CASOS > LA CHICA DE 4 AñOS QUE HIZO TAMBALEAR A POLLOCK
Hace un tiempo, Marla Olmstead conmovió a su pueblo, a Nueva York, al mundo del arte y finalmente al mundo entero. Con sólo 4 años, era la autora de unas pinturas abstractas que deslumbraban a los críticos, cotizaban en cientos de miles y revelaban un talento indescifrable. Pero, de repente, un especial del programa periodístico 60 Minutes lo derrumbó todo. El documental My Kid Could Paint That, que llega directo en DVD, registró auge, caída y polémica de este caso que no sólo puso en evidencia a la familia de una nena de 4 años, sino el límite siempre snob y convenido del mundo del arte.
› Por María Gainza
¿No querés hablar sobre tus pinturas?” “No, no quiero.” Estas son las primeras palabras que se escuchan en el documental My Kid Could Paint That. Y es una buena síntesis de lo que vendrá. El que busca respuestas es el director Amir Bar-Lev. La que se niega a comentar es Marla, la famosa pintora abstracta de cuatro años de edad. Quizás algunos la recuerden. Hace unos años, Marla Olmstead se convirtió en una celebridad. Por ese entonces, ella era niña con una sonrisa de 14 kilates y una infancia aún sin arruinar. Le gustaban los chocolates y los helados y, en sus ratos libres, se expresaba en unos enormes lienzos, moviendo el pincel como una varita mágica y apretando el pomo de acrílico como si fuera ketchup. El resultado eran unos cuadros abstractos maravillosos, tan impactantes que alguien pensó que bien podían ser exhibidos en una galería. Y entonces sus pinturas dejaron de ser un secreto familiar y comenzaron a venderse a ricos coleccionistas suburbanos que compraban inocencia y pureza, en contraste con el cinismo y la ironía asociados a tanto arte moderno. Los medios la adoraron instantáneamente: una niña prodigio que parecía ofrecerle seria competencia a Jackson Pollock.
Pero mientras las mieles de éxito chorreaban por las comisuras de las bocas de la familia Olmstead, algo siniestro sucedió y My Kid Could Paint That es el documental que, sin planearlo, lo registró todo: el último año del resto de la vida de la pequeña Marla Olmstead, los 365 días de montaña rusa en los que la niña cobró notoriedad y luego fue aplastada como colilla de cigarrillo.
¿Puede existir un prodigio de la abstracción? ¿No sería acaso como si un niño de repente compusiera y utilizara el esquema de composición de 12 tonos de Arnold Schönberg? Si una persona no puede ni escribir la palabra “arte”, ¿puede entonces crearlo?
Los Olmstead son una familia muy normal: viven en Binghampton, a dos horas de Nueva York, un pueblo alguna vez célebre por manufacturar municiones y cigarrillos. Mark, el padre, trabaja el turno noche en una compañía de papas fritas; Laura, la madre, es asistente en el consultorio de un dentista; Zane, el hermanito menor, es un encantador niñito de dos años; y Marla, bueno... Marla (cuyo nombre es una combinación del de sus padres) es la excusa del documental. La historia cuenta que un día el padre estaba en la cocina matando el tiempo con sus pinturas, un hobby recientemente adquirido, cuando la pequeña Marla tomó los pinceles y arremetió contra la tela. El resultado fue tan asombroso que pronto Mark y un galerista amigo, Anthony Brunelli, le habían organizado una exhibición. Y de ahí en más el molinete no paró de girar: una cronista del pueblo escribió sobre la muestra, The New York Times levantó la nota y las ventas se dispararon. La lista de espera trepó a más de 70 personas. El documental empieza en septiembre de 2004 cuando, en el lapso de unos pocos meses, Marla pasó de ser una tímida niñita anónima a ser comparada con los grandes maestros de la abstracción. Conan O’Brien, Oprah, Good Morning America, todos llamaron peleándose por una entrevista exclusiva. Cuando el Tonight Show le mandó una limusina, tuvieron que agregar un asientito para bebés para llevar a Marla.
Atraído por la noticia, el director Amir Bar-Lev convenció a la familia para que le permitieran ser la mosca en la pared. La madre, intuitiva, presintió el peligro, pero aún así se dejó arrastrar. El padre, a decir verdad, no parecía necesitar mucho convencimiento. Desde un principio estaba listo para entregar a su hija a los lobos. “Decile hola a la cámara”, le ordena a la niña. Hiperexcitado con todo el asunto, exclama: “El cielo es el límite”, y le centellean las pupilas. La película registra gran parte del circo alrededor de la pequeña Marla. El furor de los coleccionistas, el regodeo del orondo galerista, las tribulaciones de la insegura madre. La única que no está directamente involucrada en la película es Marla misma. Su decisión de permanecer afuera del asunto, sin mezclarse con los medios, parece la más sabia de todas.
A ella la vemos deambular en una inauguración por entre un mar de piernas. Lleva un vestido celeste similar al de Alicia en el país de las maravillas, un collar de mostacillas de plástico y mastica una galletita. Para variar, no tiene nada que decir sobre sus pinturas. Aunque les pregunta a los miembros del equipo de filmación si quieren jugar con ella. ¿Quién podría resistir a la piccolina Pollock?
Hay una ley que dice que para mantener el interés, las noticias o bien cambian o mueren. Y lo que comienza como una celebración de la creatividad infantil pronto toma una senda oscura. La periodista local Elizabeth Cohen, la mente más clara en todo el asunto, parece escapada del coro de una tragedia griega: “Los medios son monstruos hambrientos, hay que alimentarlos”, profetiza. Una noche, dos días antes de una inauguración altamente esperada en San Francisco, los padres y el director se sientan a ver un programa más dedicado a la pequeña bella genio. Pero esta vez, mientras el programa avanza, la vida se drena de sus rostros. El especial de 60 Minutes ha puesto una cámara oculta en el sótano de la casa de los Olmstead para cerciorarse de quién es el verdadero autor de las pinturas. Y entonces se ve lo que nadie quiere ver: mientras Marla dibuja indecisa, desde fuera de cuadro la voz de su padre murmura: “Agrégale rojo, agrégale rojo. Me estás volviendo loco. Agrégale el rojo”. Certero, 60 Minutes anuncia el fraude; dos minutos después, las ventas de pinturas de Marla Olmstead se detienen en un punto muerto.
La revelación toma a todos por sorpresa. O por lo menos al director y a la madre. Y Marla se convierte en el centro de una caza de brujas. Entonces la narración cambia de carril. Lo que empezó como una historia sobre el significado del arte se vuelve ahora una película sobre autoría y moral. Los padres luchan por limpiar su honor mientras sufren el equivalente moderno a ser untados con alquitrán y plumas: una lluvia de e-mails anónimos llenos de odio y vilipendio. Y a la vez, el director entra en conflicto, lo que obliga a girar la cámara sobre sí mismo: ¿cómo reconcilia su cariño hacia la familia con su búsqueda de la verdad? “Necesito filmar a Marla pintando”, masculla Bar-Lev de noche en una ruta pero, ante su espanto, encuentra que sus filmaciones sólo apoyan la evidencia en su contra: cada vez que se propone capturar a la pequeña en acción, ella pinta muñequitos o, peor aún, sin ningún pudor, le exige al padre que o bien la ayude o se borre del mapa. Jackson Pollock no podría sonar más perentorio.
Ahora toda esta incomodidad enceguece al director sobre la pregunta más obvia: si el arte de Marla era tan genial cuando todos pensaban que lo había hecho ella, ¿por qué ahora, de ser una colaboración, sería menos grandioso?
En una película, lo único que supera tener a una niñita adorable es tener a un villano. Aquí el malo es una bolsa de gatos que usa a Marla para ganancia y gloria: el galerista, frustrado pintor hiperrealista, que odia el arte moderno por considerarlo demasiado fácil, pero luego se lo ve astutamente convenciendo a una compradora de llevarse una pintura; el padre ansioso y mediático; y la prensa que engulle todo, incluyendo a un bienintencionado director de documentales que, como reportero, seduce a su víctima, entabla una relación, para luego aniquilarla. Es parte del ADN del periodismo: está en su naturaleza volverse íntimo con su objeto de estudio para luego clavarle una estocada por la espalda. “Espero no haberlos tirado debajo de un colectivo”, dijo Bar-Lev al presentar su documental.
Cuatro de cada cinco veces, cuando un director se mete a sí mismo en la película es un acto de autocomplacencia. Pero Bar-Lev es una rareza, que sabe ponerse exactamente en el lugar apropiado, un ángulo que no roba el foco de las nuevas preguntas: ¿es la autoría algo tan claro o es una cuestión de perspectiva? ¿Qué niño actúa, escribe o dibuja sin algún tipo de ayuda de sus padres? ¿Es correcto para un cineasta seguir contando la historia aun cuando ésta da un giro inesperado?
Imaginen a un pequeño Mozart a la edad de seis, siendo subido a un pedestal para ejecutar frente a la archiduquesa María Theresa de Austria. A través de la historia, los niños genio han sido celebrados como objetos de envidia y adulación. Empujados por sus padres, cazados por la prensa, ridiculizados por sus amigos y atormentados por las demandas de exigencia, han sido tratados como curiosidades monstruosas. Raramente, sin embargo, han sido comprendidos. En muchos casos, la infancia del niño prodigio ha resultado un paraíso envenenado.
La sociedad está obsesionada con adquirir cosas rápido. Asume que un gran talento se detecta en los primeros años de edad. Pero lo precoz es un asunto bastante más resbaladizo. Por lo pronto, el talento temprano no puede predecir el éxito, ni el fracaso futuro. Es curioso, pero pareciera que un niño prodigio es un gran aprendiz, mientras que un adulto prodigio es un gran hacedor. Un joven prodigio de la música puede imitar muy bien una pieza musical, pero no necesariamente podrá hacer la transición y convertirse en un creador de piezas musicales. El paso no es fácil. En el camino, muchos tienen un crack-up o terminan en la más completa oscuridad.
Existe la idea de que el arte moderno no tiene estándares, no tiene verdades. Que si un niño puede hacerlo, entonces puf, el velo se ha corrido de esta farsa. A mitad del documental, Michael Kimmelman, el crítico de arte del New York Times, hace una afirmación provocativa: “Las pinturas clásicas cuentan sus historias sobre la tela, mientras que en el arte moderno esas historias existen afuera del cuadro. Es cómo y por qué el pintor hizo lo que hizo, lo que vende la obra”. No está mal. Al punto que uno siente que aquellos que estuvieron dispuestos a pagar miles de dólares por una pintura de Marla deberían ser filosóficos: si les encanta la obra, el dinero está justificado; si no, mala pata.
My Kid Could Paint That es un trabajo marcado por un sentido del escepticismo que nada tiene que ver con el cinismo. No sugiere que la verdad es relativa sino que la certeza y la duda se refuerzan una a otra, y que la necesidad de una verdad crea su propia verdad. La que en el fondo no cambiaría un ápice la esencia del documental. Porque la historia, en definitiva, no es sobre una Kandinsky en pañales sino sobre el mundo de los adultos. Y al final lo único cierto en My Kid Could Paint That es que, créame, su hijo no podría hacerlo.
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