Dom 24.02.2008
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PERSONAJES > BLACKIE, VISIONARIA Y ENIGMáTICA

Volver a volar

Gran parte de la historia de la televisión argentina está ligada a una mujer enigmática y contradictoria: Paloma Efrom, que se llamó a sí misma Blackie, una productora intuitiva y una de los mejores entrevistadores que ha conocido el medio. Cantó jazz, vivió en Estados Unidos, ocupó la dirección artística de Canal 7, produjo contenidos tan dispares como los de Odol pregunta y Titanes en el ring, estimuló las carreras de Tato Bores y Roberto Galán. Pero su figura vive una mezcla de olvido y misterio, un poco por la criminal falta de archivo, otro poco porque ella cuidó de su privacidad con uñas y dientes. Sin embargo, la escritora Myriam Escliar logra revelar algunos secretos en Blackie, con todo respeto, una biografía novelada que se mete en la intimidad de la gran dama judía de anteojos oscuros.

› Por Hugo Salas

Por allí circula una anécdota –de seguro apócrifa, pero deliciosa–- según la cual, al momento de volver a la televisión en democracia, una vez superado el alejamiento impuesto por quienes la consideraron “pegada” a los gobiernos militares, Mirtha Legrand habría recibido una instrucción muy precisa de su marido y mentor, Daniel Tinayre: “Chiquita, ahora tenés que ser Blackie”. En lo que hoy, a nuestras orejas, hace plausible el chisme (la efectiva reconversión de la Señora en una entrevistadora en ocasiones implacable, de tendencias más o menos liberales), no deja de hacerse oír la memoria de uno de los personajes más singulares que haya dado la televisión argentina: Blackie, esa mujer de anteojos oscuros que definió un modo de hacer delante y detrás de la pantalla.

¿Pero quién fue esa mujer que además de sus propios éxitos, como el legendario Volver a vivir, ocupó la dirección artística del primitivo Canal 7, produjo contenidos tan dispares como Odol pregunta y Titanes en el ring, fomentó las carreras de Tato Bores, Roberto Galán y muchos otros, e incluso se dio el lujo de quitarse de encima a Bernardo Neustadt de Prensa visual, con la anuencia de Alejandro Romay?

Según Myriam Escliar, autora de Blackie, con todo respeto, biografía novelada que constituye el primer trabajo minucioso sobre el personaje que se publica en el país, “resultó muy difícil acceder al costado humano de alguien que hacía un culto de la privacidad, impenetrable incluso para quienes trabajaron mucho con ella. De hecho, yo misma fui la primera sorprendida de que no hubiese nada sobre ella, y cuando se lo comenté a Moshe Korin, director de la editorial Milá, me contrapropuso que lo escribiera. Fueron dos años de ardua investigación, y comprendí por qué nadie lo había hecho antes. Costó mucho; los familiares no colaboraban, y quienes sí estaban dispuestos a hacerlo –personas que habían trabajado con ella o un especialista como Carlos Ulanovsky, muy generoso–, sólo podían informarme de su carrera profesional. Afortunadamente, una estudiante de periodismo que estaba haciendo su tesis sobre Blackie me dio un dato invaluable: el teléfono de Leocadia, una mujer que trabajó en su casa durante años, y a partir de su testimonio pude construir un mejor retrato de la persona”.

Los comienzos

Paloma Efrom nació en el seno de una familia judía en 1912. Cuando tenía 14 años, su madre enfermó gravemente y ella decidió cuidarla, por lo que dejó de lado la instrucción formal pero no el estudio. Como autodidacta, llegó a dominar, además del español, el idish, el hebreo, el inglés, el francés, el italiano, el portugués y el alemán. Le interesaron la música y la actuación, y a los 20 años se fue a vivir sola, “toda una revolución para la época –reflexiona Escliar–, en la que fue decisiva, como en tantas otras cosas, la influencia de su padre, Iedidio Efrom, un personaje muy curioso, que no dudó en apoyarla y alentarla a obtener su propia independencia económica”.

Gracias a sus conocimientos de inglés, Paloma comienza a trabajar en Icana, donde toma contacto con los negro spirituals, que habrían de llevarla al jazz y el soul, música muy poco conocida en la Buenos Aires de los años ’30. En 1934, se presenta al concurso de Jabón Federal en radio Sténtor, que gana cantando “Stormy Weather”, hoy un estándar de los hermanos Gershwin. Tuvo éxito, y de la mano de Eduardo Armani llegaría a cantar en el Teatro Colón. En el libro, Escliar refiere que Jaime Yankelevich, el zar de la época, llegó a ofrecerle el doble de lo que ganaba por dejar el jazz y dedicarse al tango, mucho más popular. “Sin embargo –lamenta–, de todo eso no quedó nada, ningún registro. Hay algunas fotos, muy curiosas porque se la ve muy linda, y ella siempre se creyó fea, pero no registros sonoros. Ni de la radio ni de Canal 7, nada.” Fue entonces cuando su padre, una vez más, la convenció de algo impensable para la época: mudarse a Estados Unidos para conocer de cerca la cultura negra, aprovechando que uno de sus hermanos vivía allí. Durante sus siete años en el misterioso país del norte, no sólo traba relación con algunos de los personajes más importantes del jazz y del cine (Louis Armstrong, Duke Ellington, Count Basie y Ella Fitzgerald, entre otros), contactos que habría de capitalizar en su futura carrera televisiva, sino que además busca sumergirse en ese mapa cultural distinto, inscribiéndose en una universidad de población negra (el segregacionismo era moneda corriente aun en las ciudades más progresistas) y recorriendo los más insólitos lugares. “En el libro yo me permito imaginar incluso una visita a un prostíbulo –comenta la autora–. Desde luego, no tengo el dato fehaciente, no eran cosas que uno comentara en aquella época, pero al ser una biografía novelada, tengo derecho a deducir qué cosas habrían podido interesarle según su personalidad. Y lo cierto es que era una mujer muy progresista y muy curiosa, muy inquieta, que es a fin de cuentas lo que le dio el empuje para llegar a los lugares a los que llegó. Así fue como trabó contacto con Ben Gurión y por su intermedio con Golda Meir, por ejemplo. O como conoció a Fellini en Italia. Estaba todo el tiempo rompiendo barreras, y con eso les abrió las puertas y sobre todo los ojos a muchas mujeres de la época. A fin de cuenta, si ella, en su doble calidad de mujer y judía, había podido, las demás también podíamos.”

Radiofonía y televisión

De vuelta en Buenos Aires, ya con el seudónimo Blackie, sigue cultivando el jazz, lo que la lleva a presentarse en el Maipo junto a Pepe Arias, por quien conoce a su marido, Carlos Olivari. “Un bohemio, un hombre de la noche –rememora Escliar–, y en este sentido, contradictoriamente, ella era muy convencional, un poco Susanita, le importaban mucho los horarios de la comida y era una obsesiva de la limpieza. Alguna gente que los conoció dice que él le era muy infiel, y es muy probable. De modo que a los diez años se separaron, pero yo creo que ella siguió amándolo toda su vida, cuando él murió fue un golpe tremendo para ella. Este matrimonio es uno de los puntos oscuros, de todos modos, porque en un librito que recopila algunos testimonios de Blackie, ella dice que su padre lo quiso mucho a Olivari, sin importarle que fuera goy. Sin embargo, al parecer, su padre, que era hijo y nieto de rabinos, era muy religioso, y algunas personas que lo conocieron dicen que en verdad, al saber del matrimonio, se tiró al piso del templo de Libertad y se rasgó las vestiduras, en inequívoca señal de duelo. Y hay quien dice que lo odiaba, en realidad, por cuánto la hizo sufrir a ella. Como fuera, Blackie no volvió a tener otra relación sentimental importante, lo que incluso generó rumores de un supuesto lesbianismo, que yo en el libro descarto.”

Durante esos mismos años, a la par de su carrera como cantante, comienza una prolífica actividad en la radio: a Diálogos con Blackie, en Belgrano, le sucede La mujer y la tarde con Blackie, en Continental. Su popularidad la lleva a debutar en comedias musicales e incluso en el cine, en películas como Cristina y Luces de Buenos Aires, pero el gran cambio llegaría en los años ’50, cuando los dueños de la Agencia Naicó (José Cibrián, Ana María Campoy, Juan Carlos Thorry y Tito Bajnoff) le ofrecen un espacio en televisión, a las 21. Sin mucho tiempo para ensayos (la oferta la recibió el mismo día de su debut), Blackie juntó fotografías de su archivo y mientras las desplegaba ante la cámara, refería anécdotas de sus años en Estados Unidos. Cita con las estrellas fue un éxito que se extendió durante siete años, y poco después, en 1954, le merecería la invitación de Cecilio Madanes a compartir la dirección artística de Canal 7. De allí en más, el resto es leyenda. Gran parte de lo que la televisión llegó a ser en Argentina estuvo directamente relacionado con esa mujer enigmática y contradictoria, signada por una vida totalmente singular, que fue Paloma Efrom, Blackie, una productora intuitiva y quizás uno de los mejores entrevistadores que ha conocido el medio.

¿Pero quien era Paloma?

“No era fácil –sonríe su biógrafa–. No aceptaba ningún tipo de imperfección, propia ni ajena. Era infatigable, obsesiva y levantaba una muralla que la separaba de los demás, incluso de aquellos con quienes trabajó durante años, como Armando Barbeito. Además, era muy mal hablada, puteaba en forma permanente. Yo recreo una escena, que me parece totalmente plausible, donde alguien le pregunta si es cierto que ella es la persona peor hablada de los medios, y su respuesta es: ‘Sí, es verdad, pero a vos, ¿qué carajo te importa?’. En fin, es esa distancia que aparece también en su imagen, siempre con las gafas oscuras, que para mí era un detalle clave. Una vez le pregunté a alguien que había trabajado con ella qué escondía detrás de los anteojos, y dijo que nada, sólo una gran miopía. Pero yo estaba convencida de que ahí había algo, y después vengo a enterarme, por medio de Leocadia, esa gran colaboradora, que la llamaban por teléfono y le gritaban ‘judía de mierda, te vamos a matar’, y que vivía muy atemorizada, que incluso le pedía que la acompañara a la radio cada vez que salía. Para mí, había inseguridad y miedo, bastante miedo ante la gran exposición que en ese momento significaba ocupar el lugar que ocupó ella en la televisión.”

Blackie, con todo respeto perfila la imagen verosímil de una mujer arrolladora impulsada, en verdad, por el temor a la depresión, a la soledad y a la insatisfacción. Algunos de los detalles que llegan por intermedio de su mucama resultan conmovedores, como las noches en que la incansable señora, vencida al fin de la jornada, no lograba conciliar el sueño sino en brazos de su fiel Leocadia, acosada por la angustia, el insomnio y el llanto. Otros pasajes, novelados por Escliar, procuran conjeturar la actitud de su protagonista ante los distintos eventos históricos y los vaivenes políticos, procedimiento en que la autora reconoce su deuda con David Viñas. En suma, un minucioso intento por develar los recovecos de una de las figuras más célebres pero también más desconocidas de la cultura argentina, sometida al silencio –como buena parte de la televisión de su época– por la escandalosa falta de archivos y la pérdida de buena parte de una historia irrecuperable.

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