Domingo, 25 de mayo de 2008 | Hoy
ARTE > 23 ARTISTAS COREANOS EN EL BELLAS ARTES
Durante décadas, la apropiación de motivos, mitos e imaginario occidental por parte de los países capitalistas orientales han sido tema del arte y del pensamiento. Pero la muestra Peppermint Candy, de 23 artistas jóvenes de Corea del Sur, expone el modo en que el flujo de esa corriente cultural parece invertirse: en el capitalismo actual, todos esos objetos, souvenirs y baratijas tan occidentales son en realidad importados del otro lado del mundo. Pero antes de salir rumbo a Occidente, parecen dejar una marca indeleble en la nueva cultura de Oriente.
Por Claudio Iglesias
Lo más posible es que la sola idea de una muestra internacional en una institución local no produzca otra cosa en los lectores que una coraza de desconfianza. Y es que una de las características de nuestra escena de arte contemporáneo consiste en la casi perfecta ausencia de visitas relevantes. Resultado de años de políticas inestables y precarias así como de la peculiar posición argentina en el mapamundi artístico, ocurre con las artes visuales que ni podemos soñar con la posibilidad de que cualquiera de los artistas que hoy despiertan interés en las vidrieras de Europa y Estados Unidos tenga una parada local. Esta desconexión tiene sus matices, pero lo evidente es que, en Buenos Aires, una muestra internacional es sinónimo de una retrospectiva infundada y mormosa, compuesta de trabajos menores de artistas consagrados, más ligada al calendario de fundaciones-pulpo regenteadas por managers que a un ánimo de diálogo con artistas e instituciones de otras latitudes. (Así terminamos, casi siempre, admirando los bocetos de los genios del siglo XX cuyas obras decisivas hemos conocido en libros de pintura usados.)
Peppermint Candy, Arte Contemporáneo de Corea (muestra que actualmente y hasta fines de junio tiene lugar en el Museo Nacional de Bellas Artes) se ubica en los antípodas del modelo de exposición enlatada standard: por ser una muestra colectiva de artistas jóvenes no muy conocidos todavía de una región del mundo en la que efectivamente están pasando cosas interesantes, y sobre todo por el entusiasmo que depara recorrerla. Porque no sólo se trata de Corea del Sur, de su actualidad o de su arte emergente en un contexto de fuerte atención internacional por lo que se produce en Asia. (Y alcanza con repasar vía Google el trajín de exposiciones, subastas y dossiers de medios especializados consagrados al arte chino el año pasado para sentir un interés casi temeroso por lo que pueda ocurrir de aquí en más.) En el fondo, se trata de situaciones comparables con las que aquí atravesamos, y que podrían formularse como una pregunta creacionista: ¿en qué condiciones puede surgir algo como el arte contemporáneo? ¿Cuáles son las coordenadas para una propuesta con validez global en países que (como Corea y Argentina) históricamente se mantuvieron al margen del intercambio cultural mundial y que atravesaron años de militarismo y violencia política seguidos por procesos de democratización y apertura en el curso de los ‘80 y, finalmente, destape económico y financiero en los plenos ‘90? Peppermint Candy pone en escena la relación entre estos procesos y la corporización de una escena artística desde la lejanía con respecto a los centros de consagración, el vínculo con la historia local y con la cultura global, así como el diálogo con eso que todavía llamamos arte contemporáneo: el arte de las bienales, los museos multinacionales y las ferias, ese conjunto de lenguajes que a veces parece un repertorio de tics estandarizado y poco dinámico, pero con el cual los artistas de esta muestra establecen relaciones intensas de aprendizaje, voracidad y burla.
Porque lo primero que resulta llamativo de la exhibición es la simbiosis perfecta entre la adopción irrestricta del lenguaje contemporáneo internacional (eso que a veces se llama “inglés del arte”) y las ganas de poner en primer plano la vida y los problemas de la sociedad coreana. Toda la muestra se lee sobre la base de estos dos pilares: daría la sensación de que los coreanos se estudiaron todo lo que pasó en el arte mundial en las últimos treinta años, con una disciplina digna del mejor toyotismo japonés (¿o del mejor maoísmo chino?). Pero esta sed de aprender rayana en la obsesión se concatena siempre con una penetración en cuestiones socioculturales surgidas del contexto local. Cuestiones que, en el caso de un país como Corea, tienen mucho para decirnos de procesos económicos con validez mundial, y que los artistas de esta muestra enfrentan sin deponer un necesario acento didáctico, a veces burlón y siempre alegre.
La curaduría de Seungwan Kan implementa esta vocación por comunicar problemas coreanos en tres ejes bien modularizados: Hecho en Corea (centrado en los procesos de democratización que siguieron al militarismo de la Guerra Fría), El fantasma de la nueva ciudad (con el acento puesto en las transformaciones del paisaje urbano durante el curso de los ’90) y El paraíso plástico (una verdadera experiencia inmersiva en el consumo cultural contemporáneo). Tres capítulos nutridamente articulados en los trabajos de 23 artistas, en su mayoría menores de 35 años, en los que la variedad de formatos armoniza con la presentación extensiva de cada trabajo. El visitante se enfrentará con fotografías, pinturas y esculturas organizadas en series con palpable articulación proyectual, acompañadas por algunos videos.
En el tramo correspondiente a Hecho en Corea, es emblemático el rol de la fotografía en las obras de Sangshee Song y Seub Jo, que estructuran sendos reenactments escénicos de acontecimientos históricos de violencia política con un tratamiento humorístico y televisivo muy deudor tanto de las poéticas del simulacro cinematográfico a la Jeff Wall como de la tradición del fotorreportaje inglés de corte bizarro (léase Martin Parr). El mismo afán por integrar una aguda comprensión de las herramientas que ofrece el arte de los países occidentales con temáticas locales críticas se verifica en la segunda sección, El Fantasma de la Nueva Ciudad, suerte de ensayo analítico multijugador sobre las transformaciones del paisaje ambiental y humano de las metrópolis de una región del mundo con curvas asombrosas de crecimiento poblacional y de producto bruto (esa ecuación que los hackers microemprendedores de las novelas de Neal Stephenson consideraban la doble rampa de lanzamiento perfecta para una start up exitosa). Dos videos de June-Bum Park organizan esta conjunción estadística: el primero nos muestra un edificio comercial sobre el cual los dedos del artista imprimen stickers de infinidad de marquesinas, hasta saturarlo por completo, mientras el segundo ofrece la toma cenital de una especie de aula universitaria en la que caben solamente una veintena de alumnos con pupitres y un único espacio vacío, todos moviéndose coordinadamente como piezas de juegos del estilo del Mah-Jong (esos de extraer un bloque o armar una figura moviendo fichas ortogonales con un casillero vacío como único recurso). Yeondoo Jung enfoca la misma experiencia siguiendo otro rumbo, en su serie de retratos de familias en unidades habitacionales de un complejo de viviendas, en la cual el rigor técnico de la tradición del archivo fotográfico se superpone con un entorno de hogares serializados y reconocibles como semi idénticos (como si tomara desde adentro esos megaedificios cuyas fachadas le gustaban al alemán Andreas Gursky). El video de Minouk Lim se despliega en cambio por los exteriores: el entorno urbano en permanente cambio del polo de industrialización de Youngdeungpo, por el cual el artista se mueve en una camioneta por todo escenario, rapeando una loa nostálgica sobre el desarrollo inmobiliario en un registro que alterna con escorzos de cierto costumbrismo urbano cándido y sexy. Lo raro es que (exceptuando particularidades obvias como los ojos rasgados del público) la “ciudad en expansión” de Minouk Lim es cualquier ciudad del mundo atacada por capitales bursátiles: Youngdeungpo es cualquier lugar en Dubai, cualquier ciudad de Ucrania; más humildemente, es Puerto Madero, con su tejido de informalidad y comida callejera coronado por las inaccesibles torres de los edificios inteligentes de las empresas financieras y la innovación en hotelería.
Mampostería, software, capitalismo. La sección final de la muestra lo dice otra vez: todo lo que parece local es global, y todo lo que se enuncia en la lengua del arte contemporáneo más fashionable está hablando, en verdad, de una experiencia cultural con profunda raigambre en las metrópolis de Oriente. Más que de paraíso plástico, podría hablarse de líquido amniótico, pues todo el arco de referentes de la cultura pop y de consumo suntuario que promueven las pinturas, objetos y fotografías de este tramo final no es tanto una apropiación como una reivindicación de origen: todo eso se produce en Asia. No se trata de regurgitar iconografías occidentales como la antropofagia brasileña deglutía tópicos europeos. Se trata de que Asia produce, cría hijos y consume (casi) todo lo que vemos. Y además, parece que ya se han dado cuenta. Más que de apropiación, los chistes sobre Bach y el Juan Pablo II de las virulentas pinturas de Kyoung-Tack Hong nos hablan de un spoof, ese género que en la jerga de Internet remite a la reversión paródica. Las versiones en coreano de los himnos de Francia, Estados Unidos y otros países de Gimhongsok, los retratos de Sang-Gil Kim de comunidades en Internet nucleadas en torno de algún fanatismo como las motos Harley Davidson y las esculturas de Jung-Hwa Choi, mezcla de monjes budistas y Star Wars: todo esto no es arte pop que Corea importe de Occidente, sino lo que Occidente importa a diario de países como Corea. El paraíso plástico es lo que viaja en los buques y lo que descansa a la vera de los puertos del mundo en contenedores: Corea es tu televisor y Japón es cualquier videojuego que hayas conocido.
Peppermint Candy nos enseña que lo más local de todo lo que ocurre a nivel cultural hoy en día es el capitalismo, en cualquier región del planeta. Y que, pase lo que pase en el pozo de brea de las revistas europeas, para ser cosmopolitas no necesitamos una tarjeta de millas de American Airlines. ¿Quieren globalizarse? Viajen al Once.
Peppermint Candy,
Arte Contemporáneo de Corea
en el Museo Nacional de Bellas Artes
Av. del Libertador 1473
martes a viernes: de 12.30 a 20.30 hs.
sábados y domingos: de 9.30 a 20.30 hs.
hasta el 6 de julio. Gratis.
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