DVD > LA INCREíBLE SAGA DEL POLLOCK PERDIDO
La noticia apareció en los diarios hace poco más de un año: una camionera norteamericana había comprado un cuadro horrible por cinco dólares para sacarle una sonrisa a una amiga deprimida, pero cuando la amiga no pudo meter tamaño cuadro en el trailer en el que vivía y la vieja camionera lo quiso vender, alguien le sugirió que pensara mejor el precio: podía ser la afortunada poseedora de un Jackson Pollock. Pero el mundillo del arte no le iba a dar un certificado de autenticidad tan fácilmente. Por eso, el documental Who the $&% is Jackson Pollock? no sólo registra las intrigas de esa pelea despareja, sino que termina retratando los modos, miserias y artimañas de una galería de especialistas dantescos que custodian las puertas de la fama.
› Por María Gainza
Simple y llano, así era el mundo de la camionera Teri Horton. A lo sumo, su idea de pasar un rato agradable era tomar una cerveza con su barra de amigos de la asociación de ex combatientes. Cuando quería ir de compras revolvía los tachos de basura detrás de Wal-Mart. Y si le hablaban de arte, automáticamente se le venía a la cabeza un póster de Norman Rockwell. Pero hace quince años, en una parada para comer, Teri estacionó su camión frente a una tiendita de mala muerte en San Bernardino. Para pasar el rato, entró. Entonces recordó a una amiga que andaba deprimida y decidió comprarle algo. Algo bien feo que la hiciera sonreír. Eligió una pintura, inmunda, según ella, una pintura que parecía más un accidente que otra cosa. La dueña del local le pidió ocho dólares, pero Teri, que quería a su amiga pero no tanto, lo sacó por cinco. Esa transacción minúscula como piedrita en el camino haría que su vida pegara un volantazo.
El cuadro resultó ser demasiado grande para pasar por la puerta del trailer de su amiga y terminó en una venta de garaje. Allí, un fin de semana lluvioso lo vio una maestra del pueblo que insinuó que aquellas chorreaduras virulentas bien podían ser un Jackson Pollock. Fue ahí cuando Teri, para quien la pintura era tan espantosa que sólo podía servir para jugar a los dardos, preguntó: “¿Quién mierda es Jackson Pollock?”.
Ese, pero ahora en su versión censurada, es el título de un documental que coloca a Teri Horton como la heroína septuagenaria que contrata a un experto forense para probar que su cuadro es un Pollock auténtico. Lo que sería fácil si no fuera porque tiene a toda la comunidad artística diciéndole que no lo es. Pero su tenacidad la ha convertido en una David de gorrita de béisbol y camisa leñadora tirándoles cascotes a los hieráticos Goliats del mundo del arte. Escrito y dirigido por Harry Moses y producido por Don Hewitt, creador y productor ejecutivo del programa 60 Minutes, el documental parece una comedia de Capra sobre una don nadie que solita le hace frente al sistema. Es la historia sencilla de una mujer porfiada que cree tener la gallina de los huevos de oro bajo el brazo. Y que, contra todo pronóstico, pretende demostrarle al hostil establishment del arte que una camionera puede tener una que otra cosa que enseñarle sobre su mundito fanfarrón.
La cámara sigue a Horton en su cruzada por adentrarse en un círculo condescendiente y arrogante. Pero partiendo hábilmente las aguas del Mar Rojo del dinero y las acusaciones, Moses logra un retrato apasionante sobre un tema lleno de dobleces que termina siendo un estudio en forense, gusto, ambición y clase social. Y así, Who the $&% is Jackson Pollock? se convierte en una exploración desopilante que intenta desenmascarar al mundo del arte, un poco como Super Size Me lo hace con la industria del fast-food y This Film Is Not Yet Rated (aún sin estrenar por estas costas) con el cine.
Prosaica en su narración, breve en su duración, con reconstrucciones de escenas de bajo presupuesto, sin búsquedas de estilo (de hecho parece un documental para la televisión, no muy diferente de una versión extendida de 60 Minutes), la película puede darse el lujo de prescindir de todo porque tiene dos ases en su manga: el primero, un misterio maravilloso narrado bajo las formas del género que los sajones llaman whodunit (“¿quién lo hizo?”), el segundo, un casting inmejorable, una galería de personajes fascinantes. El archienemigo es Thomas Hoving, ex director del Metropolitan Museum, un snob dantesco que niega rotundamente la posibilidad de que el cuadro sea auténtico. Un villano encantador, resbaladizo como una vereda mojada. Después está Peter Paul Biro, el forense encargado de autentificar la obra a través de técnicas de alta complejidad, un nerd que parece sacado de Dr. Strangelove y que durante siete años desmenuzó el cuadro con un peine fino en busca de pruebas. Y Tod Volpe, un embaucador de serpientes, dealer de arte, que volaba alto hasta que cayó en la cárcel por fraude. En el centro está la misma Teri, una viejita loca que puede estar sentada sobre 50 millones de dólares. Para el mundo del arte es una pesadilla plebeya, para otros, una curiosidad kitsch. Garganta con arena y una permanente que le ha dejado el pelo con rulos duros como caracolitos, Horton vive en una casa rodante en Costa Mesa, apenas terminó la primaria y sólo tiene sus agallas para poner en un currículum: “El mundo del arte es un fraude. De pies a cabeza”, dice mientras intenta sortear los aros que le ponen en el camino.
Una linda pelea planteada por el documental es el debate entre la ciencia y el conocimiento y la manera engreída en que ninguno de los dos da el brazo a torcer. De un lado, el saber experto representado por Hoving, el ojo refinado pagado de sí mismo, el árbitro último que exudando pomposidad e hinchazón examina el cuadro con gestos dramáticos y anuncia: “Está muerto al llegar”. Del otro, la ciencia, tan inapelable y soberbia, y su representante, Biro, con un estilo diametralmente opuesto, más templado y juicioso detrás de sus gafas, pero igual de convencido de su verdad: “Es como rastrear a un criminal, pero en vez de averiguar quién cometió el crimen, busco quién cometió la pintura”. Finalmente, en la parte de atrás del lienzo, Biro encontró una huella digital. Ahá, pensó, ahora sí tengo algo de dónde agarrarme. El asunto es que Pollock no había estado en el Ejército y, a pesar de su mítico desborde alcohólico, curiosamente la policía nunca le había tomado sus huellas digitales. Al científico no le quedó más que rastrillar la escena del crimen: en este caso, el estudio del artista en East Hampton, Long Island, donde todo permanece exacto e intacto como el pintor lo dejó. Allí, en una lata de pintura azul, encontró una huella. La comparó con la hallada en el cuadro de Teri y Eureka, resultaron ser de la misma persona. “En una corte, esta evidencia serviría para acusar a un homicida”, dijo Biro.
Pero no es suficiente. A la pintura le falta algo vital, algo que las almas bellas del arte llaman proveniencia. Teri necesita reconstruir el camino que siguió la obra desde el estudio de Pollock hasta el remolque de su camión. Sin ese periplo el cuadro no existe. “La pintura es como Heathcliff de Cumbres borrascosas”, dice Volpe, el canalla que tiene las mejores líneas del documental. “No consiguió la herencia hasta que no obtuvo un título.” Porque el mundo del arte no autentifica una pintura a no ser que se presente una serie de documentos (fáciles de falsificar) que establezcan una cadena de dueños hasta el origen. Todo lo que tiene Teri es un recibo de la tienda Dot. Pero el Sr. Dot ha muerto. Su tienda, cerrado. Y ahí se acaba el rastro.
“Ella no sabe nada, yo soy el experto”, dice Hoving con un bufido. Y continúa “Mi impresión inicial, el blink, fue que no era bueno”. Hoving, que se considera un cazador de falsos, de hecho tiene un libro que se llama The Hunt for the Big Time Art Fakes, describe la sensación de encontrarse con una obra falsificada como un dolor en el estómago, una voz de alerta que viene de muy profundo. En su libro cuenta: “En el museo, cuando estábamos pensando en adquirir una nueva obra, hacía que mi secretario la colocara en alguna parte en la que me produjera sorpresa verla, como un ropero, de manera que cuando abriera la puerta la viera allí. Entonces o bien me gustaba o súbitamente veía algo que no había advertido antes”. Ese momento de intuición pura, lo que él llama “el blink”, es la capacidad de saber sin saber. La parte del cerebro que se lanza a extraer conclusiones de este tipo se llama inconsciente adaptativo y es hoy uno de los campos más estudiados por la psicología. Una parte del cerebro que es capaz de elaborar juicios rápidos a partir de poca información. No es un don otorgado mágicamente a algunos afortunados sino una capacidad que todos poseemos. El problema es que al no saber de dónde proceden exactamente nuestras primeras impresiones, tampoco somos conscientes de su fragilidad. Ni de las sutiles influencias que pueden alterar o cambiar una impresión. El problema de Hoving no es que confíe en su blink sino que confía demasiado ciegamente en él.
“El mundo del arte es una experiencia a lo Alicia a través del espejo”, dice Volpe, “una fiesta de disfraces para personas que llevan máscaras. En el fondo es todo por dinero”. Puede que tenga razón: quizás el problema radique en el uso de objetos de arte como receptáculos casi arbitrarios de enormes cantidades de dinero. Y cuando se dice enormes, es ENORMES. Teri Horton alega haber recibido dos ofertas, una de 2 millones, otra de Arabia Saudita por 9 millones. Rechazó ambas. Su meta es vender la pintura en 50 millones. “¿Qué ves cuándo miras la pintura?”, le pregunta alguien detrás de cámara: “Veo el signo de dólares. Sólo eso”.
De vez en cuando uno duda de si toda la maniobra no será una movida para ganar publicidad. O no. Probablemente la pintura, de ser un Pollock, sea uno malo. Y el snobismo del mundo del arte sea miopía estética. Después de todo, hasta Rembrandt tenía un mal lunes a la mañana (consideremos lo ridículo del calificativo “malo” para un cuadro de Rembrandt). El tema es que Pollock, aun cuando fracasaba, era bueno. O justamente por eso era bueno. Pollock no era Matisse, haciendo todo sin esfuerzo, ni Picasso jugando a Dios con los elementos del arte, su obra estaba llena de conflicto, de chances, de limitaciones, de gracia torpe cayendo como pepitas de oro.
Pero el campamento de snobs no mueve sus vagones y el círculo se cierra sobre Teri. Y no obstante, estos guardianes celosos, de modos suaves, que se enriquecen a través de negocios insulares, parecen amenazados por una viejita camionera. En F for Fake, la extraña película de Orson Welles sobre falsificaciones, hay una escena cumbre que habla del arte y que podría poner fin al tire y afloje si realmente, claro, todo esto fuera un asunto de autoría y no de alguna otra cosa un poco más miserable. Frente a la Catedral de Chartres, Welles dice, de una manera tan increíblemente bien dicha que parece un rezo: “Esto ha estado acá parado durante años. La primera obra del hombre, quizá de todo el mundo occidental, sin una firma. Chartres. Una celebración a la gloria de Dios y a la dignidad humana”. Vamos a morir. Todos nuestros cantos serán silenciados, ¿y qué? Sigan cantando, “quizás el nombre de un hombre no sea tan importante después de todo”. Amén.
Who the $&% is Jackson Pollock? acaba de ser distribuida en los videoclubs locales, en estreno directo, sin pasar por los cines.
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