CINE > JUEGO DE PODER, LA NUEVA PELíCULA DE MIKE NICHOLS
Con la ayuda inestimable de Aaron Sorkin, el guionista de The West Wing, el director Mike Nichols reunió a un elenco de estrellas —Tom Hanks, Julia Roberts, Philip Seymour Hoffman— para contar la historia de Charlie Wilson, congresista demócrata por Texas que funcionó como bisagra de la historia cuando intervino contra los soviéticos en Afganistán en los años ’80. Y logra uno de los mejores films políticos de los últimos años.
› Por Mariano Kairuz
El crítico del Hollywood Reporter –influyente publicación de la industria que suele aparecer citada a la cabeza de las reseñas listadas en la omnipresente base de datos de cine imdb.com– escribió que Juego de poder, estéril título en castellano con que se estrenó esta semana Charlie Wilson’s War, es una especie de anti-Frank Capra. Más específicamente, que vendría a ser la antítesis de una película como Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, 1939), que el gran director norteamericano filmó con James Stewart como el senador casi accidental que se enfrenta e impone a la enorme podredumbre política de su país y su época.
Pero incluso en una mirada superficial el diagnóstico resulta incorrecto, no sólo porque no alcanza a dar cuenta de la magnitud de la historia de Charlie Wilson –es decir, del relato increíble pero real de este congresista demócrata por Texas y su casi accidental “aventura” contra los rusos en Afganistán en la primera mitad de los ‘80– sino que ni siquiera parece captar el propósito del guionista Aaron Sorkin (el creador de la serie The West Wing) y del director Mike Nichols, que vieron un enorme potencial cinematográfico en el libro homónimo del periodista George Crile y convirtieron un capítulo fundamental y no muy abordado de la historia norteamericana reciente en una comedia política de diálogos disparados con una ametralladora, por momentos casi, casi como los del Hollywood clásico.
El Charlie Wilson creado por Sorkin, Nichols y, por supuesto, Tom Hanks, es un lobbista carismático, mujeriego y bebedor; todo un hedonista, pero nada de esto le impide ser además un tipo con ideales. Lo cual queda claro en una muy comentada escena inicial que nos lo presenta en 1980, metido en un jacuzzi con una chica Playboy, dos strippers que toman cocaína y un productor televisivo rosquero, y en la que, a pesar de las chicas y las burbujas, Wilson no puede dejar de reparar en ese noticiero en el que se habla de las bombas, todavía inaudibles para los estadounidenses, que estallaban en Medio Oriente. Enterado de la feroz resistencia de los afganos refugiados en Pakistán, que enfrentaban con poco más que palos y piedras a los helicópteros soviéticos, Wilson levanta el teléfono y consigue duplicar el magro presupuesto de 5 millones de dólares que Estados Unidos destina a apoyar a esos obstinados guerreros del desierto. Como el Jefferson Smith de Jimmy Stewart, Wilson está convencido de estar haciendo lo que debe hacerse; aunque en este caso no se trate de otra cosa que de aplastar al comunismo soviético. Sólo que con una seguridad imparable y una carrera política construida a base de favores concedidos a una larga lista de poderosos. Quizá Charlie Wilson sea, después de todo, el Bill Clinton que el propio Nichols no pudo o no supo mostrarnos en Colores primarios.
Según acusan varias de las críticas norteamericanas de la película, la historia de Charlie Wilson no es demasiado conocida por los propios estadounidenses, a pesar de constituirse prácticamente en el eslabón perdido, el episodio menos contado entre lo que fue el principio del fin de la Guerra Fría y el actual desastre en Medio Oriente. Cuando Wilson consigue duplicar el presupuesto para armar a los afganos, creyendo que se trata de un mero gesto –10 millones no deja de ser una cifra ridícula–, entran en escena dos personajes esenciales de esta historia: el agente de la CIA, Gust Avrakotos (un Philip Seymour Hoffman desatado), y la dama de la alta sociedad texana, católica y ultraconservadora Joanne Herring (Julia Roberts), que lo empujan a darse una vuelta por los interminables campos de refugiados de la frontera afgano-paquistaní y a decidirse entonces a hacer algo de verdad. Si se trata de un capítulo bisagra de la historia es porque la derrota de los soviéticos a manos de los mujaidines equipados con armamento pagado por Norteamérica y sus aliados tuvo un peso fundamental en la retirada de la URSS de su rol como la otra superpotencia, pero además porque una vez que el gobierno estadounidense logró su objetivo de mediano plazo, les soltó la mano a sus pequeños soldados de a pie. Simplemente los olvidó y los ignoró. Sobre el final de la película –entre escenas que recargan un poco su retrato como un hombre de convicciones y sentimientos humanitarios– lo vemos a Wilson reclamándoles a los burócratas que llegaron a autorizar un gasto de más de mil millones de dólares para su exitosa operación encubierta, que ahora le asignen aunque sea un modesto millón más para ayudar a reconstruir el territorio devastado. Para levantar una escuela para esos chicos que pelearon; para hacer algo, lo que sea, por ellos. En vano, por supuesto; y el resto es historia.
Y si a Juego de poder le falta fuerza para ser una de las mejores películas políticas de su época, es en parte porque Nichols pierde pulso (o interés) a la hora de filmar la guerra y sus escenas bélicas parecen un videojuego. Es uno de los grandes dilemas morales del cine: cómo mostrar la guerra sin banalizarla y a la vez exponiéndola en pantalla tal como la viven, en un relato como éste, los tipos que toman decisiones desde atrás de un escritorio en Washington o en Langley. (A la vez, no vacila en melodramatizar los momentos en que Wilson toma conciencia del desastre, con las historias de los niños afganos que perdieron sus brazos debido a las bombas rusas arteramente camufladas como juguetes.)
Puede que, después de todo, la mayor diferencia entre las historias de Jefferson Smith y Charlie Wilson sea que en la de éste el aparato termina imponiéndose a las mejores, más altruistas voluntades individuales, demócratas o republicanas, un poco más a la izquierda o a la derecha (un poco como en Mi querido presidente, el Bill Clinton que Rob Reiner sí pudo fabricar hace diez años, también con guión de Sorkin). Entre una y otra historia pasaron la Segunda Guerra, Corea, Vietnam y toda la Guerra Fría, y entre una y otra película pasó además el 11-S, nunca mentado, por supuesto, pero siempre presente en esta fábula verdadera. Como si Charlie Wilson pudiera ser, entonces, el único, verdadero y perfecto personaje para una de Capra con Jimmy Stewart, setenta años más tarde, y otros tantos después del fin de toda inocencia.
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