Domingo, 15 de junio de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Hace quince años que Leonardo Favio no estrenaba una película en cines. Y su regreso (después del olímpico documental en dvd Perón. Sinfonía del sentimiento) es ni más ni menos que con una remake en clave ballet de la extraordinaria El romance del Aniceto y la Francisca. Por eso, Radar habló con él de las diferencias entre una y otra, repasó los grandes proyectos que quedaron en el camino (San Martín, Severino Di Giovanni y Solano López) y, de yapa, publica el cuento de su hermano Jorge Zuhair Jury sobre el que están basadas las dos versiones del Aniceto.
Por Mariano Kairuz
Con Aniceto, su primera ficción y su primer estreno comercial en cines en quince años (desde Gatica el mono, porque su enorme Perón, sinfonía del sentimiento circuló por cineclubes y proyecciones más o menos dispersas, en emisiones televisivas y en video y dvd), Leonardo Favio dice haber buscado su obra más completa. Un regreso a las historias de la que se considera su primera etapa –las películas en blanco negro, los argumentos de pueblo pequeño– pero con los recursos incorporados en sus relatos épicos de los ’70, que lo eran no sólo Juan Moreira y Nazareno Cruz sino también, por las aspiraciones y el delirio de sus personajes, Soñar soñar. Es decir, con el color, el sonido y una furia tormentosa que a partir de ahí ya no lo soltaron. Con Aniceto, Favio regresó a Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más, su película de 1967 basada en un cuento de su hermano Jorge Zuhair Jury sobre un triángulo amoroso trágico (Federico Luppi, Elsa Daniel, María Vaner) narrado en una hora compacta, casi sin diálogos, arrebatadora.
Escrita con la colaboración de Rodolfo Mórtola –viejo y muy cercano socio creativo de Favio– y de Verónica Muriel, su dedicada asistente personal, Aniceto fue en un primer momento un proyecto de ballet teatral, y recién después se transformó en una remake cinematográfica. ¿Cómo fue que se le ocurrió a Favio que en ese film había una potencial puesta coreográfica capaz de retener su fuerza dramática original?
–Fui al último cumpleaños de Niní Marshall. Ahí estaba Lino Patalano y empezamos a hablar de cine. El, hablándome del Romance, me dijo “¿Nunca se te ocurrió hacer un ballet?”. Y ahí saltó el chispazo. No sé si yo lo había pensado antes, pero él fue el que me dio el embale. Y me puse a trabajar y me di cuenta de que sí, daba, pero siempre y cuando uno se encontrara con un Iván Wyszogrod (el compositor de la intensa banda sonora de Gatica). Y con un Hernán Piquín (el bailarín del Ballet Argentino que interpreta a Aniceto). Hay muchos factores que se dieron, pero yo tengo una confianza ciega en Dios: yo sé que lo que escribo lo voy a realizar, lo voy a concretar.
–Estuvimos casi siete años escribiéndolo. Primero iba a ser una obra de teatro, pero después me convenció Iván de que lo lleváramos al cine. Trabajamos mucho con él; nos sentábamos horas y horas con el grabador a escuchar música y, después de un fragmento que me gustaba, yo le decía: “Mirá, la música que yo quiero acá es más o menos ésta” y así íbamos avanzando, cortando, poniendo. Yo le pedí que la música fuera como la de Gatica, que fue mientras filmaba esa película que lo conocí. Su hermano, cuya novia trabajaba en la película, me trajo un casete. Yo lo escuché y no le creía que lo había hecho él. Pero hice una prueba de su música con una secuencia y le dije: “Bueno, vas a hacer la música de mi película”. El era muy pibe, tenía 21 años, y yo seguí trabajando en la película en base a esa música. Parece azaroso pero está predestinado: todo me sucede así, y estos chicos (Piquín y las bailarinas Natalia Pelayo y Alejandra Baldoni, respectivamente La Francisca y La Lucía), vinieron ellos. ¿Cómo te lo explicás? A mí dice Rodolfo Mórtola (“colaborador artístico” de Aniceto) que Dios me dicta. Así que ya me confío mucho. Las coreógrafas también aparecieron sin que las buscara. No se puede atribuir a otra cosa.
–Yo le digo siempre a mi equipo: Tené confianza, quedate tranquilo. Y los tipos dicen: Claro, pero faltan tres semanas para empezar la filmación y no tenemos los decorados. Pero nunca, nunca me falló un decorado ni un actor, siempre vinieron. Matías, el chico que hace el hijo del usurero, apareció en el galpón con la mitad de la película rodada.
–No, nunca, ésta es una obra que nace plena desde el vientre mismo, nació ya Aniceto, nunca se me ocurrió hacer otra así o de estas características.
–Sigue siendo lo mismo, lo que cambia es por la necesidad de ver a estos personajes narrados hoy. Dicen mucho más los silencios. Y es ir mucho más a la punta del ovillo del drama; aunque no sé, yo ni me he dado cuenta de todo eso. Poner el reloj abreviaba la historia, provocaba una síntesis mayor: Aniceto gana un reloj, se lo dice a una, se lo regala a otra, la otra lo ve. Voy hacia esa síntesis: con los años uno madura las obras.
–Es así, me pareció más potente la imagen. Es una cosa que no se puede explicar. Yo hice abstracción de la película original, totalmente, ni me acordé durante el rodaje. Pero sí, este Aniceto es mucho más seguro de sí mismo.
–En mi niñez, amigos que yo tenía, como Cacho, vestían muy bien, no existía el jean, ibas y te hacías traje a medida en la sastrería del pueblo, dependía de tu buen gusto el tono con el cual te vestías. Tenía otro amigo que siempre vestía azul o negro y la camisa impecablemente blanca, sin corbata ni nada, abierta.
–Toda pobreza tiene dignidad. Es muy difícil que haya un estafador pobre. Allá, al ser clima seco, no es tan feo, doloroso como acá. Lo que habré querido decir con eso es que en mi hogar era todo un poco distinto, que se hablaba de teatro, de poesía. Pero en los otros hogares también vivían fenómeno. Yo no viví una pobreza muy extrema en Mendoza. Lo de vestir bien era de usos y costumbres, sobre todo en el caso de los muchachos jóvenes, que se hacían planchar la ropa.
–Lo que hice fue traer la historia a este espectador. Para vos ’66, ’67 es allá lejos y hace tiempo, pero yo me voy asombrando del paso de los años. De golpe digo algo como “No, fue hace poco, en el ’80 y pico”, y me miran. Pero así es como funciona adentro mío. Cuando alguien me dice “Hace tanto tiempo que Sandro empezó a cantar”, yo me digo: Coño, yo empecé al mismo tiempo. En cuanto a la canción, ¿no?, porque él es más joven. Qué fugacidad, todo es muy rápido. Yo no siento que hayan pasado esos cuarenta años. No pensé en qué época transcurre este Aniceto, pero puede ser una falla mental (risas), es algo que casi siempre me ocurre, con todas las películas. No tomo en cuenta el tiempo, lo que me importan son los tiempos míos, internos. Porque el dolor es igual en Gatica cuando pierde la pelea y llora que en Aniceto, cuando pierde la mujer y llora. Todos lloramos de igual manera, de una u otra forma, pero todos buscamos esconder el dolor.
–El no tiene idea de qué significa: lo habrá escuchado en una de esas reuniones que hacían los radicales, esas reuniones en las que repartían empanadas. Y es un tipo que donde había empanadas iba, así que ahí habrá escuchado la palabra “ideología”, le gustó, le sonó bonito y la usa para todo, pero no tiene la más puta idea de qué significa.
–Yo no lo denominaría violencia, porque es una expresión de lo pictórico de la película. No hace a la violencia; la violencia es un noticiero que pone en pantalla un tipo destripado. Lo de los gallos no tiene absolutamente nada que ver con eso. Son formas de buscar la estética, tal vez la estética de la muerte en algún aspecto. Está mostrado como ha sido mi intención: los gallos de riña conforman una especie de pintura clásica japonesa. Ver a su gallo El Cautivo pelear le desgarra el corazón a Aniceto, el gallero ama a su gallo y ama la estética del gallo, cómo se mueve. Todo lo demás, la muerte del personaje, es intentar copiar las grandes muertes de la historia teatral. Pero es eso, nada más. Cuando yo quiero mostrar algo lo muestro, no hago vericuetos.
–En El dependiente había una panorámica en la que se veía a los vecinos del protagonista, y ese plano en el que Walter Vidarte viene corriendo y dice: “Se murió, se murió”. Son traspiés, a veces uno se empantana, yo era muy pibe, y lo de los vecinos parecía de otro director, no tenía nada que ver con el estilo que yo estaba llevando en la obra. Una vez que la hice perdí, porque ¿cómo se hacía en esa época para arreglarlo? Es sencillamente algo que no era mío y que si lo hubiera visto en otro director no me hubiera gustado. Hay cosas en las películas que tenés que sobrellevar como un pecado, ahora ya no, pero antes sí, porque no tenían nada que ver. Pero estoy contento, con todas. Lo he dejado en una copia, porque a veces me invitan a charlas y eso es lindo para los chicos que estudian cine, mostrar la versión original y decir: corté acá y acá, y preguntarles, ¿dónde cortarías vos? Pero antes de estas correcciones no volví a ver mucho mis películas, por ahí alguna escena que me guste mucho, o alguna de la que me quedan dudas de cómo la habré realizado. Me gustan, las quiero, pero no tengo ganas de volver a verlas enteras.
–En un profundo amor por la estética y la belleza. Lo amo incluso más que antes. Antes era pasión, desenfreno; hoy en día cuando le hago un plano a Nati (Natalia Pelayo), que está sentadita en el puente, voy buscando la estética, ese pelito que vuela en el aire me subyuga, como un animalito. Ella y Alejandra Baldoni son dos mujeres de una belleza que parece una pintura del Renacimiento. Yo ahora escarbo mucho más en busca de la belleza. A la hora de lograr el color azul del final de la película me he vuelto más obstinado, al punto de que me enfermé, y me retiré a meditar. Hoy quiero sacarle mucho más a todo.
–No, porque, no es que me incomode la gente, pero me cuesta un poco desplazarme, la gente te mira mucho. Veo mucho canal Encuentro. Tiene algunos programas muy lindos sobre carpintería, que te muestran por ejemplo cómo hacer un cajón. Veo box cuando es bueno. Vi Los simuladores, me gustó mucho Stalin, la película con Robert Duvall, un Napoleón que dan en televisión. Del cine norteamericano actual: Casino, ¡aunque ésa ya tiene unos años, no?, El aviador. El cine iraní, que desde el golpe desapareció de las pantallas, me parece de una poesía enorme, tan bello, tan bonito. El sabor de la cereza no me gustó, pero capaz que la vuelvo a ver ahora y me gusta. Pero lo que a mí me gusta mucho es Kurosawa, me enloquece Kurosawa. Quisiera ser Kurosawa, maneja muy bien el color, yo quería filmar Juan Moreira con Toshiro Mifune. Pero no terminé de decir “Kurosawa” que esa idea ya estaba lejos del proyecto.
–Hoy en día tienen más libertad, mayores posibilidades, toman una cámara de video y pueden hacer una obra maestra o un desastre, sin costos, es milagroso, es como si a un pintor le regalaran pomos por toneladas: hacé lo que quieras. Hay de todo como en botica, gente brillante que no hubiera tenido ninguna posibilidad de filmar hace tiempo: Cama adentro de Jorge Gaggero me parece de antología; el pibe Luis Ortega me parece un poeta maravilloso, un realizador de una profundidad y una madurez que se va a tener que cuidar porque esas cosas no pasan en vano, es muy duro ese camino. Y hay tantas otras, muchas, pero en toda Argentina hay casi 20 mil alumnos de cine, así que si no salen cuatro o cinco tenemos que incendiar el país. También me gustó mucho Tiempo de valientes, de Damián Szifrón, me parece un realizador increíble, muy divertido, muy agudo...
–Es lo mismo que antes. Hay un cine de tipo experimental que sirve para ver entre colegas. Si es que sirve, porque el cine es muy caro, es un lujo. El cine es un arte de convocatoria, si la gente no va, estás fundido, porque el cine existe a partir del espectador, si no son fotogramas sueltos. Son las emociones las que transforman en película una sucesión de fotogramas. Yo si veo una sala vacía me moriría de tristeza, no la justificaría de ninguna manera, lo atribuiría a un error mío.
–No, esto es una coproducción, donde puse todo lo que había juntado durante unos años cantando y el Incaa puso parte del resto. No me gusta deberle favores a nadie; nunca he tenido problemas en mis sueños. Nunca en la historia del Incaa le quedé debiendo un peso a ningún sindicato. Porque yo he tenido la suerte de cantar. Con Gatica muchos me decían: ¿Por qué no le vas a pedir a Carlos que te dé una mano con el Instituto? Pero yo hacía un par de llamados telefónicos, iba y cantaba en cualquier lado y me traía dinero, entonces, prefería hacerlo así.
El 31 de mayo, hace unas semanas, Favio cumplió 70 años. Hasta hace un tiempo, decía ver la vejez como una maldición. “Sí, es cierto, lo dije en muchas oportunidades –dice–, pero es como alguien que habla de lo que no conoce. No sé qué sucedió conmigo, pero amo mis arrugas; me cuesta luchar contra los dolores del cuerpo pero son míos. Cada minuto de vida me lo voy ganando a fuerza de pulmón. A mí me gusta, me gusta mucho, mucho mucho.”
–Muy lindo. Me regalaron cosas, unos pantalones, un cuadrito, esta campera de jean que tengo puesta. Amo mis 70 años, los quiero mucho mucho mucho, me gusta estar acá. Hay algo en lo que se notan mucho mis 70, me he vuelto un poco cascarrabias, no me gusta mucho estar por la calle. No sé qué me sucede, me marea ver andar a la gente, me gusta más la quietud. Cada vez me despojo de más cosas, cada vez voy necesitando menos, es como si me fuera quitando ropaje. Tengo mucho más tiempo para estar conmigo. A veces te agarra como cierto miedo, porque decís, yo no quiero llegar a eso, a la senilidad, eso que no sabés cuándo aparece, si a los 80 o los 90, y ya dependés de gente para transportarte, para higienizarte. A eso le tengo un poco de miedo.
–No, para nada. Suele suceder que en el campo el viejo estaba sentado en una silla y era lindo verlo sentado y ni te dabas cuenta de que era viejo, ni pensabas esto, él iba y les daba de comer a los chanchos y pasaba con la naturalidad de un racimo de uvas. Entonces, el problema es la ciudad. Y la hipocresía: la gente construye hogares para los niños, trabaja con los niños, porque son más tiernos, bonitos, hasta la caca es fea, en cambio los viejos están totalmente desguarnecidos, porque dan como asco. No tiene por qué ser así. Yo no sé qué pasa, es como si Dios nos pusiera a prueba: a ver cómo te portás acá.
De los varios proyectos de películas que no fueron, es inevitable preguntarle a Favio qué fue –y qué pudo haber sido– de tres en particular, centrados en personajes de la historia, materiales perfectos para la epopeya a gran escala: Severino Di Giovanni, San Martín y Solano López en la guerra del Paraguay. Para el de Severino Di Giovanni, el anarquista fusilado durante la dictadura de Uriburu, llegó a ofrecerle el papel principal a Gian Franco Pagliaro. “Me había fascinado el maravilloso libro de Osvaldo Bayer (Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia)”, cuenta Favio. “Pero después lo pensé y me dije: ‘No, no me gusta’. Me pareció jodido hacer una película en que el héroe era un violento que ponía caño, bomba; aunque es cierto que hay que instalarlo en la época en que vivió. Es un estilo que está muy lejos de mi criterio y consideración; de golpe me di cuenta de que estaba trabajando para hacer un canto a la violencia misma. Me pareció que podía ser nociva. Una escena posible hubiera sido justamente la historia de la famosa bomba que puso en el consulado italiano, que dejó –por ahí estoy exagerando– cerca de cincuenta personas muertas. La metodología de Severino era la violencia.”
–Recuerdo que todo comenzaba con un primer plano de un granadero en el cruce de los Andes, mientras las patas de los caballos le van pasando por delante. El está como haciendo fuerza. Está cagando. Pero no se lo ve, sólo se le ve la cara. Los caballos que pasan y lo llenan de polvo, y al rato se lo ve montado. Eso te iba a dar la síntesis del horror por el cual pasaron esos hombres en el cruce.
–La de Solano López es una película que nos debemos y le debemos al Paraguay. Con escenas de batallas, claro. Una de las escenas que más me conmueven es la de cuando viene con un tipo que pide permiso para suicidarse. Lo traen en un carro, una metralla le arrancó las piernas. ‘¿Por qué quiere suicidarse?’, le preguntan. ‘No doy más del dolor, ya no sirvo para nada.’ ‘Pero usted es de caballería’, le contestan; ‘y para montar un caballo no necesita las piernas’. Y después era mostrarlo al tipo montado sobre el caballo, sin las piernas.
En la primera parte de estos quince años que transcurrieron desde su último estreno comercial en un cine, Favio trabajó en la enorme, indefinible, fervorosa y pasional Perón, sinfonía del sentimiento. Y a pesar de su formato desbordado, desde que estuvo terminada, ha sido una de sus principales fuentes de ingresos, explica Favio. “Perón cumplió en lo comercial. No era un documental para exhibir en cine, sino para venderlo en video, y así batió todos los records históricos en Argentina. Dios es como muy bueno porque hace siete años que subsistimos gracias a eso.”
Favio ha dicho más de una vez que filmaba no con el guión sino con “el recuerdo del guión”. “Es que lo tengo tan grabado en mí que no necesito estar mirándolo. Pongo la cámara en primer plano y después me fijo y el guión dice: primer plano. Porque yo escribo en cine”, dice Favio, y enseguida muestra el libro original de Moreira, prolijamente encuadernado, ilustración perfecta de un método que parece imbatible. “El lado izquierdo nuestra la importancia que le doy a la imagen, cómo tiene que ir cada cosa, y hago un relato. Incluso inventé un método para marcar el tiempo, el lapso en el que los personajes van de un lado a otro. Yo me imagino esos tiempos como un lapso mental; en otros guiones amplié esos tiempos mucho más, con puntos suspensivos. Ese es mi tiempo.” En la columna derecha están anotados diálogos y el resto de la banda sonora (sonido ambiente, etcétera). “Esto es algo que ya no se usa. Gatica me llevó dos tomos de éstos”, dice y reafirma: “Yo escribo en cine, y no sé hacerlo de otra manera. No hago literatura. Muchos ponen cosas como: Juan entró al estudio de Favio, se sentó y comenzó a dialogar. Yo necesito poner cómo es este estudio al que entró Juan; es importantísimo qué le provoca, si lo inhibe o no, si existen fotos de la niñez del tipo. Yo registro todo el ámbito. Les es más útil a los técnicos y al actor, que cuando lee ya sabe cómo es y puede sentir parte de una cosa con cuerpo y con alma”.
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