NOTA DE TAPA > ZOMBIES
Hace 40 años, George Romero estrenó una película de bajo presupuesto en blanco y negro que cargó de significado político a unos personajes que venían atravesando el cine de terror desde sus comienzos: los zombies. Desde La noche de los muertos vivos, filmada en el emblemático 1968, Romero ha venido agregando una película por década a su saga, y cada una supo convertirse en una lúcida y graciosa reflexión sobre el estado del mundo: Vietnam, la era Reagan, una sociedad de consumo consumiéndose a sí misma, Irak. Ahora, con El diario de los muertos, les llega el turno a los medios masivos de comunicación y el espejismo de “democratización de la información” que producen las videocámaras e Internet.
› Por Mariano Kairuz
Todo zombie es político. En su imprescindible libro Midnight Movies, los críticos norteamericanos
J. Hoberman y Jonathan Rosenbaum
dedican un capítulo entero a George A. Romero, el creador de La noche de los muertos vivos, la película seminal del subgénero del zombie cinematográfico, el film que los instaló en el imaginario popular contemporáneo como tipos pálidos y de movimientos torpes y desarticulados, hambrientos de cerebros y carne humana. Si un zombie hasta entonces era un elemento folklórico central de la cultura afro-caribeña, y el rito vudú haitiano que generaba historias sobre cadáveres devueltos a la vida por hechiceros que luego los empleaban como mano de obra (básicamente, unos de los temas de la película White Zombiee, con Bela Lugosi, de 1932), el muerto vivo como expresión del estado del mundo en un sentido abiertamente político nació en 1968, con aquella ópera prima de Romero. El estreno de esta película en blanco y negro, de producción independiente y bajísimo presupuesto que llegó casi sin anunciarse, significó un estallido. Para Hoberman, los zombies de Romero “constituyen un corte transversal sobre tipos norteamericanos medios; podría decirse que La noche... fue a Vietnam lo que algunos films baratos de ciencia ficción habían sido a la Guerra Fría: una metáfora brillante, de final abierto, para las grandes ansiedades de su época. La noche... ofreció el retrato más literal posible de Norteamérica devorándose a sí misma”.
El esquema argumental era relativamente sencillo: un grupo de gente encerrado en una casa en el campo, resistiendo el avance de los muertos repentinamente devueltos a la vida por causas que –por más que en algún momento se sugieren motivos radioactivos– nadie puede determinar. Todo transcurre a lo largo de una sola noche, en la que se desata el caos absoluto: las autoridades desarmadas, y la guardia civil armándose en la calle. Mientras tanto, el conflicto entre los resistentes obligados a sobrevivir juntos: a partir de este puñado de elementos básicos, Romero y su coguionista John Russo trataban una serie de temas: el funcionamiento de una familia tipo, blanca, suburbana y de clase media ante una situación crítica, y la convivencia y colaboración forzosa de personas de distinta extracción social. Esto disparó todo tipo de interpretaciones entre la crítica, algunas más bien disparatadas. Curiosamente, una de las cuestiones que más debates provocó fue la inclusión de un protagonista negro, que al final del film era asesinado por miembros de una patrulla de civiles con rifles, que lo confunden –a la mañana siguiente, cuando la situación ya está más o menos bajo control– con un muerto vivo. Con los asesinatos de Martin Luther King y Malcolm X todavía muy presentes en la memoria colectiva, las ideas sobre el tipo de comentario racial militante que esto debía implicar se multiplicaron a toda velocidad. Pero lo cierto es que Romero había elegido al actor negro Duane Jones porque, según lo sostuvo siempre, era el mejor de los que se había presentando a su casting y a él le daba lo mismo de qué raza era el protagonista. Las lecturas sobre cómo los zombies simbolizaron “la represión del otro” y encarnaron la reivindicación de derechos civiles (de negros, feministas, homosexuales y lo que se les ocurriera) fueron imparables. Pero Romero insiste en que todo fue mucho más espontáneo y menos calculado de lo que se cree: “Era 1968”, dijo en una entrevista, “y todo el mundo tenía un mensaje. Nuestra furia y actitud se deben a la época. Pero no estábamos tratando de convertirlo en un foro para nuestras inclinaciones sociopolíticas; sino que éstas simplemente se colaron por la puerta trasera. Tal vez sí tengamos cierto mérito por no reprimirlas, por dejarlas ser”.
Con el correr de las secuelas la intencionalidad alegórica de los muertos vivos se fue haciendo más evidente. Cuando ya había estrenado El amanecer de los muertos (1978) y El día los muertos (1985) Romero diría de su por entonces trilogía que eran películas “acerca de la revolución, en un sentido amplio: una sociedad nueva reemplazando y devorando a la anterior, en este caso, literalmente. La humanidad generando su propia destrucción”.
Si en la primera película se escuchan los ecos de Vietnam, la primera secuela tuvo un blanco inequívoco: la sociedad de consumo. Los protagonistas de El amanecer de los muertos –vivos y zombies– se atrincheran y batallan adentro de un shopping center, y aunque el tono es más desesperanzando, se sumaba un sentido del humor salvaje. En su escena más memorable, los zombies caminan rítmicamente por los halls del centro comercial, moviéndose casi al son de un villancico, como si esos muertos vivos no estuvieran mucho más muertos que todos los compradores compulsivos que atestan los locales comerciales en plena temporada navideña. En El día de los muertos (1985) la acción se traslada a una base militar en plena era Reagan: la mira del guión apuntada hacia la locura de la carrera armamentista y el militarismo crecientemente fascista. Romero abandonó la serie por más de 15 años, y estuvo dispuesto a volver con una historia sobre problemas sociales y políticos de la modernidad urbana –los homeless y la evaporación de las clases medias, dijo-– pero entonces ocurrió el 11-S y Tierra de los muertos (2005) fue ajustada un poco para el nuevo mundo. En Tierra de los muertos, ya nos acostumbramos a convivir con los zombies, menos asimilándolos que manteniéndolos a raya. Algunos poderosos incluso han logrado capitalizar la situación: un magnate sureño interpretado por Dennis Hopper se ha afincado en su torre de lujo, y detenta el derecho de decidir quién entra y quién se queda afuera. Los ricos por un lado, contra los desposeídos –muertos vivos famélicos–, por otro. Y nada en el medio. “La historia se me ocurrió”, explicó Romero, “pensando en un mundo que, ignorando toda enfermedad social, genera una noción sintética del confort”. Lo importante era no perder de vista “algo que nos recuerde que los muertos vivos somos nosotros”.
Entre el cuarto y el quinto, flamante título de los muertos vivientes de Romero, que acaba de llegar a los cines, se inserta el eslabón no oficial de la cadena: una pequeña obra maestra hecha para la serie televisiva Masters of Horror titulada Homecoming. Dirigida por Joe Dante, vista en el Bafici, pasada por cable y desde esta semana disponible en DVD con el título de El despertar de los muertos, puede que sea la parodia más salvaje que se haya filmado sobre la administración Bush. En 58 minutos a los que no les sobra nada, Dante narra el regreso de los soldados muertos en Irak en plena temporada electoral, reclamando su derecho a votar para expulsar de la Casa Blanca al presidente que los envió al frente con una sarta de mentiras. El guión está basado en un escándalo real sobre un padrón electoral de Chicago en el que estaban inscriptos unos cuantos electores que ya habían pasado al más allá. “Esta es una historia de terror básicamente porque la mayoría de sus personajes son republicanos”, dijo Dante, preocupado porque “ya nadie hace nada sobre lo que está pasando. En los ‘70 se hacían películas sobre los temas del día. ¿Es posible que esta pequeña, insignificante película clase B sea lo único que se ha filmado sobre este asunto que ya ha matado a más de dos mil norteamericanos y una cantidad no determinada de iraquíes? Es enfermizo”.
Y ahora, a casi cuarenta años de La noche de los muertos vivos, Romero relanza su saga empezando todo de nuevo con El diario de los muertos, con la que hace foco en la multiplicación y saturación multimediática de un mundo en el que todos tienen sus propias cámaras de fotografía y de video digital, todos pueden hacer películas, todos tienen sus propios blogs. Básicamente, en lo que Romero ve como un espejismo peligroso: el de la “democratización” de los medios de producción informativa. La única realidad es aquella que puede ser mediatizada: “Si no lo filmás, es como si no existiera”, dice uno de sus personajes. Los protagonistas son un equipo de estudiantes de cine que debe interrumpir el rodaje de una película de terror clase B cuando el terror se desata en la vida real y los muertos empiezan a levantarse de sus tumbas. Mientras resisten e intentan ponerse a salvo, uno de ellos, filmador compulsivo, cree estar documentando todo lo que ocurre “para la historia”, y no apaga su cámara ni siquiera para asistir a sus amigos en peligro. Como escribió el crítico Scott Foundas en el LA Weekly, en esta nueva entrega, “Romero nos recuerda que todas las imágenes filmadas son por su propia naturaleza producto de una manipulación, de una decisión de qué mostrar y qué no mostrar”. Y que eso vale tanto para las corporaciones mediáticas como para un “inocente” aficionado con una camarita digital o su propio videoblog. Las alusiones políticas más directas caen sobre asuntos recientes como las imágenes de torturas de prisioneros en Abu Grahib y la cobertura mediática del desastre humanitario y político de Katrina. “La CNN ofrecía a su público una taza con el logo del canal de regalo, como recompensa por mandarles imágenes de aficionados del huracán”, no deja de asombrarse Romero, quien también recuerda cómo “durante los asesinatos en Virginia había gente filmando en las ventanas”. Tal vez su capítulo zombiee más nihilista –e incluso el menos sutil– Diario de los muertos se interroga sobre la responsabilidad del documentalista –profesional o no– ante lo que está filmando; tiene la certeza de que la humanidad se está desintegrando, pero no tiene del todo claro si vale la pena salvarla.
Y por ahí circula un corto llamado Zombie Jesus del que puede verse una parte en YouTube, pero lo cierto es que hasta ahora a ningún cineasta parece habérsele ocurrido que la Más Grande Historia de muertos vivos Jamás Contada como tal es la del cristianismo. Muerto violentamente y resucitado y –si la filma Mel Gibson por ejemplo–, caminando nuevamente sobre la Tierra pero esta vez con furia vengadora.
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