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Domingo, 30 de marzo de 2008

DESPEDIDAS > MURIó EL úLTIMO VILLANO CLáSICO

La última muerte de Richard Widmark

La semana pasada, a los 93 años, murió Richard Widmark. Aunque no era la primera vez que moría: con más de setenta películas, Widmark supo cosechar una admiración fanática, una devoción acérrima y una leyenda inolvidable, haciendo en cámara dos cosas que hacía como nadie: hacer de villano y morir. José Pablo Feinmann, miembro vitalicio de esa cofradía devota del hombre que resucitaba cualquier película, lo despide en su muerte definitiva.

 Por José Pablo Feinmann

Todos sabemos que habrá que empezar por el principio. No queda otro remedio con Widmark. Sólo que ese principio es tan célebre que ya no es necesario detenerse mayormente en él. Habrá pocos debuts como el de Widmark en la historia del cine. Su primera película lo hizo célebre. Ya se sabe: él es Tommy Udo, tiene una risa sarcástica y demoníaca, tiene las cejas depiladas, ata a la paralítica con el cable de la lámpara y la tira por la escalera. Esto, a la vez, lo consagra y lo condena: firma con la Fox un contrato de siete años. Jules Dassin, que lo dirigió en la que es su mejor película (ya veremos cuál), dice de él: “Hollywood no le dio el rango que merecía”. Es así: la Fox lo desperdició en muchos films que debieron ser otros. En 2005, Fernando Martín Peña, admirador de Widmark como todo tipo que sabe de cine en serio, consiguió una copia de Montañas en llamas (Red Skies of Montana, 1952) y decidió pasarla en el Festival de Cine de Buenos Aires. Me pidió que la presentara. Le dije que Montañas en llamas era un bodrio y Martín me dijo algo impecable: “Sí, pero Widmark levanta todo”. También es así: a mí, desde pibe, dejó de importarme si un film de Widmark era bueno o malo. Era un film de Widmark, que fuera de él lo hacía bueno.

Pero tuvo sus cumbres. Hay algo que se puede afirmar absolutamente sobre el gran Richard Widmark: hizo dos papeles increíbles, de un talento actoral poderoso. Uno, ya se sabe, Tommy Udo. Y el otro, el Harry Fabian de Siniestra obsesión (Night and the City, 1950, Jules Dassin, Fox). El film estuvo signado por la maldición. Zanuck, el zar de la Fox, lo llama a Jules Dassin y le dice que figura en las listas negras de McCarthy, que mejor se vaya del país y que él lo va a ayudar. Dassin estaba por hacer Night and the City, Zanuck le dice que la haga en Londres. El film se hace en Londres. Si no es el más grande, es uno de los más grandes film noir de la historia. Su tragedia, su intensidad, su final desesperado desbordan al espectador. Yo vi ese film a los nueve años y marcó mi vida para siempre. Hay un momento en que Harry Fabian cree que se ha adueñado de todo el negocio de la lucha greco romana en Londres, que hasta entonces estaba en manos de Herbert Lom (joven, enigmático, muy lejos de las payasadas de La pantera rosa). Se lo dice a Nosseros (Francis L. Sullivan), su antiguo patrón. Le dice: “Lo tengo todo”. Y juega con los platillos de una batería. Se ríe, lo humilla (eso cree) y camina hacia la salida. “Harry”, lo llama Nosseros. Harry Fabian gira y lo mira sorprendido, ¿qué querrá decirle ese hombre al que ha derrotado? Nosseros dice: “Es cierto: lo tienes todo. Pero eres un hombre muerto, Harry Fabian. Un hombre muerto”. Y hace estallar un platillo. Harry sale corriendo (Harry corre durante toda la película), llega a la calle, es de noche (hay, a lo sumo, dos escenas diurnas en el film), quiere cruzar a la otra vereda y casi lo atropella un auto, Harry retrocede y se pega a una pared: la ciudad se le ha vuelto amenazante, lo agobia, es su enemiga. En el film noir la ciudad no es amigable, no es un buen sitio donde estar, la ciudad es ese espacio de otros donde el perdedor habrá de morir. Pocos perdedores más desesperados que Harry Fabian ha dado el cine. Al inicio le dice a Gene Tierney: “Sólo quiero ser alguien”. Frase que anticipa a la clásica, a la memorable que Brando le dice a Steiger en el interior de ese auto: “Pude ser alguien. Pude ser un rival”. (Un adversario, dice Terry Malloy.) “Ahora soy un vago”. Harry Fabian no quiere ser un vago. Quiere salir de la derrota, del fracaso. Hace todo tipo de canalladas. Vemos que son canalladas con cierto ingenio, pero que a nada lo llevarán, salvo a la perdición. Se gana la amistad de Gregorius, el viejo, el puro luchador greco romano, que es el padre de Lom. Desafía a “El Estrangulador” para que luche con el hijo de Gregorius, Nicolas. Consigue montar un gimnasio. Pone un gran cartel con su nombre. Una noche, en tanto Gregorius prepara a Nicolas, aparece, borracho y excitado, provocado por Fabian, El Estrangulador. Se produce una pelea con Gregorius. Una pelea sin música de fondo, sin musical score. Dassin la filma en silencio. Sólo se escuchan los gritos desesperados de Harry, que sube al ring, que trata de separarlos hasta que recibe un golpe y cae fuera de la lona, pero se levanta, sangrando por la boca, y sigue gritando que paren, que no peleen más. Pero no: es tarde. Gregorius derrota a El Estrangulador. Está mal, no puede respirar. Aparece Herbert Lom y Gregorius le dice: “Esto es lo que hago con tus clowns”. Lom lo lleva a un camarín. “Hijo”, le dice Gregorius, “cierra la ventana. Tengo mucho frío.” La ventana está cerrada. Lom finge cerrarla y le dice a su padre: “Ya está cerrada”. Se arrodilla junto a él. El viejo lo mira y le dice: “Tuve una buena vida, pero un mal hijo”. Muere. Herbert Lom, que es el jefe del hampa en el bajo Londres, sólo dice a los suyos: “Consíganme a Harry Fabian. Hay mil libras por él”. Gene Tierney, que lo ama, lo ve entrar en su casa, abrir su cartera como un poseído y sacarle dinero sin decirle palabra, le roba delante de ella. Que le dice: “Me estás matando, Harry”. Harry la empuja y sale a la calle, otra vez a la calle y a la noche. Todo el largo final del film es el martirio de Fabian huyendo por las calles de Londres. No sabe dónde esconderse. Por fin, agotado, llega a una casucha cerca de un puente sobre el Támesis. Ahí vive la vieja Anna, una amiga o algo semejante. Harry le pide que lo deje descansar. Se ve a los hombres de Lom acercarse por el puente. Harry dice sus últimas (célebres, para los cinéfilos) frases: “Las cosas que hice, Anna. Lo tenía todo aquí: en la palma de la mano. Venían a verme de los diarios. Me preguntaban: ¿qué opina, señor Fabian? A mí, Anna: señor Fabian”. Se oyen unos pasos. Es Gene Tierney. Amanece, apenas. Ella lo abraza, él no quiere mirarla. De pronto, enloquece. Se le ve en la cara a Widmark. Es im-pre-sio-nan-te. Ves el momento en que se extravía para cometer el último, el más desesperado, pero también el más hondo, el más trascendente acto de su vida. El acto que habrá de ennoblecerlo. Que hará de su triste periplo una auténtica tragedia. Que hará que ya no lo miremos como a una rata que busca trepar a cualquier costo. Le dice a Tierney: “Te mentí, te robé, fui perverso con vos. Pero ahora voy a devolverte todo. Gracias a mí vas a vivir bien. Ofrecen mil libras para quien me denuncie. Quiero que seas vos. Si me denunciás, te van a dar ese dinero. Por favor, entregame”. Tierney lo acaricia con piedad, con dolor y le dice: “Adiós, Harry”. Sale de la pequeña caseta y empieza a caminar por la larga calle que conduce a la entrada del puente. Entonces aparece Harry Fabian y le grita: “¡Corré! ¡Corré!”. Asustada, Tierney empieza a correr. Fabian corre tras ella y le grita: “¡Judas, me vendiste! ¡Me entregaste! ¡Judas, Judas!”. La empuja brutalmente a un costado y sigue corriendo, corre como lo que ya es: un loco. Grita: “¡Ella me vendió! ¡Ella me denunció, me entregó!”. De pronto surge El Estrangulador. Lo agarra, lo alza y lo quiebra. Harry, que es flaco, frágil, que ha sido todo nervio y ambición descontrolada en un cuerpo sin densidad, sin espesor, es fácil presa para los brazos poderosos del luchador. El tipo, como si nada, se lo carga sobre los hombros. Harry cuelga de él con una laxitud que estremece. Pocas veces hemos visto a alguien tan muerto. Es un saco, una bolsa de basura, un desperdicio. El Estrangulador lo tira al río. Desde el puente, Lom, el jefe del hampa en el bajo Londres, mira hacia el agua con desdén y arroja su cigarrillo. Fin de la película.

¿Cuántos actores de Hollywood habrían aceptado morir así? Hitchcock decía de James Stewart: “No le pidan que muera en una película. No lo aceptará”. Pero no es sólo morir. Cagney, Bogart murieron. Es morir así: como Harry Fabian, como una rata, como un despojo. Otros grandes, pero del estilo de Widmark, lo habrían hecho: sin duda Robert Ryan, Arthur Kennedy. Cuando eran jóvenes: Lee Marvin, Jack Palance. Kirk Douglas, que supo morir muchas veces, no habría aceptado morir así. Quería ser un macho todo el tiempo. Hasta en La Patrulla Infernal le hace abrir una escena a Kubrick mostrando su lomo poderoso. Cuando Sergio Leone le hizo matar un niño a Henry Fonda, Hollywood no se lo perdonó. Ni hablar de Gary Cooper o de John Wayne. (Cooper era, de todos modos, un actor estimable.) Un pésimo film de Andrew V. McLaglen lo reunió con Douglas y con Mitchum. Ahí, en el orden del cast, se percibe qué nivel de star tenía cada uno. Primero, Douglas, el sobreactuado, el que actuaba en perpetuo estado de crispación, el Macho-Hollywood (a quien Billy Wilder y Stanley Kubrick lograron enmendar algo, sólo algo, en Cadenas de roca y La Patrulla Infernal), luego Mitchum, que logra que lo respeten a partir de La noche del cazador y alcanza la cima con Adiós, muñeca y tercero, Widmark. De quien estamos hablando.

Se dice, a veces, que Widmark no era tan bueno de héroe como de villano. No es así, antes de hacer papeles de héroe inventó otra cosa: el duro solitario, el áspero pero bueno, el solitario que, en el momento decisivo, hace lo que debe hacer. ¿Quién otro sino Widmark podía protagonizar El Rata, esa obra maestra de Samuel Fuller? Fuller-Widmark eran una pareja invencible. El Skip McCoy de El Rata deslumbró tanto a Scorsese que puso una de sus escenas en ésa de De Niro y Jerry Lewis, que todos olvidaron y era formidable (El rey de la comedia). Los besos que Widmark le da a Jean Peters en El Rata son memorables, tan memorables como la muerte de la gran Thelma Ritter en ese film. De un actor que hizo más de setenta películas es mucho, demasiado lo que se puede decir. Busquen el cuento de Alfredo Bryce Echenique, “La más bella muerte del Mayo Francés”. (Está en Guía triste de París.) Bryce está en París, durante las revueltas de Mayo, y aburrido de los barullos de los jóvenes estudiantes, se mete en un cine a ver Madigan, dirigida por Don Siegel, con Richard Widmark, quien también muere en Madigan. Pero la muerte de Madigan sólo tiene parangón con la Night and the City. Y Bryce escribe: “Richard Widmark se moría como lo que era, un actorazo. Esa escena, les juro, era de una belleza, de una ternura, porque el hombre entendió, y lo dijo con palabras que justificaban su conducta en la vida, que le avisaran a su esposa (...) que ya no voy, que no volveré a cenar esta noche, porque la verdad es que el hombre sabía que ya no iba a llegar ni siquiera al hospital”. Y Bryce sale del cine y les grita a los revoltosos jóvenes, que no tuvieron un sólo muerto, “Sépanlo, acabo de ver la más bella muerte del Mayo Francés”. Pocos actores han merecido un cuento tan emotivo.

Hizo de todo. Hizo El Alamo con Wayne. Hizo dos importantes films con John Ford: Misión de dos valientes (en la que, por laburar a su lado, James Stewart hace el mejor papel de su carrera) y protagoniza el último western del maestro: El ocaso de los cheyennes. Ford lo quiso mucho a Widmark. Como Fuller, como Dassin, como Hathaway (con el que hizo seis films), como Stanley Kramer o John Sturges o Delmer Daves y como muchos otros.

En la Argentina de 1981, todavía se vivía ese estado de bobería ante los films de Hollywood (que hoy se justifica, pero ojo: sólo hoy) y Aristarain, en La parte del león, dice que el film, si le salió bueno, fue posible gracias a John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh, John Huston. Alguien de la revista Humor, que era, lo sabemos, formidable, salió a decirle que Raoul Walsh sólo había hecho bodrios. “Callate y filmá, Adolfo”, dijo el enano de turno. (Ojo: no era Hugo Paredero.) Aristarain respondió que alguna vez, acaso, aprendería lo que es narrar en cine. Después empecé yo a insistir con los grandes del cine yanqui. Después, con Adolfo, hicimos Ultimos días de la víctima. Ahí estaba todo el cine que encarnó Widmark. Cuando yo escribí esa novela pensaba en él. Cuando escribí El Ejército de ceniza, también. Hizo películas que merecieron más atención: El valor del miedo (Warlock, 1959, en la que encabezaba al frente de Henry Fonda, Anthony Quinn y Dorothy Malone), En El tesoro del ahorcado hace un villano –otro– antológico. En El jardín del mal (bellísima película sobre la amistad entre hombres y la lucha por el amor de una mujer) arman, entre él y Gary Cooper, una escena final que hoy sería, sin más, interpretada como una escena gay. Si lo fue, pues entonces Cooper y Widmark inventaron al cowboy gay. Es así: vienen huyendo de los indios. Aman, los dos, a Susan Hayward (yo también la amo). Llegan a un desfiladero. Si alguien se queda ahí y demora, enfrentándolos, a los indios, los otros dos podrán huir. Widmark hace un tahúr (qué les puedo decir: está inolvidable). Cooper es el héroe. Hayward, la mujer que los dos quieren salvar y, también, poseer. Widmark propone jugarse la suerte a las cartas: el que pierde se queda a morir en el desfiladero. El otro huye con Susan. Juegan y pierde Widmark, el tahúr. “Váyanse”, les dice. Agarra su rifle y espera. Cooper y Hayward llegan al valle y oyen los primeros disparos. Dice él: “Qué estúpido fui. Como buen tahúr, me engañó”. Ella no entiende: “Pero si perdió”. Cooper dice: “Perdió a propósito. Creyó que, de los dos, el que te merecía era yo. Es mejor hombre de lo que creí. Tengo que volver”. “¿A qué?”, pregunta ella. “A decírselo”, dice Cooper. ¿Se dan cuenta? Deja a la chica y se va a jugar la vida para decirle a su amigo que lo perdone, que es mejor tipo de lo que él creía. Llega junto a él cuando la batalla ha terminado y Widmark, solo, caído sobre la tierra del atardecer, se muere. Cooper acerca lentamente su mano a la suya. Se la aferra. Se miran. “Llevátela”, le dice Widmark. “Construyan un rancho y vivan en paz.” Mira hacia el sol que agoniza, que se pone sobre el horizonte. “Otro día termina”, dice. “Hoy no se va solo.” Muere y Cooper se saca el sombrero y oculta su cara bajo su brazo, llorando o evitando apenas hacerlo. ¡Guau! ¡Tanto lío con Secreto en la montaña, tanto lío con el amor entre Heath Ledger y Jake Gyllenhaal, y ya Cooper y Widmark se habían amado –desde el femenino que encontraron en sus corazones duros de hombres del Oeste feroz– en 1954, dirigidos por Henry Hathaway y con la excusa de Susan Hayward, una gran excusa, sin duda. Hablo en serio: vean la última secuencia de El jardín del Mal. Es una escena de amor. De amor viril, de amistad recia, entre hombres, lo que quieran. Pero ésa es una escena de amor.

Hizo, en los ’60, The Bedford Incident, opacada por Doctor Insólito y una joya del ocaso: Cuando mueren las leyendas, de 1971. (Ahora que murió: por favor, hay que editar esta película.) En 2005, el American Film Institute le hizo una retrospectiva memorable, agradecida. Los franceses, que lo aman como aman a todos los que Hollywood no valora hasta donde ellos creen, y, en general, tienen razón, editan en 1987 un Special Richard Widmark. Le cantan sonoras alabanzas, y en francés.

Estuvo en Crimen en el Expreso de Oriente, donde el que moría, claro, era él. Fue el villano de Coma. Pero fue, sobre todo, gloriosamente, Harry Fabian. Hay DVD restaurado, impecable, con la luz expresionista de Max Greene y la música sinfónica de Franz Waxman, el que creó para siempre la música de los films de terror en La novia de Frankenstein. No concedía reportajes. Los periodistas decían: “No nos quiere, pero todavía no mató a ninguno de nosotros”.

Se nos ha ido, en suma, el último de los grandes clásicos. Se murió a los noventa y tres años. Es justicia: murió tantas veces en el cine que merecía durar un poco más en la vida real. Un gran actor. Acaso más un actor de culto que una gran-gran estrella. Por eso era Richard Widmark.

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