IRAK Y AFGANISTáN LLEGAN A LA ALTA COSTURA PARISINA
› Por Liliana Viola
Aquello de la inspiración ocurrió otra vez. Ahora fue en la Semana de la Moda de París. Los diseñadores de alta costura, los más briosos luchadores de una especie siempre en peligro de extinguirse –aunque menos que sus primos del ballet y de la ópera– invocaron en público a la Inspiración. Palabra demodé, paradójicamente, que otras artes han desplazado con términos técnicos y que hace años es el eje de las colecciones aquí y allá. En la Argentina –señala Victoria Lescano– podríamos citar a Churba que se inspira en Kiss, las geishas de Japón, el gaucho, el estilo de las bolivianas; o a Ramírez, que se inspira en el tango, los próceres, la ropa de los inmigrantes, Dulce Liberal y las monjas del colegio de su infancia.
Lo que en un principio Yves Saint Laurent deslizaba en entrevistas, ahora se consigna en el texto de presentación de cada desfile. Acusar la fuente, convocar a la realidad menos invitada a la pasarela es argumento de estilo, de venta y sobre todo de originalidad. Originalidad: Santo Grial en tiempos donde la “tolerancia de la belleza” ha multiplicado las posibilidades de hallarla y de perderla. Donde el aburrimiento y un lujo que se expande rigen el valor en alza de lo que pueda considerarse exclusivo.
Por eso la pregunta, sin pudor por sonar anticuada, podría ser ésta: ¿en qué se inspiró John Galliano cuando decidió que, promediando el desfile con el que presentaba la primera colección de ropa interior masculina de su firma, irrumpieran en la fiesta unos modelos muy sensuales manchados con sangre, laceraciones frescas, sogas en cuello, encapuchados, sucios, como salidos de una madriguera de tortura?
Su colección femenina para Dior presentada en esta misma Semana es mágica y festiva. Dice que se inspiró en Klimt, Las flores del mal y en el cuadro Madame X de John Singer Sargent, que muestra a una mujer de vestido negro y escote corazón con un bretel cayendo, piedra de escándalo en el París del siglo XIX. Aunque habrá que advertir, señala Lescano, que “en el desfile esa inspiración devino en vestidos multicolores con sombreros casi espaciales a lo Courréges, porque Galliano siempre juega con las fuentes, las subvierte y hasta aprovecha cada salida para saludar y mostrarse como personaje”. Performance performativa: eso es la moda.
Para la mayoría que no asiste a los desfiles de alta costura y que tampoco ha estado en una sesión de torturas, pero conoce ambos por las imágenes de la televisión, esos cuerpos que venden ropa íntima tienen algo de los prisioneros iraquíes torturados por guardianes norteamericanos en 2004, tal vez de otras personas torturadas en este momento, en la prisión Abu Ghraib, y en otras partes.
Un dato: a causa del súbito crecimiento del mercado de la moda masculina, las colecciones de prêt à porter para hombres se han vuelto más revolucionarias y cautivantes que las femeninas. Lo que parecía muerto, renace de pronto y hay que hacerse cargo de un negocio millonario. Galliano, en este sentido, puede considerarse un verdadero resucitador. Bajó del cielo en el momento de mayor zozobra con todo lo que hacía falta: hijo de clase obrera; inglés pero nacido en Gibraltar; recién recibido en Saint Martins en 1984 apostó al barroco cuando el ambiente sonaba grunge y mínimo; gurú de Givenchy primero y de Dior todavía.
Ante la pregunta sobre su inspiración en este desfile de París, amparado por un gigantesco retrato renacentista de Enrique VIII (de Hans Holbain) al que ha intervenido agregando su propio rostro, explica que se basó en las “Frost Fairs” de la Inglaterra Tudor, una feria de diversiones que se hacía en el invierno londinense sobre los restos de un Támesis congelado. Felicidad perdida. O peor: entretenimiento esquivo. Casi al final de las remembranzas Tudor llegaron los encapuchados con músculos perfectos, víctimas y victimarios de una batalla tan gore como las imágenes de un noticiero. Representación, además, de un posible placer, promesa de un goce sexual, otro último grito agazapado en la fantasía sádica también presente en la moda con inspiración nazi. La sensualidad extrema del dolor que abreva en “el vicio inglés”, a juzgar por algunos detalles, se ha amalgamado aquí con la del cautivo, prisionero político, víctima que acaba de participar de una “experiencia” de tortura. Eso se olvida; lo que no se olvida es que se trata de objetos de consumo, caros y bellos, banalización de un sufrimiento que siempre les ocurre a los otros, la fuente de inspiración.
Este virtual ejército de cuerpos semidesnudos que incluye máscaras carnavalescas y hasta de homenaje, como la de gatita que Audrey usa en Desayuno en Tiffany’s, parece replicar involuntariamente la última broma de Stanley Kubrick: Ojos bien cerrados, un banquete de éxtasis para una pacatería burguesa que consume para olvidar.
Claro que el tema del encapuchado no es novedad y menos si de un inglés se trata. Victoria Lescano registra que ya habían aparecido encapuchados en McQueen, quien a su vez citaba a Leigh Bowery, un performer también inglés. A comienzos de 2001, el español David Delfín encapuchó mujeres, les puso literalmente la soga al cuello y las soltó por la pasarela provocando que se tropezaran y cayeran varias veces ante un público escandalizado. ¿La moda se inspira en la realidad? ¿La realidad sigue a la moda? ¿O no hay inspiración sino correspondencias? Mucho antes del ataque a las Torres Gemelas, Galliano inauguraba su colección masculina (trajes occidentales combinados con prendas árabes) con el título: “Afganistán repudia los ideales occidentales”.
¿A quién se le ocurriría acusar a la moda de una invasión, una guerra entre dos mundos? No, claro que no se trata de eso. Pero escandalizar también significa acostumbrar.
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