NOTA DE TAPA
Hoy mismo, quizás en este mismo momento, en un cine de Francia está ocurriendo algo extraordinario, una aventura como las que el cine ya no ofrece: pocos efectos especiales, muchos trucos mecánicos y un guión sin trucos bajos, con diálogos afilados, escenas memorables, personajes con coraje y corazón, malos malísimos, misterios antiguos que tuercen la Historia y héroes que luchan por enderezarla. O, lo que es lo mismo: tras 19 años de espera, Steven Spielberg estrena Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Y Harrison Ford vuelve al látigo.
› Por Rodrigo Fresán
Ya lo sé, de acuerdo, es cronológicamente imposible, las fechas no cierran y el cofre no se abre... ¿Pero no cabe pensar que cuando –en “Ballad of a Thin Man”, último track del primer lado de Highway 61 Revisited, año 1965– Bob Dylan canta y se pregunta aquello de “Pero tú sabes que algo está pasando aquí, aunque no sepas lo que es, ¿no es verdad, Mr. Jones?” se esté refiriendo al habitual e hiperkinético desconcierto del un tanto nerd profesor universitario Henry Walton Jones Jr., mejor conocido por su alias y doble personalidad pública del arqueólogo corsario y encontrador de tesoros Indiana Jones?
Porque ahí está ese hombre más fornido que flaco al que no dejan de pasarle cosas porque algo está pasando. Siempre. Todo el tiempo. Sin parar. Teniendo perfectamente claro que el verdadero hallazgo reside en la búsqueda, en ir acumulando experiencia y peripecias para que el tan deseado momento del encuentro con el tesoro tenga la cualidad extática y la calidad orgásmica de, sí, acabar sabiendo que todo volverá a empezar con el próximo desafío. Con las instrucciones de un nuevo pergamino o instrucciones en el último aliento de alguien indicándole cuál será el siguiente sitio al que llegar y la situación precisa de su próximo y nuevo lugar en el mundo. Corriendo, perseguido y persiguiendo, consumiendo millas y paisajes, enfrentándose a malos y a serpientes, y pagando el precio y ganando el premio de traer poderosos y míticos y místicos artefactos del pasado a un presente (el suyo) por siempre retro y felizmente abducido por la estética y la ética pulp. Tiempos en que la aventura lo era todo, donde los otros planetas todavía estaban en éste y donde las nociones del Bien y del Mal se encontraban (o al menos eso parecía) perfectamente delimitados.
Ahora, tanto tiempo después –diecinueve años luego de que lo viésemos por última vez cabalgando hacia un atardecer de fuego luego de haber retornado el Santo Grial a las profundidades de la tierra–, Indiana Jones regresa a las pantallas de nuestra felicidad en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Y allí, seguro, algo va a pasar, a pasarle.
Los cazadores del Arca perdida –luego rebautizada como Indiana Jones y los cazadores del Arca perdida por necesidades del marketing del VHS/DVD, esos formatos que trafican felizmente con la nostalgia instantánea y la alegría de ya no tener que salir de casa– fue la película que más veces he visto en mi vida en un cine. Es decir: la película que más veces fui a ver al cine. Paré de contar, creo, en la sesión número 25, todas en el cine Metro de la calle Cerrito o de la avenida 9 de Julio, da igual. Todas y cada una de ellas en el cine Metro porque Los cazadores del Arca perdida es, también, la película que más veces vi en menos tiempo y siempre en el mismo lugar. Consulto fechas, hago memoria y no termino de decidirme –entonces las películas demoraban más en estrenarse al sur del Río Grande, las del verano de allá recién descendían y llegaban hacia el verano de acá– si fue en diciembre de 1981 o de 1982. No importa. Estoy casi seguro de que fue el del recién inaugurado 1982, apenas pasadas las Navidades. De lo que sí no hay dudas es que yo me movía lento y poco (mucho menos –voy a permitirme el diminutivo– que Indy) por esos años en los que la adolescencia comienza a transformarse en otra cosa y en otra época. Una dimensión desconocida. Algo cuyo nombre es tan impreciso como esos mapas con una X marcando el sitio exacto donde se esconde aquello que no se sabe exactamente qué es y para qué sirve y, sin embargo, todos están más que dispuestos a matar y morir por lo que allí se esconde y espera.
Recuerdo que yo hacía poca cosa: mi vida estudiantil estaba en ruinas y mi futuro profesional era más bien difuso. Me pasaron muchas cosas un poco feas a principios de los ’80; pero la culpa no era de los ’80. Tampoco de los ’70 o de los ’60. Posiblemente la culpa fuera de los ’90, aunque todavía no hubieran llegado. Porque ya se sabe que, en la Argentina –en Indiana Jones y la década diabólica–, los ’90 tienen la culpa de absolutamente todo lo malo que sucedió y que sucede y que sucederá.
Por entonces el mañana –el mío– era un misterio insondable cuyas incógnitas se disolvían un poco, apenas, en la oscuridad de un cine o en las luces de un libro. Así que me dedicaba casi exclusivamente a leer, a intentar escribir, y a robar libros en las librerías de la avenida Corrientes. Y recuerdo una matinée de calor cuando la promesa de “una nueva de Spielberg” más la bendición del aire acondicionado resultaron una tentación irresistible. Así que entré y pagué y me senté y abrí los ojos –la montaña de la Paramount mutando a montaña en jungla sudamericana, año 1936– y a veces pienso que todavía sigo allí, que aún no he cerrado los ojos.
Mi reincidencia serial con Los cazadores del Arca perdida a muchos les parecerá hoy un tanto patológica, pero está claro que yo no estaba solo y que el film produjo efectos más radicales y fiebres más altas en otros. Y como muestra del poderío del virus vaya este ejemplo: en 1981, tres amigos de doce años filmaron en los patios traseros de sus casas en Mississippi y a lo largo de siete años –tenían veinte cuando la terminaron– una adaptación casera, escena a escena, de Los cazadores del Arca perdida. El resultado adquirió instantáneo status de leyenda, de tanto en tanto se exhibe en festivales de cine indie con el título de Raiders of the Lost Ark: The Adaptation, y el comic-escritor Daniel Clowes prepara hoy un guión sobre toda la aventura de la aventura en cuestión. Una copia llegó a Spielberg y a Spielberg le encantó.
Lo que me pasó entonces a mí por primera vez –y en las sucesivas visiones hasta memorizar la película fotograma a fotograma– fue mucho más humilde, pero igualmente encandilador. Fue intuir primero y comprender después que Los cazadores del Arca perdida era una legítima e incontestable obra maestra del cine. En Los cazadores del Arca perdida, Spielberg consigue –con el entusiasmo de quien necesitaba reponerse del fracaso que había sido la no tan mala como dicen 1941– para el cine de aventuras lo mismo que logra Casablanca para el cine romántico: un perfecto destilado de clichés y lugares comunes, un cuidadoso repaso de gestos históricos e histéricos, un tan cerebral como apasionado ejercicio de apropiación de referencias pasadas para así conseguir un producto final fresco que acaba abduciendo a todo lo que vino antes, produciendo la curiosa y magistral sensación de que todo aquello que lo inspiró existió nada más, como piezas sueltas de un rompecabezas, para ir a dar a este insuperable y por fin modelo terminado. La parodia que acaba siendo original, el homenaje dionisíaco que acaba resultando apolíneo Big Bang.
Los modelos de Indiana Jones han sido debidamente reconocidos por sus creadores George Lucas y Steven Spielberg y –a la hora de la dirección de arte y story-boards– por el dibujante de comics Jim Steranko y la vestuarista Deborah Nadoolman Landis: Doc Savage, los seriales por entregas de la Republic Pictures que precedían al largometraje en los años ’30 y ’40 y ’50, un imprevisible casi suicida perro de Lucas llamado Indiana, James Bond (Spielberg por entonces se moría por dirigir una de 007, Lucas le dijo que podía hacer algo mucho mejor y le contó su idea durante unas vacaciones en la playa durante 1977), el sombrero modelo fedora de Humphrey Bogart en El tesoro de la Sierra Madre, la ropa de Charlton Heston en El secreto de los incas y el látigo de El Zorro. Se sabe también que al principio se llamaba Indiana Smith (apellido que Spielberg consideró demasiado común), que se le presume algún parentesco más o menos lejano con héroes auténticos y verídicos de la edad dorada de la arqueología como Giovanni Battista Belzoni o Irma Bingham III y que en la mezcla se incluye una pizca del extranjerismo profesional y mutable de T.E. Lawrence.
Y es hecho conocido que, en principio y antes de Harrison Ford (primera elección de Spielberg; Lucas no estaba seguro porque temía que el público lo asociara automáticamente con el Han Solo de Star Wars), se barajaron los nombres de Peter Coyote, Craig T. Nelson (el padre de familia en Poltergeist) y, muy especialmente y hasta la recta final, el de Tom Selleck, quien no pudo zafarse de su contrato televisivo para la serie Magnum y todavía debe estar llorando. (Selleck, con la exitosa High Road to China de 1983, quiso mostrarle al mundo cómo hubiera sido su Indiana Jones. No estaba tan mal, pero...)
Así que, por suerte, Ford.
Y, al menos en mi caso, ya nunca pensé en Han Solo viendo a Indiana Jones; porque la saga Star Wars (compararla con la tanto más inteligente y dark nueva encarnación de Battlestar Galactica para comprender todo lo buena que puede llegar a ser una space-opera) siempre me pareció un hueco agujero negro donde sacudir el plumero láser luego de limpiar tanto polvo de estrellas. Ford fue, es y seguirá siendo Indiana Jones y –por encima del nombre, el apodo y el apellido– el triunfo incuestionable de un concepto que ha marcado a fuego el celuloide hasta nuestros días: la apología extática y orgásmica de la sucesión ininterrumpida de good parts. Las hasta entonces “partes buenas” de una película –esas introducciones autoconcluyentes y esos finales catárticos de las de 007– elevadas a la millonésima potencia hasta dominar toda la película convirtiéndola en una
good part de dos horas. Lo bueno y lo noble de Los cazadores del Arca perdida es que fue hecha en un tiempo en el que todavía existía –y se exigía– un cierto equilibrio armónico entre el especial guión (gracias, Philip Kaufman; y gracias, Lawrence Kasdan) y el efecto especial y lo que se decía era tan importante como lo que se hacía. Ahora no. Para ponerlo más claro: basta con ojear lo que podría haber sido y finalmente es la flamante y un tanto oxidada Iron Man y lo poco que quiere ser de salida y lo aún menos que resulta ser al llegar a la meta la acelerada Meteoro de los Wachowski Brothers. Y es que el maestro Henry Walton Jones Jr. –es la lucha, su vida y su elemento– lucha con el látigo, con la pistola y con la palabra. Y paradoja espacio-temporal interesante: en el momento de su debut, Los cazadores del Arca perdida funcionaba como una variación glorificada, high tech y state of the art de los viejos seriales de los años ’40. Aquí y ahora, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal aspira en cambio, y según declaró Spielberg, a parecer algo antiguo y venerable, sin efectos digitales, apoyándose en la tarea de dobles de riesgo y trucos ya casi artesanales. Así, Los cazadores del Arca perdida –y esta nueva entrega de Indiana Jones– tienen y tendrán para nosotros la misma textura de un viejo serial... de los años ’80.
Lo que no me impide recordar con cierto dolor la inmensa decepción que sentí al ver la prequel desganada y casi en piloto automático –si descontamos el deslumbrante prólogo musical en el club Obi Wan de Shanghai, 1935– que fue Indiana Jones y el Templo de la Perdición (1984), con ese insoportable niñito oriental y la insufrible pero inminente Mrs. Spielberg Kate Capshaw suplantando a la adorable Karen Allen de la primera parte como “interés romántico”, así como el poco interés que me despertó la serie de TV.
Lo que tampoco me impide evocar la alegría recuperada con la graciosa y emocionante Indiana Jones y la última cruzada (1989), donde se abría con la historia de cómo el joven Indiana (River Phoenix) se hacía con su primer sombrero y luego –sobre un telón padre/hijo, año 1938– todo estaba de nuevo en su sitio y las páginas más misteriosas del Viejo Testamento volvían a embrujar un mundo en el que los nazis (y, a no olvidarlo, también los monitos nazis) no sólo querían dominar al mundo sino, además, convertirse en los dueños de la Historia.
Lo que se ha venido filtrando (un extra que habló demasiado, violando un pacto de silencio firmado y classified, alguien que se robó unos diseños top-secret, todo muy Indy y nada indie) de la inminente Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal –que antes tuvo títulos como Indiana Jones y los hombres de los platillos voladores de Marte y que, para despistar, fue varias veces registrada como Indiana Jones y el Destructor de Mundos o Indiana Jones y las cuatro esquinas del mundo– anuncia cosas buenas y partes mejores.
Hace un par de meses, Vanity Fair fotografió todo lo que se permitía fotografiar y dijo todo lo que se autorizaba a decir: los ya comentados efectos no digitalizados para mantener el espíritu original, otra vez John Williams sosteniendo la batuta, vuelve Karen Allen como Marian Ravenwood (lástima que, por fallecimiento, no pueda volver Denhom Elliott y lástima que, dicen, Sean Connery haya pedido demasiado dinero por romper su retiro para un cameo revisitando al Dr. Jones Sr.), Shia LaBeouf (el actor teen más simpático desde John Cusack, y quien será, se rumorea, no es seguro, el hijo hasta entonces desconocido de Jones), Cate Blanchett como la malvada espía rusa Irina Spalko en 1957, año en que comienza a calentarse mucho la Guerra Fría (la SS da paso a la KGB, las siglas cambian, pero los malvados se parecen), maleficios de culturas precolombinas, posibles incursiones en los supuestos misterios alienígenas de Roswell, guiños a los delirios de Erich von Däniken, un guión calibrado al milímetro por David Koepp (luego de que pasaran por allí nombres como de M. Night Shyamalan, Kevin Smith, Tom Stoppard y Frank Darabont) y un Jones maduro y con canas y a quien los golpes le pegan más duro (¿no es hora ya de una nominación para Ford por su Indiana?) hacen pensar que todo está dispuesto para que el látigo y la sonrisa torcida vuelvan a reclamar –durante 123 minutos y con 185 millones de dólares de presupuesto– lo que siempre fue suyo, lo que no tendremos ningún problema en devolverle. Las colas y avances –que colapsaron el tránsito en Internet cuando se colgaron allí– son, por supuesto, buenísimos, y Spielberg se refirió a todo el asunto como “el dulce y sabroso postre que les debía a todos aquellos a quienes les hice tragar las amargas hierbas de Munich”.
Hoy, mientras ustedes leen esto, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal se abre en el Festival de Cannes. Y ya sé que está mal decirlo, que no corresponde, que es un pensamiento infantil y adolescente, pero exactamente de eso se trata: en lo que a quien firma todo esto respecta, después de proyectada Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, por mí que cierren el festival y que tiren la llave. Y saludos a todos los que acusan a Spielberg de firmar para el Mercado mientras a Indiana Jones vuelven a pasarle todas esas cosas que sólo le pasan a Indiana Jones para que así, de algún modo, las pasemos junto a él y nos pasen a nosotros.
Porque ya lo dije: en la esencia de Indiana Jones –el desenterrador y desentrañador de mitos que, finalmente, se convierte en un mito en sí mismo– siempre están pasando cosas. Nosotros pasamos, pero Indiana Jones permanece y permanecerá, y ese gag de Los cazadores del Arca perdida –ese momento improvisado en el set porque Ford estaba enfermo con disentería y exhausto por los rigores del rodaje en Túnez en que un Jones agotado de golpear turbantes desenfunda su pistola y baja de un tiro al eximio espadachín vestido de negro– sigue y seguirá causando gracia por más que alguien hoy, seguro, no dude en condenarlo por políticamente incorrecto.
En lo personal, yo corro mucho menos de lo que podía correr cuando me crucé por primera vez con Indiana Jones, sigo leyendo y sigo intentando escribir y ya no robo libros.
Y la otra noche –luego de enterarme de que Spielberg se preparaba para el lanzamiento del primer Wii game diseñado por él: Boom Blox, con el que espera devolver a sus seguidores otro placer primal y primario: el de destrozar juguetes virtualmente–, yo estrené una pantalla de plasma de 40 y pico de pulgadas. Afuera llovía, tormenta eléctrica, no paraba de caer agua, dos días mojados como hacía años que no se sentían en esta desventurada tierra con sed y sequía de desierto exótico. Y presioné play –acaba de editarse una nueva edición de la trilogía en DVD, para el formato Blu-Ray habrá que esperar hasta noviembre, cuando se lance la versión doméstica de Indy IV– y ahí estaba otra vez Los cazadores del Arca perdida.
Y volvieron a pasar cosas, volvieron a pasarme cosas.
Y estaba bien que así fuera y sea.
Indiana Jones volvía a correr –en uno de los mejores principios jamás filmados– perseguido por una enorme bola de piedra, y yo me acordé que una de las más de veinticinco veces que entré a ver todo eso lo hice porque me perseguía un librero de una librería cuyo nombre no recuerdo. No importa. Seguro que ya no está allí. En cualquier caso, el librero me descubrió robando (no recuerdo qué pero, para potenciar la peripecia, digamos que era algo del Corto Maltés, otro afortunado caballero de fortuna) y yo bajé corriendo por Corrientes con el “malo” pisándome los talones. Yo corría aferrando mi botín debajo de mi –poco apropiada para los calores, pero tan práctica para el hurto– chaqueta de cuero. Yo doblando por Cerrito y yo cruzando Lavalle y ahí estaba el cine Metro y yo zambulléndome ahí de cabeza y sacando una entrada. Y la película estaba empezada, pero no me importaba porque me la sabía de memoria, fotograma a fotograma y línea a línea y la aventura comenzaba cuando uno llegaba y afuera, muy lejos, por suerte, por un par de horas, quedaba la Argentina militar y derecha y humana, donde el silencio era salud, los ruidosos desaparecían y qué podía hacerse salvo ver películas en esa república perdida de las arcas vacías, tierra de última más tachada que cruzada, reino del caracú de plástico.
Así que pongamos que me perdí esa primera escena que le hace un guiño travieso al Yojimbo de Akira Kurosawa y que entré justo en esa parte en que un tímido profesor Jones da clase a un puñado de alumnas en celo. O ésa en que un rayo de sol atravesaba la empuñadura preciosa de un cetro y (observar con atención en las paredes del templo los hieroglifos que retratan a los robots C-3PO y R2-D2) marcaba el sitio exacto en el que descansaba un Arca de la Alianza con mucho de caja de Pandora. O aquella otra en que la bella Marion Ravenwood vencía en un duelo alcohólico a unas bestias bebedoras y nepalesas. O aquel otro gag perfecto en que el torturador ensambla sádicamente un instrumento que acaba siendo una percha para colgar su abrigo. O la pelea con ese urso –que lucharía con el héroe en la segunda y tercera parte en otros roles musculosos– al pie del avión con hélices. O el instante justo en que se levanta la tapa y surgen los espíritus sedientos de justicia bíblica. O el momento sacro en que Indiana Jones y Marion Ravenwood se salvan –o son perdonados– porque deciden cerrar los ojos y no mirar lo que sale del Arca y así respetar su poderío sabiendo que no son dignos de ver lo que allí se revela. O en esa coda à la Citizen Kane con cajas y cajas almacenadas en un hangar secreto que, dicen, vuelve a aparecer en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Daba y da igual.
Todas las partes son buenas y esperemos que también lo sean todas las partes de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Mientras tanto y hasta entonces –falta poco, falta cada vez menos– leo que el sombrero y chaqueta y látigo que usó mi héroe en Indiana Jones y la última cruzada se exhiben hoy, como si se trataran de reliquias sacras, en una vitrina del Smithsonian American History Museum de Washington DC.
Tarde o temprano, estoy seguro, alguien les adjudicará poderes mágicos.
Temprano o tarde, no lo dudo, alguien intentará robárselos.
Para que algo pase, para que algo vuelva a pasar.
¿No es verdad, Mr. Jones?
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal tiene fecha de estreno en la Argentina para el jueves 22 de mayo.
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