Domingo, 24 de febrero de 2008 | Hoy
CINE > EL FALLIDO REGRESO DE RAMBO
Por Mariano Kairuz
El regreso de los mastodontes del cine de acción de los ’80, quince o veinte años después de sus últimas apariciones, venía hasta hace muy poco surtiendo un efecto saludable sobre el cine: la vuelta al plano más físico del movimiento, a la fuerza bruta y material, tangible, con volumen. De nuevo fuera de la chatura de la pantalla digital. La primera fue Terminator 3: la rebelión de las máquinas, hace casi un lustro, paradójico “retroceso” en una saga cuyo segundo capítulo había sido precisamente el film que inauguró la saturación de efectos digitales que parecen poder simularlo todo. El año pasado fueron Duro de matar 4.0 y Rocky Balboa; dentro de un par de meses será la hora de la cuarta Indiana Jones. Para cualquier espectador que se haya criado viendo la trilogía Matrix en su infancia o su adolescencia, son todos vejestorios.
De pronto se amontonaron todas estas resurrecciones de franquicias que se habían despedido de nosotros en no muy buenos términos (excepto en el caso del arqueólogo aventurero), y no estaba del todo claro qué lugar ocuparían ahora. El gran triunfo fue de Rocky Balboa, que salió adelante con la premisa más difícil de tragar de todas: un boxeador de 61 años capaz de aguantar una decena de rounds con un heavyweight de 20. Stallone no sólo volvió a protagonizarla, sino que la escribió y la dirigió con pulso, con un relato simple, honesto, y emocional.
Stallone puede ser muy bueno como director, como quedó claro desde su ópera prima La taberna del infierno (Paradise Alley, 1978), en la que se metió con uno de sus fuertes: los tipos de origen humilde, los perdedores natos pero con espíritu de superación. Y entonces, cuando apenas después de la vuelta de Balboa al cuadrilátero anunció la de Rambo, delante y detrás de cámara, había que darle crédito.
La saga Rambo se desplegó dentro de la era Reagan con tres películas, en 1982, 1985 y 1988. La primera no estaba protagonizada por la máquina indestructible que se clavaría en el imaginario popular más tarde, sino por un veterano de Vietnam que al volver “a casa” se encuentra con que el gobierno del país que lo envió a la guerra les ha soltado la mano a sus soldados después de la derrota. First Blood, Primera sangre, según el título original de la película y de la novela de David Morrell en la que estaba basada, no era una película contra la guerra (con el correr de las secuelas se fue consolidando la idea de que Vietnam era una guerra que había que pelear y que podría haberse ganado, de haber habido más muchachos como John Rambo) pero sí la movía un espíritu de sublevación. Era Rambo contra las autoridades: contra la política oficial de olvidar y abandonar a los veteranos, y específicamente contra este sheriff de pueblo y sus uniformados, que lo arrestan por “vagabundeo” y lo someten a un maltrato que dispara en él el recuerdo de las torturas de guerra. Hay que recordarlo: el tipo se vuelve loco y desata una guerra (sub)urbana. Eventualmente aparece su superior, comandante de los Boinas Verdes (Richard Crenna) que sabe cómo contenerlo. Las siguientes dos películas fueron de agigantamiento del personaje, reclutado por el ejército para misiones clandestinas: si las cosas salen mal, el gobierno no sabe nada de él. Sin embargo, a pesar de encontrarse con militares de la peor calaña, por algún motivo que los guiones aspiran a confundir con idealismo, Rambo termina por convertirse en un ejército invencible de un solo hombre.
La última vez que lo habíamos visto, en el ’88, peleaba junto a los mujaidines afganos contra los rusos. El fracaso de Rambo III fue adjudicado –un poco retrospectivamente– a una cuestión de timing: Rambo se entregaba a la causa anticomunista justo en los últimos estertores de la Guerra Fría. Stallone lo consideraba un “cabo suelto” en su historia. A lo largo de las últimas dos décadas intentó recuperarlo varias veces, pero la amenaza nunca volvió a sonar suficientemente sólida hasta el 2002. Se dijo que iría tras Osama bin Laden. Con lo que no hubiera hecho otra cosa que terminar de pulverizar al sufrido personaje original, identificándolo plenamente con el arco esquizofrénico de la política exterior norteamericana.
Y si Rambo III empezaba con el ex veterano retirado en un monasterio tailandés, su flamante entrada lo ubica a ¿los 60 años?, nuevamente en Tailandia, ganándose la vida mediante la caza de cobras y conduciendo una modesta barca en la selva. No quiere saber nada del mundo exterior. Un grupo de voluntarios de Colorado lo fuerza a salir de su tranquilidad: apenas debe transportarlos hasta una zona peligrosa en Birmania donde ellos harán sus tareas humanitarias, pero termina involucrado. Stallone –-corresponsable del guión– insiste en hablar de la naturaleza del “guerrero”, que obliga a Rambo a encontrarse una nueva guerra que pelear, repitiéndose a sí mismo aquello de que “no ha matado por su país, sino que siempre lo hizo por él mismo”. Si no representa al ejército norteamericano, y no es un mercenario, sólo puede ser una cosa: un idealista. Stallone dijo haber consultado con la revista militar Soldier of Fortune y con la ONU, dos fuentes bien diversas, cuál era la zona del planeta con el mayor desastre humanitario y menos cobertura mediática de la actualidad, y dice haber recibido la misma respuesta: Birmania, con la brutal represión militar a sus campesinos.
Y entonces se desata un baño de sangre (gráfico como pocos en el cine mainstream, con niños fusilados en pantalla), con el pretexto de que hay algo bien real de fondo, más real que sus mujaidines en el ’88. Pero todas las fortalezas del regreso de Rocky se le vuelven en contra: la sencillez argumental deviene simplificación y caricatura. Y todo lo que tuvo de bueno hasta ahora el regreso a la vieja acción de los héroes físicos, se vuelve pura repetición: mientras que John McClane volvía a enfrentar terroristas, como antes pero bajo las resonancias del 11-S, y el robot del futuro continúa su propia y complicada línea histórica, Rambo reaparece pétreo, como si los últimos veinte años sencillamente no hubieran pasado. Su pelea se traslada del desierto a la jungla, pero da lo mismo, porque la película no se preocupa por individualizar a ninguna de las víctimas birmanas –sí lo hace con hasta el más desagradable de los occidentales–, excepto al jefe de todos los villanos. Al que de todas maneras despoja de todo relieve político, cargándolo de un sadismo extremo y convirtiéndolo, de paso, en un pedófilo. Para que quede claro que ahí está el Eje del Mal, aunque no sepamos de dónde viene ni hacia dónde va.
Al final de la novela de Morrell, Rambo moría. El director de la primera película filmó un final con la muerte del personaje, que nunca se exhibió. En el mundo real, los números de suicidios de los ex veteranos de la época asustaban de verdad, explicó Stallone. Pero en algunas entrevistas da a entender que es algo en lo que ha pensado bastante, como si hubiera llegado a arrepentirse de no serle más fiel a su fuente literaria, y a la realidad. Demostró suficiente sentimiento por el viejo y querido Rocky. Debería haber tenido un acto de piedad semejante para con su soldado herido sin remedio.
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