PLáSTICA > LAS ESCENAS DE MATíAS DUVILLE EN SENDRóS
La escena de una tragedia, un terremoto, un derrumbe, un huracán, encierra el pasado de ese lugar: la calma, la paz y la armonía anteriores al desastre. Pero esa misma imagen también puede despegarse de su propio pasado y ser vista como un paisaje autónomo y absoluto. Entre uno y otro, la muestra Una escena perdida explora la huella de la tragedia impresa en la mano del artista.
› Por Natali Schejtman
A partir de la obra de Matías Duville, y no solamente a partir de esta muestra, la mente puede dispararse hacia diversas fantasías. Una de ellas puede llevarnos a pensar en un chico-chico –un niñito, por qué no– que, después de una copiosa tarea que le demandó esfuerzo físico y mental, decide dedicarle el mismo ahínco a derrumbar aquello en lo que estuvo demorado durante horas. Como quien, luego de ordenar el cuarto con la prolijidad obsesiva de un artesano japonés, decide, con el mismo temple acerado, empezar a tirar un libro, un adorno, una remera, convirtiendo el desorden en un reverso hasta saludable del orden, una parte suya intrínseca que exige su consecuente espacio y tiempo.
Otra cosa sería reparar en el placer visual de la totalidad tullida, el cuarto desordenado como una imagen congelada sin pasado. La imágenes de las casillas mancas después de un tsunami, la foto que documenta las consecuencias del temblor y que mágicamente se desprenden de su pasado trágico y se vuelven otra cosa.
La obra de Matías Duville permite viajar tanto hacia la ruta del proceso artístico como a la del producto final, planteando una posible separación, una divergencia, entre estas dos aristas hermanadas que configuran el hacer básico de cualquier obra de arte.
Una escena perdida, tal el elocuente nombre de la muestra actual en la galería Alberto Sendrós, condensa y expande en enormes rectángulos que llegan a ocupar paredes enteras ese mundo de huellas, de idilios chamuscados y de fantasías rotas. Grandes superficies de un aglomerado en carne viva –así se ve: como una especie de corcho con aumento, lleno de matices y veteados– fueron estampados con acrílicos de colores formateados como burbujas temáticas de paisajes de fantasía, con lobos, mares, montañas vistas a lo lejos, troncos caídos y árboles de cuentos, en proporciones caprichosas y armonías infalibles. Hay lugar para granjas, para cuervos demasiado grandes y para costas enrarecidas durante el frío nocturno. Pero los cuadros están ajados y nosotros podemos reparar en esa progresión lineal que se resume en cualquiera de ellos: primero hubo paz, después llegó el mismo artista que la había confeccionado con sus herramientas a clavar surcos en la madera, a corromper la escena y a convertir la imagen en una huella, secundaria a la nueva protagonista, vedette absoluta del campo visual: la forma estética de la destrucción. Pero como en las fotos del tsunami, la superficie ajada puede desprenderse de su pasado y valer como una experimentación presente de las posibilidades extremas de un material. Tal es el vaivén que definitivamente se impone con solidez y una contundencia visual demoledora en los cuatro cuadros que componen la escena perdida: entre la pregunta por el qué ha pasado y el regodeo contemporáneo por una cultura que coquetea con lo tradicionalmente considerado residual (¡un aglomerado todo roto!).
Esta muestra guarda estrecha relación con otras obras del artista. En el año 2003, Duville, becario de Guillermo Kuitca entre 2003 y 2005, presentó dos series de pequeños dibujos. En una de ellas dibujaba con lápices de colores sobre una hoja plástica de esas que se encuentran adentro de los álbumes de fotografías –las caladas–, generando de esa interacción de materiales una imagen sensual, fantasmagórica y difusa. En la otra operaba de un modo similar al que firma la presente exposición: sobre telas de seda utilizados en filtros para piscinas, Duville dibujaba con birome, para correr, luego de terminada la estampa, las hebras del tejido de la hoja, haciéndola bailar como si fuera un verdadero desafinador de imágenes. Esas preocupaciones estéticas, metódicas y metodológicas, sumadas al enorme tamaño de algunos murales y cuadros gigantes que realizó a lo largo de su carrera, arremeten ahora en la muestra actual de escenas perdidas, muestra que además coincide con la edición de un libro de formato pequeño que reúne las distintas obras de su todavía breve, pero ascendente carrera.
Duville explora los materiales enhebrando una mística bastante visceral y a la vez poco dramática, pero sí muy atenta: no es lo mismo provocar tirando de la hebra de una seda que hundir una herramienta en una madera y dinamitarla artesanalmente. Táctil o motrizmente no es lo mismo, y eso es lo que podemos escuchar en los agujeros de estas obras: ahí alguien metió mano. Puede verse ese gustito por el contacto con la materia, y también, la búsqueda física de un soporte cuya presencia y ausencia acompañe el trasfondo conceptual de un proyecto artístico personal, por un lado, y la delicadeza soñadora y frugal que es un exitoso patrimonio de la inmediatez. No es casual que Duville haya hincado más de una vez en la imagen de un huracán: figura polisémica si las hay, su presente arroja un incandescente vuelo poético –aire en movimiento que llega a ser letal–, al tiempo que implica todo un mundo de posibilidades narrativas en lo que respecta al pasado y al futuro.
Estas escenas perdidas impactan por su desencanto encantado y acribillan a preguntas que tal vez sólo puedan responder esas historias (de las que pocos están exentos) sobre una desilusión llena de ribetes seductores, de costas idílicas de doble filo o de montañas de ensueño que, aun así, coquetean con la basura.
Una escena perdida se puede ver hasta fines de febrero en la galería Alberto Sendrós (Tres Sargentos 359).
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