aquella despistada abogada de la tira que inaugurara un nuevo modo de pensar la serie dramática, hibridándola con cierto absurdismo surrealistoide.
Vuelve la tímida, raquítica e insegura pero fuerte “Ally” entonces, y lo hace (reforzando la simetría) de la mano de un personaje que vuelve al hogar. Luego de tres años de ausencia, provocados por una disputa con su madre, Kitty Walker regresa de Nueva York a Los Angeles para reencontrarse con su familia y escuchar una oferta laboral, con tan buen timing que justo muere su padre, por lo que decide quedarse junto a su madre, sus hermanos y hermanas. Lo inmediatamente evidente es que Flockhart ha puesto todas sus fichas en un drástico cambio de registro: Brothers & Sisters está lejos, muy lejos, de Ally McBeal. Ya no hay disparate sino honda gravedad dramática. Quienes no sean capaces de digerir esas extravagantes escenas sensibleras de televisión en estado puro harán bien en evitarla.
En realidad, el disparate aparece (como suele ocurrir con el melodrama) a modo de consecuencia involuntaria de lo hiperbólico de los conflictos y los sentimientos encontrados. A cualquiera le resultará prácticamente impensable una escena en que una viuda demócrata culpe a su hija republicana por haber empujado a su hijo menor a la guerra contra Afganistán, al mismo tiempo que otro de sus hijos descubre que es estéril, su hijo gay intenta conformar una pareja monogámica y la mayor de sus hijas, en plena crisis marital, se siente tentada por un ex compañero de trabajo negro (todo ello, además, sazonado con los súbitos ramalazos de humor que ya se han vuelto estándar del género). Escribir esto, desde ya, es bastante difícil (y los numerosos guionistas de la serie lo hacen con desigual fortuna), pero mucho más complejo es actuarlo de manera solvente.
Justamente allí radica el gran acierto de esta serie: en el casting. Sólo Sally Field puede interpretar a esa madre adorablemente manipuladora, encantadoramente cruel, que echa mano a su fantasía de parecerse “tan sólo por una noche” a los Kennedy para forzar a todos sus hijos a acompañarla a una cena de caridad. Al igual que hiciera en aquella antológica temporada de ER emergencias, Field da cátedra, demostrando que la diferencia entre actuar en televisión o cine es similar a la que existe entre tocar contrabajo o violín. El resto del elenco (sobre todo Rachel Griffiths, de Six Feet Under, y Dave Annable) acompaña sin desentonar, y hasta cierto punto la elección de Flockhart debe haber resultado obvia.
Lo que la serie muestra, en esta primera temporada, es su transformación: al principio, Kitty es una convencida y honesta republicana –al elogiar la relación entre sus padres suspira porque se parecen a “Ron y Nancy”, los Reagan–, pero a medida que la trama avanza, distintas situaciones y sobre todo la participación de su hermano en el ejército la llevan a quebrarse (justo a tiempo para conocer a Rob Lowe, el senador Robert McCallister, candidato independiente a la presidencia y Melibeo para Calista). Así, Brothers & Sisters se ofrece como exorcismo privilegiado para toda una sociedad que en principio apoyó una guerra que ahora le resulta insoportable, y qué mejor que encarnar este cambio en una de sus hijas predilectas, aquella muchachita que tanto los hacía reír en un mundo anterior a las torres, al terrorismo y las catástrofes naturales, aquel mundo que podía reducirse a la oficina, el after hours y las canciones de Barry White. Flockhart no sólo representa bien su papel, sino que surge como la embajadora más genuina de la bestial ingenuidad estadounidense.
Brothers & Sisters se emite todos los miércoles, a las 21, por Universal Channel, y repite los sábados a las 19.
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