Domingo, 27 de abril de 2008 | Hoy
CIENCIA > SIETE CIENTíFICOS CUENTAN QUé LIBROS LES CAMBIARON LA VIDA
¿Qué relación hay entre Alicia en el País de las Maravillas y la psicología? ¿Qué tiene que ver la matemática con Los Soprano? ¿Cuál es la conexión entre Borges y la neurociencia soviética? ¿Puede una lectura infantil revelar una vocación insospechada por padres y maestros? La revista New Scientific les preguntó a casi veinte científicos renombrados cuál fue ese libro que les marcó la vida en su infancia. Acá, siete de las mejores respuestas.
Cuando era estudiante en los ’60, era fan de la ciencia ficción. Un gran fan. Incluso iba a clases especiales sobre el tema. Nuestro autor favorito era Philip K. Dick. Tenía títulos tan raros: La penúltima verdad, We Can Remember It For You Wholesale y, el mejor de todos, ¡Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (que después se convirtió en la película Blade Runner).
El tema en todo el trabajo de Dick es que “las cosas no son como parecen”. Lo que percibimos no es el mundo real, sino una fachada detrás de la que se esconde una realidad mucho menos placentera. Uno de mis fragmentos favoritos de su obra es éste, del cuento “Time Out Of Joint” de 1959:
“El puesto de refrescos se cayó hecho pedazos. Moléculas. El vio las moléculas, incoloras, sin cualidades, que lo formaban. Después vio a través, en el espacio más allá de él, vio la colina detrás, los árboles y el cielo. Vio que el puesto de bebidas desaparecía de la existencia, junto con el vendedor y la caja registradora... En su lugar había una hoja de papel. Estiró la mano y tomó esta hoja de papel. En él había impresas letras mayúsculas”.
La idea ha sido un tema constante en mis estudios de la ezquizofrenia. ¿Cómo puedo estar seguro de que el otro está alucinando mientras lo que yo percibo es la realidad? Este también es el tema de mi libro, Descubriendo el poder de la mente: todo lo que sé del mundo es una construcción hecha por mi cerebro a partir de los crudos signos que vienen de mis sentidos. No veo el puesto de bebidas. Lo que recibo de mi cerebro es el equivalente al pedazo de papel de Dick.
Pero soy más optimista que Dick porque creo que la realidad que nunca puedo alcanzar del todo es probablemente bastante agradable. Y, crucialmente, puedo compartirla con otra gente.
Una experiencia de lectura crucial me sucedió hace 40 años, cuando me topé con el relato asombroso y poético de un hombre con una memoria extraordinaria, casi ilimitada. El libro era La mente del mnemónico, y leí sus primeras páginas creyendo que se trataba de una novela, porque me recordaba un cuento sobre otro hombre de memoria fabulosa, “Funes el memorioso”, de Borges.
Después me di cuenta que se trataba de un caso real, el más detallado que yo había leído, lleno de observaciones minúsculas e investigaciones profundas, pero repleta del drama y la sensibilidad de una novela. El autor, Alexander Luria, publicando bajo el nombre A.R. Luria, era un famoso psicólogo en Rusia. De hecho, era el fundador de esa ciencia sistemática que llamamos neuropsicología. El también sintió, desde muy temprano en su vida, que ninguna ciencia “clásica”, ningún acercamiento reduccionista, podría jamás abrazar la totalidad, la realidad de la vida.
En las décadas anteriores, Luria había publicado una serie de asombrosas monografías sobre la afasia y el desarrollo del lenguaje, entre otros temas, así como su monumental Higher Cortical Functions in Man. Pero recién en su década final, entre los ’60 y los ’70, se sintió libre de publicar ejemplos de lo que llamaba “ciencia romántica”: una ciencia que abrazara la totalidad de lo que significa ser un individuo único.
El Mnemonist me mostró que era posible –necesario, de hecho– escribir sobre el impacto de una condición inusual, ya fuera el efecto de una lesión cerebral o algo “positivo” como una memoria prodigiosa. Primero, necesité escribir desde la perspectiva de una ciencia analítica y reductiva, y después, desde el de una narrativa “romántica”, casi una ciencia novelística.
Luria pensaba que las historias novelísticas de sus casos eran su trabajo más personal, y fueron por los que, dada la represión soviética, debió esperar casi 60 años para publicar. De esos, La mente del mnemónico fue la inspiración para mi libro Despertares que, por supuesto, le dedico. La tarea de Luria –combinar lo clásico y lo romántico, la anatomía y el arte, la ciencia y la narración– se ha convertido en la mía. Su “pequeño libro”, tal como él lo llamó (consiste en apenas 100 pequeñas páginas), cambiaron para siempre el foco y la dirección de mi vida.
Es un libro muy poco conocido, pero realmente significó mucho para mí. Fridtjof Nansen, el explorador y científico sueco, escribió Hacia el Polo, que yo debo haber leído cuando era un pibito nerd de unos doce años.
Es el relato de un intento, a fines del siglo XIX, de estar a la deriva entre el hielo del Artico en un barco de madera llamado Fram, que quiere decir “hacia delante”. Era una expedición meteorológica, biológica y geográfica. El barco se quedó estancado en la nieve así que Nansen, acompañado por otro miembro de la tripulación, se lanzó con un trineo tirado por perros y un kayak en un intento de alcanzar, entonces, el Polo Norte. Aunque eventualmente se vieron obligados a volver, llegaron más cerca del Polo de lo que cualquiera lo había hecho hasta el momento.
Era uno de estos libros muy, muy arriesgados. Lo que hicieron fue increíblemente valiente; fue un poco como Scott de la Antártida, pero mucho menos conocido. Recuerdo vívidamente lo fascinado que estaba al leerlo. Debe tener unas mil páginas de letra muy chica, enormemente largo, enormemente detallado y enormemente discursivo. Me dio la idea de que quería hacer expediciones y descubrir cosas. Realmente debe haber sido bastante formativo porque durante muchos años eso fue exactamente lo que hice.
Lo curioso es lo claros que son mis recuerdos. Iba a la biblioteca en el nefasto suburbio de Merseyside, Lower Bebington, donde vivía. Mi mamá siempre llamaba al bibliotecario y le gritaba para que me mandara de vuelta a casa, o me sacara de ahí para que fuera a jugar al fútbol. Pero yo me escurría de vuelta hacia la biblioteca.
Recuerdo estar parado en el frío glacial de esa biblioteca municipal, apoyado contra uno de esos radiadores anticuados para mantenerme tibio. Día tras día me paraba ahí leyendo el libro; lo volvía a poner en el estante, y volvía al día siguiente. Me debe haber tomado siglos terminarlo.
Es extraño que tenga recuerdos tan vívidos de leer ese libro en particular, porque he leído miles de libros desde entonces. Pero ése es el que recuerdo más que cualquier otro.
Además, creo que fue el primer libro que leí acerca de la forma en que se hace la ciencia, más que sobre la ciencia en sí misma. Y realmente me gustó la idea de salir ahí afuera con la naturaleza y observar las cosas. Definitivamente se me quedó grabado. También me provocó un interés real en los mapas. Me fascinaban de una manera que, se puede decir, también me quedó grabada, porque he pasado el resto de mi vida haciendo mapas de secuencias de genes en caracoles.
Releí Hacia el Polo de adulto, una versión condensada que era cerca de un tercio del largo original. En primer lugar me alucinó haber leído el libro entero siendo un adolescente. Pero en segundo lugar, con gran tristeza, me deprimió lo aburrido que era. Nansen y su compañero se levantaban y hacían el té. Después salían y medían la temperatura. Después alimentaban a los perros y se iban a la cama. Una y otra vez.
Pero quizá siempre es así: los libros que nos cambian en la juventud siempre nos resultan una decepción, cuando no directamente una vergüenza, cuando somos adultos.
El Manual de funciones matemáticas de Milton Abramovich y Irene Stegun es uno de los libros que me llevaría a una isla desierta. Resiste infinidad de relecturas. Sus “personajes”, las funciones ortogonales, las funciones esféricas de Bessel, los polinomios de Legendre, etc, se comportan de modo tal que hacen parecer a los Soprano como postes de madera. Hay infinitos e impredecibles giros en la “trama”, con repentinas revelaciones, “como si uno descubriera que un Soprano es en realidad un primo segundo de los Walton. Como la Biblia o el Corán, captura la sabiduría de siglos, aunque esta sabiduría es más confiable, de validez universal y fuente de armonía en vez de conflicto.
No estoy seguro del modo en que este libro me influenció, igual que una pareja o un amigo confiable de años, excepto de un modo inconsciente. Pero sé que le debo mucho. Puede que el software matemático sea hoy capaz de realizar mucho de lo que este libro ofrece, pero en una isla desierta las baterías de la laptop no durarían demasiado.
Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo estuvieron entre los primeros libros que leí. Yo era Alice: compartía su nombre, su pelo largo, su ensoñación abstraída, y su preferencia por la lógica y la imaginación sobre el sentido común. Yo también estaba azorada por la ceguera de los adultos, en especial por su incapacidad para reconocer que los niños eran más lúcidos que ellos. Todavía sigo azorada por eso.
A los 20, Alicia me cambió la vida. Me inscribí en la Universidad de Oxford en vez de hacerlo en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), y me convertí en una psicóloga empirista en vez de en una filósofa chomskiana. Y todo por unas motas de sol sobre el Támesis y el vistazo de un portón en un jardín londinense.
A los 50, Alicia me sigue acompañando en mi trabajo sobre las teorías, la imaginación y la conciencia. Sus libros ejemplifican el nexo entre lógica e imaginación, y entre ambos y el amplio espectro de la conciencia en la infancia. Nuestra habilidad única para entender el mundo mediante la creación de teorías es la misma habilidad que nos permite imaginar mundos posibles: la ciencia y la ficción tienen cimientos compartidos.
Para los niños, teorizar e imaginar son actividades intensas: dedican cada minuto a aprender y pretender. Charles Dogson, el tímido lógico matemático de Oxford, y Lewis Carroll, el salvaje y desinhibido maestro del nonsense y la imaginación, estaban fundidos en esa nena en el jardín. Cada científico y cada niño son la nena seria y atenta que sigue sin miedo a la evidencia y a la lógica, no importa donde la lleve –incluso a través del espejo y dentro de la guarida de un conejo–.
De chico, un libro me abrió los ojos y lanzó mi carrera hacia el futuro. Fue la Trilogía de la Fundación de Isaac Asimov, sobre el auge y caída de una civilización galáctica decenas de miles de años más avanzada que la nuestra. Me forzó a hacerme esta pregunta: ¿qué tecnologías que son consideradas imposibles ahora pueden ser posibles dentro de miles de millones de años? Usualmente, cuando los científicos dicen que ciertas cosas son imposibles –naves espaciales, invisibilidad, máquinas del tiempo, telepatía y demás– quieren decir que estas cosas son imposibles con la tecnología actual. Pero leyendo a Asimov, me hice una pregunta diferente: ¿hay una ley de la física que impida estas tecnologías?
Me di cuenta rápidamente que tenía que aprender la física más avanzada para responder a esta simple pregunta. Por eso escribí Physics of the Impossible, para explorar cuándo (y si) estas tecnologías podían volverse comunes. Terminé confirmando algo sorprendente: no hay una ley física que impida muchos de los dispositivos más imaginativos de la ciencia ficción. Mucho de lo que hoy consideramos imposible puede volverse posible.
Recuerdo el año en que supe que quería estudiar el comportamiento animal. Tenía once años y había un invitado en casa, lo que significaba que tenía que dejar mi habitación y mudarme a una pequeña pieza en el altillo. La mayoría de los animales que tenía en mi habitación tenían que venirse conmigo. Los peces en su pecera se podían quedar, pero todo lo demás –insectos, caracoles, lombrices, y sobre todo los hamsters con sus ruidosos hábitos nocturnos, se tenían que ir. Yo estaba seriamente disgustada, y decidí vengarme dejando mis hamsters en la habitación, escondidos para que escaparan a la atención de mi madre. Encerrada en el altillo esa noche, sentí un placer perverso pensando en que el visitante que ocupaba mi habitación no podría dormir en toda la noche gracias a mis hamsters. No contaba, sin embargo, con el visitante: un tal Leonard Waight, del Tesoro Británico.
Dos días después de que se fuera, recibí un libro con una dedicatoria: “Para Marian, de un amante de los animales a otro”. El libro era El anillo del Rey Salomón de Konrad Lorenz, y estaba lleno de atractivos detalles sobre las vidas y el comportamiento, no sólo de hamsters, sino de ratas de agua, cornejas y gansos. El mensaje era que si uno estaba preparado para ser paciente, mirar y escuchar, uno podía realmente entrar en sus mundos y comunicarse con ellos en su propio lenguaje.
Todos –padres, tíos, tías, la escuela– me dijeron que era imposible estudiar el comportamiento, la psicología o las mentes de los animales porque no era un tema “adecuado”. Me resigné a ganarme la vida como veterinaria mientras mantenía una casa llena de animales, como había hecho Konrad Lorenz. Después, cuando tenía 14 años, me encontré con Herring Gull’s World, de un holandés llamado Niko Tinbergen, esta vez en una biblioteca. A juzgar por la cantidad de tiempo que Tinbergen pasaba mirando las gaviotas, los holandeses estaban iluminados, y consideraban al comportamiento animal como un tema adecuado. Al principio, no me di cuenta que la mayor parte del tiempo mirando gaviotas lo había pasado en el norte de Inglaterra, y sólo cuando devolvía el libro encontré una única y electrizante frase dentro de la solapa polvorienta, que indicaba que Tinbergen estaba enseñando comportamiento animal en la universidad de Oxford.
Para mi sorpresa, descubrí que era posible ir a Oxford, pasar tres años leyendo para obtener un título en zoología y asistir a clases sobre comportamiento animal dictadas por Niko Tinbergen. Lo hice. Y toqué el cielo.
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