PERSONAJES > STEVE MARTIN HACE MEMORIA
Pelo blanco, traje blanco, humor negro pero blanco, una destreza para el humor físico como no hay hace décadas, el talento de hacer de cómico que hace de cómico y hacer comedia al cuadrado, guionista romántico (L. A. Story) y escritor de lirismo sentimental (Shopgirl), Steve Martin es quien es después de haber sido durante más de una década un stand up comedian. Arriba de aquellos escenarios probó todo el arsenal (incluido el traje) que lo hizo quien es. En Born Standing Up, sus flamantes memorias (seguramente otro de esos libros que nunca se traducirán al castellano), recuerda con amor esos años de batalla cuerpo a cuerpo con el público.
› Por Rodrigo Fresán
A diferencia de lo que ocurre con Robin Williams –a quien unánimemente se lo odia o se lo odia–, a Steve Martin se lo ama o se lo odia.
Yo lo amo.
Entiendo que no es apto para todo público, que su gracia –que desciende directamente de Dick Van Dyke– no es para cualquiera, que ha hecho muchas películas malas, que su muy anticipado pasaje por los Oscar como maestro de ceremonia no fue gran cosa, que sus problemas sentimentales (la aristocrática Victoria Tennant lo dejó por un galán joven, Anne Heche lo dejó por Elle De Generes y Helena Bonham-Carter lo dejó por Tim Burton) no tienen la épica de los desastres inmediatamente asimilados por la propia obra de los de Woody Allen, que es más L. A. que N. Y. y posiblemente sea un asesino serial en sus ratos libres.
No me importa.
Porque Steve Martin (Waco, Texas, 1945) también ha protagonizado los mejores momentos de comedia puramente física de los últimos tiempos (ver su All of Me), firmó el guión de la mágica L. A. Story y de la romántica Roxanne, es un gran coleccionista de arte moderno (recordar esa famoso retrato suyo cortesía de Annie Liebovitz con su smoking blanco manchado de negro frente a las negras manchas de un cuadro muy caro) y es un actor que empieza y termina en sí mismo (no en vano fue la primera opción de Stanley Kubrick para protagonizar una versión inicialmente más farsesca de Eyes Wide Shut, maravillarse ante lo que hace en Pennies from Heaven). Y, además, es un gran escritor. Muy por encima de Woody Allen y, como prueba, alcanza con leer alguno de sus ensayitos para The New Yorker, esa humilde pero formidable joya teatral que es Picasso at the Lapin Agile, su best-seller y adulto libro para niños junto al ilustrador Roz Chast con el gran título de The Alphabet from A to Y with Bonus Letter Z!, y muy especialmente su delicada y melancólica novela cheever/fitzgeraldiana Shopgirl, que no hace mucho adaptó finamente para el cine (aunque dejó fuera esa perfecto monólogo sobre la mecánica de la mentira) y protagonizó junto a la nunca del todo bien ponderada Claire Danes y Jason “Rushmore” Schwartzman. Y ahora, además, publica un perfecto libro de memorias sobre su vida y obra como comediante en vivo: Born Standing Up: A Comic’s Life.
Y los libros firmados por cómicos monologantes de renombre Made in USA constituyen –a diferencia de lo que ocurre en otros países; no recuerdo, hasta donde llega mi memoria, autobiografías reídas de Biondi, Olmedo, Balá o Porcel y tal vez mejor así– no sólo un tangible subgénero literario de las letras norteamericanas sino que, además, suelen vender mucho. El de Groucho Marx fue uno de los primeros, y recordar el revuelo editorial que causó el anuncio de unas supuestas –y finalmente inexistentes– memorias de Woody Allen unas cuantas ferias de Frankfurt atrás.
El libro de Steve Martin –además de su interés para todo aquel que le interese no cómo hacer reír sino cómo este hombre da risa– tiene, además, el interés extra de una buena historia con un buen arco dramático entre tanta punchline y epifánico descubrimiento de ese tesoro valiosísimo: el gag propio y nada más que propio y que funcionará para siempre. También –a diferencia de lo que suele ocurrir con los genios del humor– está redactado con una rara humildad, como cuando recuerda el momento en que comienza a comprender aquello que es y será lo suyo: “Mi número, que había comenzado tres años atrás como un intento de entrar en el terreno clásico de la comedia, se estaba convirtiendo en una parodia de la comedia. De pronto yo era un cómico que estaba haciendo de cómico. Y no precisamente uno bueno. Y este embrión de idea me llevó a trabajar mi material en esa dirección. Tiempo después, esta especie de confesión en público de mi ineptitud se convirtió en una especie de pastiche que hizo que mis performances parecieran algo moderno y desestructurado. Decidí que lo mío sería avant-garde, aunque todavía hoy no sé que significa ese término”.
Así, Steve Martin –hijo de un hosco actor frustrado y más tarde resentido y envidioso por el éxito de su pequeño súbitamente inmenso– realizando pésimos trucos de magia, cantando absurdas cancioncitas con su banjo y haciendo con globos animales incomprensibles y amorfos.
Así, Steve Martin recordando sin ira –pero con algo del dolor del prisionero de guerra– su paso por la Magic Shop y las dickensianas catacumbas de Disneyland donde, un día, ve a una fotógrafa llamada Diane Arbus apuntando su cámara al castillo de la Cenicienta.
Así, Steve Martin riéndose de todo aquello.
Pero serio y en serio.
Y lo de antes, lo del principio: tan bien escrito. El estilo de Steve Martin es puro California: duro y sensible y solemne al mismo tiempo, como si Philip Marlowe se hubiera dedicado a contar chistes. En pocas páginas y con las palabras justas, Martin arranca desde sus endebles y torpes comienzos hasta alcanzar el instante de revelación donde comprende que hasta ahí ha llegado porque no se puede llegar más lejos: para 1979, tiene contratos por dos años, las mujeres caen a sus pies, su absurda canción “King Tut” está entre los discos más vendidos del país, su “Excuse Me” es muletilla de masas, y llena estadios y comprende que sus rutinas íntimas y minimalistas ya no tienen nada que hacer allí afuera. Para 1981 comienzan los ataques de pánico y comprende que “mi número se había convertido en uno de esos pájaros con demasiadas plumas cuyo próximo paso era la extinción”. Entonces Martin lo deja todo para seguir haciendo lo mismo pero en otro contexto.
Born Standing Up –definida por su autor más como una biografía que autobiografía “porque es la vida de alguien a quien yo conocí alguna vez”– funciona también como una excelente exposición sobre la vis cómica y sus misterios a cargo de alguien que –como le dijo alguna vez Elvis Presley entre bambalinas– tiene un “humor oblicuo”: “¿Qué pasaba si no había remates? ¿Si no existían indicadores del estado de ánimo del público? ¿Si lo mío fuera crear tensión y nunca liberarla?”. Las respuestas a todo esto, conviene saberlo, no son graciosas y son muy serias –Martin tiene un diploma en Filosofía y aborda la falta de lógica en el humor con precisión– pero están contadas con gracia por un hombre de pelo blanco que un día resolvió ponerse un traje blanco para “parecer un visitante del mundo legal al que algo raro le había sucedido” y “para que se me pudiera ver bien desde lejos”.
Ahí está, ahí sigue estando.
Y Robin Williams (con quien, nadie es perfecto, Martin alguna vez hizo Esperando a Godot), por desgracia, también.
Me dediqué a la stand-up comedy por dieciocho años. Diez de esos años los pasé aprendiendo, cuatro fueron dedicados a refinar mi arte y cuatro teniendo un éxito demencial. Mi recuerdo más vívido de esos días es el de mi boca estando en el presente mientras que mi mente estaba en el futuro: la boca pronunciando las líneas, el cuerpo haciendo los gestos mientras la mente miraba hacia atrás observando, analizando, juzgando, preocupándose y diciendo qué diría a continuación. Disfrutar mientras actuaba no era algo que me sucedía a menudo. Disfrutar habría consistido en una indulgente pérdida de foco que la comedia no puede permitirse. Después de cada show, sin embargo, yo experimentaba largas horas de gozo o sufrimiento dependiendo de cómo hubiera ido la actuación, porque ser un comediante, a solas y sobre un escenario, es la batalla definitiva del ego.
Mi década fueron los ’70, con varios años extendiéndose a ambos lados de ella. Y aunque mi recuerdo generalizado de ese período es preciso, mi memoria es débil en cuanto a shows específicos. Yo estaba allí, de pie, cegado por las luces, mirando a la oscuridad que hacía que todos los sitios fueran iguales. La oscuridad es esencial: si un reflector enfoca al público, el público no se ríe: sería como ordenarles que se quedaran quietos, sentados y sin hacer ruido. El público era algo necesariamente invisible, con excepción de las primeras filas, desde las cuales alguien que no se reía podía hundirme en el pánico y la desesperación. La jerga del comediante para una noche exitosa es “Los maté”, frase que seguramente tiene sus orígenes en la percepción de que el público es capaz de asesinarte.
La stand-up comedy raramente es ejecutada en circunstancias ideales. El enemigo de la comedia es la distracción y muy raramente los comediantes acceden a un ambiente perfecto donde hacer lo suyo. Yo me preocupaba del sistema de sonido, el ruido ambiente, los tipos que hablaban en voz alta, las bebidas, la iluminación, los súbitos estruendos de cosas cayéndose al suelo, los que llegaban tarde y ese asunto de “¿Será esto gracioso?”. Y aun así, cuanto más inhóspitas son las circunstancias, más divertido puede resultar un número. Supongo que este tipo de preocupaciones mantiene tu mente en forma y los cinco sentidos en acción. Me recuerdo a mí mismo instintivamente postergando el tempo del remate de un chiste para que funcionara en el contexto de un vaso rompiéndose o subiendo mi voz para anular el estornudo de un comensal segundos antes de que la interrupción tuviera lugar.
Lo que yo buscaba era la originalidad de lo cómico y la fama cayó sobre mí como un efecto secundario de ello. Mi historia fue más vacilante que épica: yo no me enfrenté con valentía a aquellos que dudaban de mí sino que fui dando pequeños pasos combinados con unos cuantos saltos de pura intuición. Nunca tuve talento natural –yo no cantaba ni bailaba o actuaba–, pero trabajar en el pequeño detalle me convirtió en alguien con inventiva. Yo nunca fui autodestructivo aunque casi me destruí a mí mismo. Al final, me alejé de la stand-up comedy con cansado adiós y jamás miré hacia atrás, hasta ahora. Hace unos cuantos años comencé a documentar y recordar los pormenores de esta parte crucial de mi vida profesional –que inevitablemente toca mi vida personal– y me acordé de por qué hice lo que hice y por qué decidí abandonarlo.
En cierto sentido, este libro no es una autobiografía sino una biografía, porque es la vida de alguien a quien yo conocí alguna vez. Sí, estos sucesos son verdaderos aunque en ocasiones parecen haberles ocurrido a otra persona, y a menudo me siento como un testigo curioso que pasa por ahí intentando recordar un sueño. Ignoré mi carrera como stand-up comedian por veinticinco años, pero ahora, habiendo terminado estas memorias, contemplo esa época con sorprendente calidez. Parece que, al final, uno acaba recordando con cariño sus años en la guerra.
Introducción a Born Standing Up, de Steve Martin. Trad. de R. F.
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