Dom 10.02.2008
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CINE > CLOVERFIELD: EL FIN DEL MUNDO POR UNO DE LOS CREADORES DE LOST

En patas

¿Cuántas veces vimos a Nueva York destrozada en la pantalla? JJ Abrams, uno de los creadores de Lost, considera que no las suficientes ni del mejor modo. Por eso produjo Cloverfield, una película apocalíptica filmada con el nerviosismo a mano alzada del Blair Witch Project y con un monstruo grande, que pisa fuerte y que mezcla a Godzilla, Al Qaida y los extraterrestres.

› Por Rodrigo Fresán

Lo primero que supe y vi de Cloverfield –como millones de otras personas– fueron sus avances y su poster. Ya saben: la cabeza de la Estatua de la Libertad –filmada con mano nerviosa y camarita portátil digital– volando por los aires de una noche terrible y aterrizando en una calle del Bajo Manhattan, y el paisaje devastado de esa misma Manhattan, a la mañana siguiente, con la decapitada Estatua de la Libertad en primer plano. Y lo primero qué pensé fue en cuándo le darán un merecido Oscar honorífico a la Estatua de la Libertad que tanto ha venido sufriendo –como unidad de medición de tanta catástrofe– en tanta película a la hora de dar la cara y de poner el cuerpo. Nos enteramos del estado de las cosas y de la gravedad del asunto –siempre, ya sea en un planeta regido por monos o abofeteado por el súbito cambio climático– viendo cómo quedó o qué tal la está pasando la Estatua de la Libertad.

Y en Cloverfield –lo segundo que pensé fue en que yo tenía que ver esa película– las cosas están mal y el asunto es muy grave.

PISAR FUERTE

Después –casi enseguida– me enteré de que Cloverfield era “una de monstruos”. Otra de esas películas en las que un monstruo llega a la gran ciudad y procede a visitar y a destruir –con rara e intuitiva puntería– los sitios turísticos más frecuentados. King Kong fue el primero y el monstruo de Cloverfield –una cruza entre dinosaurio y algo más– no será el último. Supe también que –aunque el director fuese un tal Matt Reeves– el verdadero cerebro detrás de la cuestión no era otro que J.J. Abrams: el creador de Alias (innovadora telenovela de espionaje a la que no pasa día sin que yo la extrañe) y de Lost (a la que ya no le tengo paciencia) y de la inminente Fringe (serie “con científico loco” que ha sido definida como una mezcla de The Twiligth Zone, X-Files y la poco valorada Estados alterados de Ken Rusell que nos reveló a William Hurt).

Y, sí, Abrams es un especialista en mezclar ingredientes y Cloverfield es un cocktail de Godzilla con The Blair Witch Project. Y la verdad es que –con apenas 73 minutos de jadeo, alarido y miedo puro– funciona bien y refresca mejor. Uno sale del cine satisfecho y feliz como niño sometido a radiactiva sobredosis proustiano-epifánica de Sábado de Súper Acción. Y uno no es el único, claro: el film ha probado ser un éxito descomunal en los Estados Unidos (el estreno de enero más exitoso de la historia, críticas de buenas a muy buenas) y despertado las más variadas reacciones: están los que consideran que revoluciona el panorama (y exageran), los que la acusan de mal gusto y de “Al-Quaidzilla” y de lucrar apenas inconscientemente con el sólido fantasma del 11 de septiembre del 2001 (y exageran), los que prefieren entenderla como una condena simbólica del neo-yuppismo teen americano (y exageran) y los que la entienden como una denuncia de la taradez del Homo Rec adicto a grabar y a comentar en el acto y por vía tecnológica absolutamente todo lo que le está pasando (y también exageran).

Sin exagerar: Cloverfield es muy divertida en su gracia verité, documentando un puñado de horas definitivas en las vidas de varios jovencitos adinerados corriendo por sus vidas, porque, por una vez, democratiza el paisaje del género. Aquí la cuestión no pasa por la jerga de hombres de ciencia intentando comprender qué ha pasado (de hecho jamás llegaremos a saber qué es el monstruo gigante y si proviene del espacio exterior, de las profundidades del mar o de un laboratorio top-secret). Tampoco transcurre por las estrategias de militares, que en Cloverfield –código castrense para bautizar al “incidente” como títulos para el disk recuperado en el sitio “alguna vez conocido como Central Park”– son apenas un borrón vociferante y casi histérico que no saben para dónde disparar o salir disparando mientras descubren que Vietnam/Bagdad es un juego de niños comparado a esto.

Y esto es la palabra clave.

“No entiendo por qué está pasando esto”, solloza alguien en un momento. Abrams no tiene ese problema. Y supongo que Abrams –a quien se le ocurrió hacer esto luego de una visita a una juguetería japonesa con su hijo– será muy feliz. Porque aquí no hay ninguna necesidad de dar las –me temo– ya imposibles explicaciones más o menos lógicas que los adictos a Lost todavía esperan como si se tratara de un mensaje del Mesías II. Lo verdaderamente interesante e innovador de Cloverfield y de lo que sucede en esta isla tanto más cercana que la de Lost –muy por encima de su diabólica campaña publicitaria generando interés y tensión con modales de “viral marketing” en Internet y alrededores, el anticipo sin título antes de que proyecten Transformers, su factura verité mucho más cara que aquella de la Bruja en el bosque, y las advertencias en cuanto a posibles vómitos y mareos durante su exposición– es que, por una vez, les da tiempo y espacio al hombre y a la mujer común. Esos y esas a quienes vimos correr y gritar por las calles de tanta película pasada y que, sí, de pronto se detienen y miran a lo alto y alzan los brazos y son aplastados por una pata gigante que pisa fuerte.

LA FIESTA INOLVIDABLE

Así, Cloverfield es una película de miedo que trata sobre el miedo y que cuenta –propongo a Douglas Coupland para que se haga cargo de una magistral novelization– las últimas horas en las vidas ya no tan privilegiadas de un puñado de brillantes y opacos chicos ricos sin tristeza. Malos actores guapos en buenas y feas situaciones. Lo que empieza como una fiesta de despedida sorpresa para Rob (quien parte a Japón a asumir una vicepresidencia de algo) se convierte en la desesperada travesía para rescatar a Beth (su fugaz novia). Por el camino –de Downtown a Uptown– la gente va muriendo y todo es registrado como nerviosa home-movie por Hud (un buen tipo que habla demasiado). Y esto es lo, también, muy celebrable de Cloverfield: en el fondo, pero siempre visible desde la superficie, no es otra cosa que una heroica love story. Una “romántica” que, además, goza y hace disfrutar con un recurso narrativo que ya querría tener una película “seria” y que produce admiración y da envidia: la grabación de los acontecimientos de esa noche terrible del 22 de mayo va progresiva e inexorablemente borrando lo sucedido y registrado, poco menos de un mes atrás, el 27 de abril, un día perfecto en la vida de dos enamorados flamantes con aparentemente todo el tiempo y la vida por delante. De este modo, en Cloverfield, segundo a segundo, el amor es tachado por el horror.

Y así por encima de su espectacularidad, Cloverfield parece más cercana a La noche de los muertos vivientes o La invasión de los usurpadores de cuerpos: películas pequeñas, humanas y tan domésticas como lo que va filmando y no deja de filmar esa camarita. O tal vez ahora exagero yo. Pero desde ya que es mucho pero mucho mejor que ese decepcionante despropósito que resultó ser La guerra de los mundos de Spielberg & Cruise.

Reeves y Abrams ya están hablando de la posibilidad de secuelas y allí también se muestra y se demuestra cierta agradecible y monstruosa originalidad: porque parece que las continuaciones de Cloverfield no serán prequels o continuaciones sino que transcurrirán al mismo tiempo. Hay un momento muy fugaz, antes de que se venga abajo el Puente de Brooklyn, en que Hud filma a otro tipo que está filmando con otra camarita. Cloverfield II sería, entonces, lo que filmó esa otra cámara esa misma noche. De hecho, podrían existir innumerables versiones de Cloverfield en abismo, multiplicándose en los visores de miles de cámaras y en pantallitas de teléfonos móviles como esos pequeños y mortales monstruos que escupe o defeca o da a luz el gran monstruo. Y tal vez, en alguna de ellas, veremos lo que siempre quisimos ver por fin hecho realidad: a esa insoportable estudiante de Felicity –otra created by J. J. Abrams junto a Matt Reeves–- siendo primero masticada y después escupida por algo que no sabemos qué es o cómo se llama pero que, parece, llegó para quedarse.

O –ahora que lo pienso– mejor todavía: Felicity Parker aplastada por la cabeza de la Estatua de la Libertad.

Eso.

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