Domingo, 17 de febrero de 2008 | Hoy
CINE > JOHNNY GUITAR: CUANDO EL WESTERN FUE MUJER
Un guión clásico y a la vez único, una Joan Crawford en la cima de sus capacidades y un director que encontró la película perfecta para dar cuerpo a sus propios fantasmas existenciales. Johnny Guitar es un western para el que los innumerables elogios que recibió siempre resultan pocos: el western nunca había tenido, ni volvió a tener después, una mujer de armas tomar al frente de un clásico así.
Por Mariano Kairuz
Un western de mujeres. Se escribió infinidad de veces sobre el carácter rupturista de Johnny Guitar, la obra maestra del director Nicholas Ray estrenada en 1954. Un western en el que, citando a Ray, “las fuerzas activas son las mujeres”. Y aunque es cierto que el gran personaje de la película no es el Johnny “Guitarra” del título original (Sterling Hayden) sino Vienna, la Mujer pasional (del título en castellano con que se estrenó por acá en su época) a la que le pone el cuerpo Joan Crawford, como es cierto que al final tiene lugar un duelo entre ella y otra mujer furibunda, también es verdad que uno de los temas centrales de la película es el de cualquier western: la violenta irrupción del capitalismo y la civilización. No la de la conquista y la masacre del indio sino la llegada de los otros, de nuevos pobladores, desde el Este y desde toda la nación, a través del ferrocarril, y la amenaza al viejo estilo de vida. Pero sí: Johnny Guitar es una película rara, una obra extraña en el mundo del western, por la manera en que cuenta esto mismo, la forma en que plantea este momento de transformación en la historia norteamericana, pintándolo como un descenso a la locura, sin retorno. Desesperación, enajenación. Y sí, también, por supuesto, un torbellino sexual.
“No me interesan las puritanas como Grace Kelly”, dijo Ray, en abierta referencia a otras “damas”, tanto más pasivas, que como la futura princesa de Mónaco habitaron el western, en su caso uno tan recordado y discutido como A la hora señalada, dos años antes. La respuesta de Ray a esos personajes femeninos inofensivos fue como un viento huracanado; como la tormenta que acecha al principio de Johnny Guitar y asienta el tono de lo que vendrá: la Crawford, especialista ya en mujeres duras, se encaminaba hacia la fatal manipuladora de Abeja reina (1955); su duelo de psicópatas con Bette Davis en ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962); y eventualmente su loca criminal en Camisa de fuerza (1964). Cuando Crawford entra en escena por primera vez, Ray la filma como un cow-boy más, y ella, sin superar el 1,65 metro de estatura, se ve más alta, fuerte e imponente que cualquiera de sus asistentes y sus contrincantes varones, que siempre llegan en manada a increparla. Un rato antes del final sabemos que la locura ya se ha apoderado de la historia, cuando la vemos recibir a su enemigo no ya con su varonil pantalón oscuro sino de enorme vestido blanco, tocando el piano de su salón-caverna contra el increíble fondo de piedra roja. La locura en la que se sumen los que pujan para conservarlo todo como está, y la frustración y el desarraigo de ella, que ha de aceptar el paso del ferrocarril, y que decide enfrentar a la ley acogiendo y hasta encubriendo a los renegados. En la escapada final, ella cambia su vestido blanco por una camisa de un rojo furioso. Así son también los colores de esta película: rabiosos, saturados, expresionistas, virtualmente inexistentes en la naturaleza, fotografiados en el sistema, poco después abandonado, del Trucolor. La flamante copia de Johnny Guitar que exhibe la Filmoteca en el marco de Duelo de titanes: Sam Fuller vs. Nicholas Ray (con una decena de películas de cada uno de estos dos directores enormes), la primera vez en muchos años que puede volver a verse en fílmico en Buenos Aires, promete restituir todos y cada uno de esos colores, los colores de la locura.
Un western protagonizado por mujeres (hubo otros, como Forty Guns, de Sam Fuller, con Barbara Stanwyck) que no necesitó mostrar a los hombres como pusilánimes, no a todos al menos, para hacer su reafirmación feminista. Ella le confiesa a su amado Johnny que, para erigir ella sola ese salón que ahora las autoridades quieren quitarle, ha hecho sacrificios que no se animaría a enumerarle. Y es ella misma quien define a su némesis, la neurótica, autoritaria y poderosa Emma (Mercedes McCambridge, una joven actriz que dos años después ganaría un Oscar por su actuación en Gigante) por su signo y su deseo sexual: “El Dancing Kid la hace sentir como una mujer. Y eso la aterra”. Emma, como Vienna, pero del otro lado, encarna todas las tensiones que se cruzan y se confunden en el relato: la sexual –es una mujer fuerte capaz de hacer matar al hombre que ama si no va a ser suyo– y el miedo a la llegada de los de afuera y al fin de un estilo de vida. Pero es probable que la voz de Ray esté en el personaje de Johnny Guitar, quien, observador pasivo durante casi toda la película, pronuncia la frase más citada del guión y la que más la define en relación con el resto de la obra del director: “Yo mismo soy un extraño en este lugar”. El desarraigo, la enajenación, son un tema en la vida de Ray. Un hombre con una resolución narrativa independiente pero tironeado por la industria, que cuatro años antes filmó Muerte en un beso (In a Lonely Place, 1950, también se da en este ciclo) con el mejor Humphrey Bogart como un guionista cínico y cansado de Hollywood, de sus reglas, de sus productores y hasta del público masivo y su vulgar concepción de un “film épico”, pero que sigue trabajando para aquellos que detesta. Un año después de Johnny Guitar, Ray filmó Rebelde sin causa para la Warner; casi una década más tarde hacía la monumental 55 días en Pekín, que le costó un infarto y con la que prácticamente cerró su carrera como director. En 1975, cuatro años antes de su muerte, se estrenaba un documental de una hora sobre él, titulado, claro, I’m a Stranger here Myself: Yo mismo soy un extraño en este lugar.
Johnny Guitar no cosechó todas las adhesiones que una obra maestra tan rara como ésta debería, pero despertó fanatismos. Existe un sitio oficial de una cosa llamada “Johnny Guitar Society”, especie de club de fans –de la película y no del musical al que fue adaptada hace tres o cuatro años– en el que puede leerse una cita del libro de 1977, Conversaciones con Joan Crawford, donde su propia protagonista reniega del film: “Debería haberme hecho revisar la cabeza. No hay ninguna excusa para hacer una película así de mala, ni para que yo haya participado en ella”.
Pero la película volvió locos a los Cahiers du Cinéma. Truffaut declaró: “Johnny Guitar ha tenido una importancia mayor en mi vida que en la de Nicholas Ray. Es una película poderosa y profunda en lo que hace a las relaciones entre hombres y mujeres”.
Y también a Martin Scorsese: “No hay otra película como ésta. Johnny Guitar es una de las grandes obras operísticas del cine, elevada a un tono compulsivo y apasionado de principio a fin. El ritmo lento, la intensidad creciente, la imparable banda sonora de Victor Young. Cuando se estrenó, mucha gente en Estados Unidos esperaba un western; y Johnny Guitar parecía un western, se veía como un western, pero la gente no sabía cómo tomárselo, así que lo ignoraron o se burlaron. En Europa, sacado de su contexto americano, vieron un film totalmente distinto: una película intensa, estilizada, llena de ambigüedades y un subtexto extremadamente moderno”. Y Ray fue rey, pero, como siempre –repetido signo de locura de Hollywood, que expulsó a varios de sus mayores maestros–, de otro lugar.
Johnny Guitar se proyectará el viernes 22 de febrero a las 20 y el domingo 2 de marzo a las 15. Pero también vale la pena ver el resto del ciclo Duelo de titanes: Sam Fuller vs. Nicholas Ray, en el que se proyecta una decena de películas de cada uno de estos dos grandes directores a lo largo de todo el mes, en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415. Programación completa en www.malba.org.ar
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