FENóMENOS > UN NUEVO BROTE DE JANEAUSTEN-MANíA
Fue la primera escritora con sensibilidad moderna. Escribió seis novelas, todas brillantes, y vivió sólo 42 años. Una voz clara, punzante y hermosa; una observadora irónica de las costumbres que desestabiliza todo orden. Jane Austen es la escritora siempre vigente que el cine adora adaptar. En los próximos meses, su figura vuelve a invadir la cultura pop, con las películas Becoming Jane y The Jane Austen Book Club. Y se conocerá en castellano su novela epistolar Lady Susan. Radar adelanta de qué se trata esta nueva avanzada y, de paso, homenajea a la protagonista.
› Por María Gainza
Pocos autores despiertan semejante ternura en sus lectores. Sus admiradores, al contrario de lo que sucede con, digamos, Shakespeare o Byron, la llaman por su nombre de pila, Jane. A secas. Como si la conocieran de toda la vida. Tal es la capacidad de Jane Austen de generar intimidad. No debe sorprender entonces que cada tanto una ola janeaustiana rompa sobre la escollera de la cultura pop y, si bien no arrase con todo, salpique lo suficiente para que advirtamos su presencia. Ahora, en el horizonte no tan lejano, vemos subir el agua: dos películas, Becoming Jane y The Jane Austen Book Club, más una edición inédita de la novela epistolar Lady Susan (en marzo en las librerías), vuelven a poner a la reina de la ironía doméstica en su trono. Y la apacible tranquilidad familiar, así como la conocemos, tiembla. Después de todo, Jane Austen puede producir más drama en el corazón de un hogar que la mayoría de los autores en un naufragio, un incendio o una batalla naval.
Es una verdad universalmente reconocida que toda novela de Jane Austen anda en busca de un director que la lleve a la pantalla. Pero hay un límite a cuántas remakes de Orgullo y prejuicio se pueden hacer, cuántas actrices pueden interpretar Emma o cuánto sexo se le puede agregar a Persuasión. Sumado a que Jane Austen misma ha dado claras señales de que no piensa seguir escribiendo. La solución es simple: si no quedan novelas, hagamos de su vida una novela. Eso pensaron los productores de Becoming Jane y convirtieron a la autora en una heroína al estilo Austen. De paso se garantizaban un vestuario adorable, soñadas casas de piedra y un diálogo picante.
El asunto es que nadie que haya estudiado la vida de Jane Austen se la confundiría con la de, por ejemplo, Hemingway o Burroughs. Dicen que había en la rutina diaria de la novelista inglesa una marcada ausencia de deportes extremos y de drogas. “De eventos, su vida estuvo singularmente vacía”, escribió su sobrino Austen-Leigh. Un poquito de escándalo hubiese sido aconsejable. Como no lo había, hubo que inventarlo.
Anne –El Diablo se viste de Prada– Hathaway es la actriz principal y se parece tanto a Jane Austen como Scarlett Johansson se parecía a la chica de Vermeer en La joven con el aro de perlas. La película cuenta la hipotética historia de amor entre Jane y Tom Lefroy, un abogado irlandés a quien la escritora conoció en un baile por la Navidad de 1795. Cuando unos días después se separaron, ¿fue el final de un coqueteo intrascendente o una tragedia que marcaría su literatura futura? El director Julian Jarrold no tiene dudas, lo que lo animó a exagerar el suceso hasta convertirlo en un drama épico. Drama que alcanza su total desconsuelo cuando, muchos años más tarde, un maduro Lefroy se topa con la ahora exitosa Jane y le permite saber a través de sus ojos vidriosos que aún lamenta “lo que pudo haber sido”.
La película supone, un poco absurdamente, que todos los elementos de Orgullo y prejuicio estaban en la vida de Jane prontos a ser llevados a un libro. La madre obsesionada con casar a su hija y verla trepar por la escalera social: “El afecto es deseable; el dinero, absolutamente indispensable”; el padre soñador, más apoyo emocional que financiero; y el joven arrogante, prototipo de Darcy (en el papel, James McAvoy recuerda a un Bob Dylan en sus años de trovador), que visita la casa de Jane y se burla de sus intentos de hacer literatura.
La verdad es que se sabe poco de la relación. En sus cartas a su hermana Cassandra, casi el único documento histórico que sobrevive, Jane lo menciona unas dos veces. Parece que la relación generó cotorreo: “Casi tengo miedo de decirte lo que hicimos mi amigo irlandés y yo. Imagínate lo más libertino y asombroso en la manera de bailar y de sentarnos juntos. Sólo tiene un defecto... que confío que el tiempo eliminará totalmente: es que lleva un chaqué demasiado claro”. Cinco días después: “Confío en recibir una oferta de mi amigo en el curso de la velada. La rechazaré, desde luego...”. Para los lectores de Austen es difícil de lamentar. El verdadero Lefroy terminó siendo jefe de Justicia de Irlanda y la idea de Jane como una esposa devota compartiendo sus soirées con la crema de la profesión legal, en lugar de sentarse tranquila en su casa a escribir sobre Emma Woodhouse, es horrible.
La Jane de Anne Hathaway es inteligente y creíble, pero nunca asoma en ella aquella observación infatigable (“Busco un sentimiento, una ilustración o una metáfora en todos los rincones de la habitación”), aquel constante ver lo que otros no, que está presente en cada línea que escribió la autora. Pero una vez que se admite que la Jane de la pantalla poco tiene que ver con la Jane real, la película es linda de ver.
No ocurre lo mismo con el bodrio colosal de The Jane Austen Book Club. Una adaptación del best-seller de Karen Joy Fowler sobre un grupo de mujeres en crisis, fanáticas de Austen, que se reúnen a leer sus libros y ven sus vidas reflejadas en ellos. Seis personajes, seis novelas, seis meses para leerlos. El infantilismo, las risitas, las mujeres –su parecido a mujeres de verdad es tenue– discutiendo si tal personaje es atractivo o no, resultan tan irritantes como una uña arañando un pizarrón. Es la clásica película para chicas, lo que los norteamericanos llaman chick-flick. Y, en rigor de verdad, no merece más que un párrafo. Aunque, nobleza obliga, hay que admitir que hace el uso más zarpado de Austen del que se tenga memoria cuando un apetecible mozalbete se tapa su erección con un ejemplar de Persuasión.
Dentro de la austen-manía, la edición de Lady Susan por la flamante editorial La Compañía es, por lejos, lo mejor. Una novelita de ciento y pocas páginas donde, a través de una serie de cartas, se despliegan las intrigas de Lady Susan Vernon. Un ser amoral, una psicópata y viuda reciente que pergeña matrimonios de conveniencia para ella y su sometida hija. Lady Susan es fascinante como personaje porque no tiene nada querible, y aún así no cae en desgracia sino que, como muchas veces ocurre en la vida, de una manera u otra termina saliéndose con la suya. Es seductora y perversa, y escribe cartas delirantes, un poco como lo hacía otro ser adorablemente atractivo, el Vizconde de Valmont en Las relaciones peligrosas (1782), obra cuyo formato epistolar probablemente inspiró a Jane. Escrita en algún momento antes de 1805 pero publicada recién en 1871, la novela parece ser la única vez en que la autora centró su atención en la decadente alta sociedad londinense. Ya que, por lo general, Austen afilaba su pluma sobre el microcosmos pueblerino. Ella misma señaló: “Unas tres o cuatro familias en una ciudad rural forman la base material de trabajo”.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo era físicamente Jane Austen. No hay un retrato definitivo salvo el torpe dibujo en lápiz y acuarela que dejó Cassandra. Allí se ve a una mujer simplona, del lado incorrecto de los treinta. Tan común que hace poco la editorial Wordsworth decidió fotoshopearla y agregarle extensiones y colorete. Parece ser que una de las escritoras más inspiradas de todos los tiempos no era suficiente inspiración para poner en la tapa de sus libros. Aun cuando debajo de su gorrito y de esos ojos almendra ardiera la primera sensibilidad moderna.
“Dudo que sea posible mencionar a otro autor notable que haya vivido en tan completa oscuridad”, escribió su sobrino. Atribuir opiniones en base a sus libros es peligroso, pero se puede decir que a Jane no le interesaba un comino estar casada. En una de sus cartas menciona que recibió una propuesta de matrimonio. La aceptó y al día siguiente la rechazó. No quería casarse con un hombre soso, con el carisma de un palito, fuera rico o pobre. Y creía que una mujer joven, soltera y con inteligencia era una criatura maravillosa, con absoluto poder –aunque sea el poder de resistirse– sobre los deseos de un hombre. Austen veía la fragilidad de la circunstancia. La fuerza de la fragancia y la delicadeza de la flor.
La verdadera Austen existe en sus novelas como una inteligencia veloz, haciendo observaciones generales para un minuto después meterse en la cabeza de algún personaje y después correr al jardín y escuchar una conversación en voz baja a través de un seto. Su técnica es viva y brillante. Hay quienes le critican su desconexión del mundo. Es verdad que por sus novelas nadie sospecharía que Inglaterra estaba en guerra con Napoleón. Y sus opiniones sobre la esclavitud o el imperialismo jamás se escuchan. Puede parecer extraño que una de las autoras que más amplió la conciencia moderna haya estado preocupada exclusivamente por comprar muselina a cuadros, por saber si el pato y el jengibre en conserva estarían listos para la cena o si las fresas del jardín ya estarían maduras. No obstante, puede que justamente ahí radicara su genialidad: en la capacidad de darles la espalda a los grandes asuntos para volver su mirada sobre la vida, siempre tan sostenida por alfileres, de personas comunes.
Es probable que Orgullo y prejuicio sea su novela más graciosa y Persuasión, la más lograda. Pero lo que hace a sus historias tan seductoras, es la forma en que la ironía se despliega. Lo que es absurdo para nosotros no lo es para los personajes. Porque ése es su mundo, el único que tienen y, en realidad, el mismo que el nuestro, sólo que nos ha sido dado el privilegio de reírnos de él desde afuera. Suponemos que el tonito punzante del narrador es Austen misma. Pero es difícil de saber. ¿Ella satiriza cosas que encuentra tontas o por las que se siente atraída? Su burla, ¿revela o cubre sus sentimientos? De todas formas, su humor es lacerante: “Ayer, la señora Hall de Sherborne dio a luz a un niño muerto, unas semanas antes de lo que esperaba, por culpa de un susto. Supongo que miró a su marido sin darse cuenta”.
Jane Austen nació en 1775 y murió en 1817, a los 42 años. Dejó seis novelas. Todas sobre amor, herencias y matrimonios. Las heroínas son mujeres jóvenes e inteligentes. El lenguaje es elegante. Las oraciones, hermosas. El ingenio, devastador pero no vicioso. Su voz, clara, cristalina como arroyito de montaña. Abran cualquiera de sus novelas y la sabiduría vuela de las páginas, expandiéndose mucho más allá del drama angosto del ámbito familiar. Un par de frases cualesquiera, al azar: “Era una persona simple. La empresa de su vida la cifraba en casar a sus hijas; sus distracciones eran el visiteo y los chismes”, es una observación compacta sobre clase y naturaleza humana en apenas veintitrés palabras. Todas las novelas terminan con matrimonios apropiados (aunque la idea de pasarse el resto de sus días hablando con Mr. Knightley puede resultar perturbadora). Los argumentos tratan sobre cómo las mujeres obtienen esos matrimonios.
Charlotte Brontë acusaba a Jane de ser demasiado cerebral y falta de pasión. Pero toda adolescente, en algún momento, cree ser Elizabeth Bennet, no todas creen ser Jane Eyre. Todos conocemos a una mujer tratando de decidir si un tipo es el adecuado para ella. No todos conocemos a un tipo adecuado que guarda una loca en el altillo. Qué lástima que Jane Austen naciera antes que Mark Twain. Qué hubiera dicho –irónicamente– sobre él. Quizás hubiesen sido almas gemelas guiñándose el ojo por sobre el pianoforte cuando nadie miraba.
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