FAN > UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN FAVORITA
› Por Acho Estol
Un día de esa era mítica de finales de los sesenta, Tom Zé fue a ver la película 2001: Una odisea del espacio al cine de su barrio. Su radar chamánico debe haber saltado ese día en el cine –al poco tiempo terminó un tema que llamó “Astronauta libertado”–. Les mostró la canción a sus amigos del tropicalismo, Caetano y Gilberto, que encontraron la letra revolucionaria pero sugirieron que requería otra música. Tom estuvo de acuerdo e hicieron algunos intentos, pero la poesía se resistía a ser musicalizada.
Fue Rita Lee (estaba entonces en Os Mutantes junto a Arnaldo Baptista y Sergio Dias) la que acertó de entrada con una música compleja e inocente a la vez, un matrimonio feliz de ciencia ficción y folklore. La rebautizó “Dois mil e um”, como la película, en la etiqueta del cassette que le tiró a Tom.
A las partes folky con cavaquinho las deformó con acordes del futuro, a la parte rockera le dio una lejanía armónica que precede a Ziggy Stardust, y concibió –junto a los otros Mutantes– bellas partes abstractas que evocan incómodamente el misterio, el terror psicológico y los colores de ese paisaje más allá de Júpiter que vio la cámara de Kubrik.
2001 –la película– no es una de aventuras en el espacio como las que vimos los de la generación Star Wars. Es más bien espesa. El virtuosismo psicodélico de Kubrick está como en contraste, o equilibrio tenso, con la ciencia ficción “dura” de Arthur C. Clarke que encara –con alto rigor científico– desde el origen del hombre hasta un viaje a Júpiter, pasando por la teología, la genética estelar, la inteligencia artificial y varios otros tópicos sesudos.
Tom Zé y Rita Lee lograron el encuentro inexplicable de todo eso con el folklore nordestino de Brasil, llegando –a través de lo mitológico– a lo telúrico y lo cotidiano. Según Tom, este encuentro lo propuso Kubrick al combinar la imagen de la estación orbital flotando en el espacio con el “folklórico” vals de Strauss (o por lo menos eso le entendí una tarde, en portugués y luchando contra el ruido molesto de un bar lleno).
Lo escuché por primera vez en la casa donde vivía y ensayaba el grupo El Horreo a mediados de los ‘90. Me fascinaron inmediatamente el tema y la interpretación. Sentí lo mismo –amplificado por la cercanía geográfica– que me había hecho sentir el disco Rock gitano de Pata Negra con su flamenco eléctrico: que no era una “fusión”, caprichosa e híbrida como suelen ser las fusiones, que era arte popular vivo, actualizado por visionarios.
Si la influencia es la inocencia de querer imitar a un genio, esa es la influencia más grande que puedo confesar en mi vida musical con La Chicana: querer transgredir lúdicamente al folklore (incluido el tango) pero desde adentro.
Después de años escuché el tema un par de veces en vivo –Tom Zé lo canta hoy en día en sus shows con su banda–.
Vayan a verlo.
Creo que por suerte hay algo de él que es contagioso, algo que tienen los grandes: nos hace ver el mundo con la riqueza de posibilidades con que lo ve él.
Y nos deja verlo a él bajo esa misma luz polarizada y absurda: como un duende que sí existe. Como un artista con rigor científico.
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