Domingo, 15 de junio de 2008 | Hoy
El cuento del hermano de Favio en que están basadas las dos versiones de Aniceto.
Por Jorge Zuhair Jury
Se revolvió bajo la cobija oscura. La cama crujió. Se arrebujó y siguió durmiendo. Los barrotes se alzaban como huesos sobre el elástico y en la mitad de los picados hierros delanteros se veían dos ángeles de bronce a los que la Francisca devota y sentimental se entretuvo en pintar de celeste cuando el Aniceto estuvo preso. Sobre la cabecera había un cuadro de santería de barrio, piadoso y macabro. De un alambre colgaban un par de camisas, un traje, dos enaguas y una falda. Atado de una pata por un cordel a una estaca, un gallo de riña cenizo picoteaba la tierra en medio de la pieza.
El tibio sol de las once se colaba por una hendija de la ventana. Dio otro sacudón, bostezó y miró el gallo. La cresta imperceptible le coloreaba como un tajo en la cabeza pequeña, tenía el pico amarillo, filoso y encorvado como aguja colchonera, el pecho agudo y los espolones firmes. Guapo y peleador, entre domingo y domingo rajó más de un buche de cuajo.
–¡Carajito con mi compadre...!
Metió los pies dentro de las alpargatas y en calzoncillo chancleteó los tres pasos que lo separaban del gallo. Lo acarició, lo desató, lo alzó como a un chico, y con él en brazos fue hasta la ventanita a mirar hacia la casa del gringo Yiyo, el italiano usurero, sordo, menudo y de cabeza enorme que vivía enfrente, y al que la noche anterior le había vendido el reloj pulsera de la Francisca en cien pesos que quedaron en la mesa de codillo. Ahora necesitaba el reloj para tomar el tiempo en los masajes diarios que le daba al gallo. El italiano estaba como de costumbre carpiendo el jardincito raquítico del frente.
–¡Don Yiyo...!
El italiano siguió rompiendo cascotes con su azadoncito minúsculo.
–Cada día está más sordo el hijo’e
puta...
Se apartó de la ventana y se sentó en la cama. Miró las enaguas que colgaban del alambre y sintió rabia contra él mismo porque la Francisca había llorado por la venta y ahora no le quedaba ni el reloj ni la plata. Se quedó pensando en ella. Seguramente a esta hora estarían poniendo la mesa. Imaginó una mesa muy larga y sentada a ella, pálida y fría, la escasa familia del farmacéutico llevándose la comida a la boca con lentitud y en silencio. Le molestó y escupió. Ya de por sí, todos los farmacéuticos le desagradaban; tenían cara de convalecientes y antiguos. Se juró que el domingo cuando ganara el cenizo le compraría un relojito, y por sobre todo si alguna otra vez discutían, no volvería a gritarle concubina nunca más. Se puso los pantalones y salió llevando en una mano la tetera y en la otra al gallo a buscar agua en el surtidor que abastecía el loteo. Estaba por poner la tetera bajo el chorro cuando la vio, traía un balde en una mano y un jarroncito en la otra. Debía de haber hecho varios viajes porque tenía mojada toda la cadera y la pierna izquierda y la tela se le adhería a la piel marcándole las formas.
–¿No llena?
–Primero usté –contestó el Aniceto.
Se quedó agachada, apoyada una mano sobre el surtidor y la otra en el asa del balde. Los reflejos rojos del escote se le fundían en la base de los pechos blanquecinos. Retiró el balde, colocó el jarrón y se quedó mirándolo al Aniceto.
–¿Por qué anda con ese gallo en los brazos?
–Porque éste no es un gallo cualquiera y si lo dejo en el suelo se pondría a picotear y perdería la línea... ¡Es de riña...!
–Ah... de riña.
–Sí, de riña... El asunto de los gallos de riña es muy interesante y si usté me permite yo podía contarle cosas muy lindas sobre todo de éste que es guapo como pocos para el puazo... Bueno, todo es cuestión que le interese... cuestión de ideología.
–Yo voy a bailar todos los sábados al centro de los municipales... Mi padrino trabaja en la cuadrilla...
–El sábado me tiene allí.
Esa noche cuando llegó la Francisca le dijo que para el sábado necesitaba cien
pesos.
El sábado a mediodía cuando la Francisca vino de trabajar le dio los cien pesos. A la tarde le pidió que le diera una asentadita al traje.
–Tengo que ver a un señor en la confitería de la plaza. El tipo trabaja en la municipalidá y es posible que me dé un puestito liviano.
El Aniceto se puso a cebar mate mientras la Francisca le asentaba el traje.
El Aniceto comenzó a charlar.
Charlaba mucho el Aniceto.
Sin duda debe estar muy contento con la propuesta, pensó la Francisca, pero no podía imaginarlo trabajando.
Al asentar la plancha sobre el trapo mojado subía un vapor con olor a su hombre que la envolvía agradablemente.
Al fin consiguió imaginarlo trabajando. No le gustó. El Aniceto trabajando y el gallo solo. No lo comprendía. El Aniceto lejos y la pieza sola. El Aniceto en algún lugar, lejos de ella, de la pieza y el gallo. No le agradó.
Cuando el Aniceto salió ya era noche cerrada. Un montón de perros le ladró en la oscuridad. Por los ladridos se dio cuenta la Francisca de que iba cortando camino. Se dio vuelta en el catre y se durmió pensando en el Aniceto y la municipalidad.
Por la boca de los altoparlantes atronaba la música. Sobre la puerta iluminando la entrada diez focos en arco esparcían su luz sobre los cabellos aceitosos. Las colonias, las brillantinas y las aguas de rosas se mezclaban a cada golpe de brisa. Al costado de la puerta tres lustradores pasaban paños y cepillos riéndose, insultándose y dándose manotazos. Apoyó el pie en uno de los cajones y a su lado vio al loco Renato.
–¿Qué hacés, Renato...?
–¿Qué tal... cómo va el cenizo?
–Bien... Mañana tiene una encontrada con un gallo de Tres Esquinas, un colorao.
–¿Nos vemos adentro?
–Bueno.
El Renato pagó y él se quedó con la vista fija en el paño hasta que lo terminaron de lustrar, pagó y se arrimó a la ventanilla de entradas.
–Una Caballero... –pidió, y como siempre la palabra lo hizo sentir ridículo, le resultaba ampulosa, como pedida desde la montura de un caballo de naipe. Algo parecido sentía dentro del baile con las madres que quedaban solas mientras las hijas salían a bailar y sólo les faltaba fumar despreocupadamente un cigarrillo para parecerse a los hombres que esperaban turno en el prostíbulo; tenían como aquéllos la misma expresión vacía, la misma apariencia vegetativa.
Entró. Por la orilla venían bailando en ochos y medias lunas el loco Renato y la chica del surtidor. La sangre le subió a la cara. La miró tranquilo tratando de restarle importancia al asunto y de buena gana le hubiera dado una cachetada.
Cuando terminó la pieza el Renato la acompañó hasta la mesa y fue a sentarse cinco mesas más adelante.
La orquesta comenzó otro tango.
El Renato se acercó invitándola a bailar, ella se negó; y el Loco se volvió avergonzado sin dejar de mirarla esperando la oportunidad de que intentara levantarse para armar el escándalo.
Ella no dejaba de mirar al Aniceto. El lo sabía, pero estaba decidido a no salir.
Cuando el Renato se dio cuenta del porqué de la negativa bordeó la pista y se arrimó hasta donde estaba el Aniceto.
–Perdone, hermano... Yo no sabía.
–Siga bailando compadre. Lo que es yo, no la saco.
–Lo está mirando... saquelá...
–No... No corre.
–¡Saquelá, no sea otario...! ¡Baila como los dioses la cosa!
Se encontraron en el medio de la pista. Apoyó la mano en la cintura breve y entraron en el tango. El rostro ardiente le quemaba la mejilla y los dedos suaves le hurgaban la nuca.
–¿Cómo te llamás?
–Lucía.
Se imaginó acostado con Lucía: ella se acurrucaba a su lado con la cabeza entre su pecho y su brazo, y con la misma mano alcanzaba a acariciarle la cintura. Con la Francisca no. La Francisca ponía el brazo y él se dormía toda la noche sobre el brazo de ella. La Francisca podía ser una gran amiga o una gran madre, pero mujer no. Qué macana, pobre Francisca, pensó.
–Lucía.
–Qué.
–Nada.
–Qué.
–Te quiero.
Se besaron.
–¿Te puedo ver el lunes?
–¿Y por qué no mañana?
–Porque mañana me voy a Godoy Cruz, pelea mi cenizo con un colorao de Tres Esquinas.
Empujó el viejo portón de madera y entró llevando al gallo bajo el brazo. La lona del picadero estaba salpicada de grumos rojos como si le hubieran sacudido brochazos. El Aniceto y el de Tres Esquinas se arrimaron llevando cada uno su gallo en la palma. Los hombres hicieron silencio y miraron al colorado tratando de encontrarle algo que lo desmereciera como desafiante del cenizo, pero no le hallaron nada, por el contrario, tenía aspecto imponente y tranquilo, era sin duda un veterano del reñidero, agalludo y avisado porque no tenía una marca que demostrara descuido.
En medio del silencio se alzó la voz del juez:
–La pelea es a cuarenta y cinco minutos... Los dos son gallos ganadores... Calzan púas de media pulgada... ¡Están en pesos iguales!
El primero que entró al picadero fue el colorado. El Aniceto dejó al cenizo.
Los gallos se quedaron mirando. Giraron. Bajaron y subieron la cabeza con exactitud y volvieron a quedar tensos. El colorado se alzó levemente hacia atrás afirmándose para el puazo, pero no saltó. Se corrieron buscando posición. Bajaron las cabezas casi hasta el suelo, entreabieron las alas y se encontraron en un salto. Cayeron y volvieron a encontrarse una y otra vez. Las patas buscaban de ubicar la púa, los picos cortantes iban y venían como navajazos. Se apartaban y quedaban jadeando con las colas gachas. Giraron en redondo, dieron un paso atrás, se afirmaron y se alzaron en una nueva atropellada. Brillaban las púas, se abrían las alas buscando en el aire un punto de apoyo, los cogotes curvos se movían rápidos, los picos caían a fondo con golpes certeros. Las apuestas corrían parejas, los hombres inseguros daban poca usura.
–¡Voy cien al cenizo...! ¡Cien al cenizo!
–¡Pago...! ¡Pago y cien más...! ¡Y cien más al colorado!... ¡Voy cien contra noventa al colorao!
En medio del picadero los gallos resollaban entre los giros, las vueltas y el arañar de la arena en las corridas. Por momentos se apartaban con los ojos vidriosos y los cogotes balanceantes hasta que se saltaban en un revolear de plumas y sólo se oía el jadear cortado de las embestidas.
–¡Le tocó un ojo!
–¡Hay cien contra cincuenta al colorao!
–¡Pago!
–¡Hay doscientos a cien al colorado! ¡Doy doscientos a cien señores!
El cenizo sacudía la cabeza, cabeceaba con un ojo tocado. El colorado cargó y se confundieron en un remolino de plumas, púas y cabezas que se acometían enardecidas, febriles, Los galleros tendían un manto de apuestas sobre el reñidero. Los gallos vibrantes de furia y sangre querían matar y matar pronto.
–¡Y hay trescientos a cien a mi colorao!
–¡Hechos! –gritó el Aniceto–. ¡Hechos y quinientos más!
–¡Hechos!
Las patas de muslos fibrosos no se daban tregua, los tendones recios se estiraban y se recogían y volvían a estirarse violentos.
–¡Lo despicó!
–¡El colorao está despicao!
Los gallos se apartaron temblando. Bajo el pico del colorao corrió la sangre caliente sobre las plumas resecas. Amagó y cargó de nuevo en un atropellar desordenado hasta que el cenizo le volvió a hundir el espolón debajo del pico y un borbotón de sangre le salió a ronquidos.
Las manos del de Tres Esquinas se cerraron sobre el colorado que sacudía la cabeza con el pico colgando.
El Aniceto cobró y salió acariciando el lomo del cenizo. Se detuvo frente a una vidriera con plataforma de cartón en la que se veían, cubiertos de polvo, tres anillos, dos relojes, y los cadáveres de cuatro moscas patas arriba. Entró.
–Vea... Quiero un anillito para mujer... Que no sea muy caro... ni... en fin, es para un regalo.
Cuando llegó a la pieza, la Francisca escarbaba las brasas con un palito.
–¡Ganó otra vez mi compadre...!
Soltó el gallo, se quitó el saco y al colgarlo se le cayó el estuche con el anillo.
–Es un encargo de un amigo... Mañana se lo tengo que entregar...
La Francisca lo alzó y se lo fue probando por entre los dedos agrietados de lavandina.
–Linda la piedra, ¿no? –dijo el Aniceto–. Buen, por lo menos tiene pinta...
La Francisca dio vuelta la piedra hacia abajo como un cintillo de casamiento y lo dejó así.
Esa noche el Aniceto se acostó pensando en la Lucía. Pitó hasta tarde pensando en ella, sólo los reflejos nerviosos de la Francisca encogiendo de vez en cuando una pierna lo volvían a la oscuridad de la pieza. Le molestó sentirla junto a él. La ceniza le cayó en la palma, tiró el pucho y se dio vuelta. La Francisca soñaba con cintillos y casamientos.
A la otra tarde el Aniceto volvió a ponerse el traje. La Francisca lo vio frente al espejito pasándose el peine mojado una y otra vez; lo vio después mirar el clavel marchito dentro del vaso de agua, decidirse al fin, sacarlo y ponérselo en el ojal.
–Buen... ¿me das el anillo?
La Francisca se lo dio. Lo puso en el estuche y salió.
Esa noche la Francisca durmió sola.
Al día siguiente, ya tarde, regresó el Aniceto, le dio un poco de maíz molido al gallo y volvió a salir. Después vinieron noches muy largas en las que la Francisca sentía que la cama estrecha era grande para ella sola. A veces se despertaba sobresaltada y triste y se quedaba ratos sin poder dormir, entonces se levantaba y se ponía a tomar mate.
El gallo fue perdiendo peso. Todas las mañanas antes de irse a la casa del farmacéutico le dejaba agua y maíz y cuando volvía por las noches apenas si había picoteado.
Al ir a buscar agua en la palangana se encontró en el surtidor con la otra. Esa era la mujer. Quedó como sin sangre, como un juego oscuro avergonzado y triste. Muchas noches cuando se despertaba con el pecho oprimido había tratado de imaginar al Aniceto a esas horas, de ubicarlo con la mujer, pero no pudo, le costaba porque entonces la mujer era sólo una idea, no tenía rostro, quizá por esto hubo momentos entre mate y mate en los que no sufría, momentos fugaces en los que se limitaba a estar y nada más. Y al volver a la verdad de la cama vacía, de mujer despreciada, su dolor no iba más allá de una angustia pasiva que la desesperaba porque no la dejaba llorar. Ahora la mujer estaba ahí frente a ella, tenía forma. Ahí, de pie, la mujer era una verdad. Se agachó para llenar la palangana sin poder dejar de mirarle el anillo. Más arriba la mujer comenzó de silbo burlón. La miró. La mujer sonreía. La siguió mirando. A la Lucía se le fue desdibujando la sonrisa, sentía la mirada hurgarle por dentro como si la estuviera viendo acostada con el Aniceto. Le dio la espalda y se fue sin llenar. La Francisca la vio alejarse por entre las paredes sin terminar y sábanas remendadas.
Esa misma noche volvió el Aniceto. Ella estaba sentada en la cama. El no la miró ni le dijo una palabra, arrimó la tetera al fuego y se puso en cuclillas a hacerle cariños al gallo. Le hubiera gustado verla llorar pero la pava hervía y la Francisca no lloraba. Al rato crujió la cama y los pies de la Francisca pasaron frente a él hasta el alambre donde colgaba la ropa. Volvió a pasar y sintió ruido de papeles. Se quedó donde estaba, sabiendo que la Francisca preparaba la ropa para irse. El había venido precisamente a eso, a decirle que se fuera, pero el hecho de que lo hubiera decidido ella lo golpeó. Cada ruido del papel doblándose lo humillaba. Sintió ajustar el cordón sobre el paquete, anudar, y cuando se incorporó a encender el cigarrillo vio a la Francisca frente a él con el bulto bajo el brazo. Detrás de ella la noche entraba por la puerta entreabierta.
–Bueno... –dijo la Francisca–, chau...
El Aniceto encendió y a la luz del fósforo le vio brillar los ojos humedecidos.
–Chau...
La vio volverse, salir a la oscuridad, alejarse con paso lento y perderse en la noche.
Se detuvo un rato apoyado contra el marco torcido de la puerta. La luz de la vela le daba en la espalda y su sombra alargada tiritaba sobre la tierra despareja.
–Y buen... Después de todo...
Al entrar vio al alambre donde la Francisca colgaba la ropa y sintió lástima. Bajó la vista y se quedó mirando al cenizo que pestañeaba somnoliento al lado del brasero.
–Se fue la Francisca... –le dijo.
Se metió las manos en los bolsillos y comenzó a silbar. Apagó la vela y salió. Cruzó por entre los baldíos cortados de casas, charcos, y pedazos de adobes hasta lo de la Lucia. Ella estaba entre las sombras conversando con un hombre. Vio que el hombre se iba y desaparecía en las sombras.
–Quién es el tipo ese...
–Un primo.
–¿Qué primo?
–¡Un primo, che!
El Aniceto sintió que la cachetada le andaba por el brazo.
–¿Así que un primo?
–¡Ajá!...
De la oscuridad brotó un perrito y el Aniceto se agachó a rascarle una oreja.
–La largué a la Francisca... Estoy solo...
Lo último le sonó a súplica. Soy una porquería pensó, a la final la Francisca fue más hombre que yo, se fue y se fue...
–¡Vine a decirte que te vengás a vivir conmigo a la pieza...
–¿Con vos?
–Sí, conmigo... ¿Qué, acaso no me querés? ¿Qué, no habíamos quedado en eso?
–Sí.
–¿Y entonces?
–Y... no sé.
Se hizo un silencio pesado.
–¡Bien, mirá, quedate nomás con el tipo ése! ¡Con el primo ése!
–Está bien.
–¡Y claro que está bien!
–¿Y qué..? ¡Ultimamente yo soy dueña!
La vio cubrirse con los brazos cuando ya era tarde, la cachetada le sonó en la cara.
–¡Pa’que aprendas a ser yegua!
El perrito se alejó al tranco lento con la cola entre las piernas. La Lucía fue bajando los brazos.
–¡A mí no me ves más! –le dio la espalda y caminó hacia la casa.
El Aniceto la alcanzó antes de que entrara, la tomó de la cintura.
–¡Escuchá, perdoname!...
–¡Soltá!...
De un manotón se quitó la mano de la cintura y entró.
El Aniceto se volvió despacio por el mismo camino. Llegó a la pieza y se tiró en la cama. Se buscó el atado de cigarrillos. Fue a sacar uno y notó que se le habían acabado.
–¡Carajo!
Estrujó el paquete y lo tiró. Se levantó, alzó un pucho, escarbó en las brasas y lo prendió. Amanecía cuando recién pudo dormirse. Se despertó tarde, con los ojos enrojecidos y un dolor punzante en la nuca. Anduvo toda la siesta rondando de lejos la casa de la Lucía pero no la vio, Después, cansado, se fue al bar de los billares, compró un atado de cigarrillos y con las últimas monedas pidió un café. Se quedó ahí pensando en ella hasta que se hizo de noche. Después, por ver si la veía, se fue hasta la puerta del bailable.
–¿Cómo va el cenizo?
–Bien, Renato.
–¿No entrás?
–No... Estoy esperando a la Lucía...
–¿Todavía seguís con ella?
–Más o menos... ¿por?
–Está adentro con un tipo...
Fue como si le hubieran dado un puntazo, tuvo el mismo frío extraño que cuando lo alcanzaron a cortar por las costillas, la herida no duele pero el cuerpo se descompone, se siente vacío.
–Bueno... –se pasó la mano por la mejilla–... gracias... Chau, Renato...
–Chau.
Se alejó con las manos en los bolsillos bordeando el largo murallón del bailable. La Lucía con otro. Cruzó el puente y entró en las calles grises terrosas del loteo. En uno de los ranchos la voz de un borracho arrastraba una tonada, otro lo acompañaba a golpes de bordonas con infinito respeto. El Aniceto los vio de pasada por entre la lona que les hacía de puerta. Siguió. La voz del borracho quedó atrás con el lamento... “Las tonadas son tonadas y se cantan como son... se cantan cuando uno quiere o lo pide el corazón...”
La distancia fue apagando los ruidos. El silencio se fue agrandando. Entró en la pieza. Un sollozo seco le fue llenando el pecho, le brotó un quejido y se echó a llorar bajito. Se estuvo un rato así, llorando y cruzándosele la imagen de la Lucía. La veía en el baile ajustada a los brazos en el primer beso y después, las caderas y los hombros desnudos dentro de las cuatro paredes.
–Fue fácil... con el otro será igual...
Llegó hasta la casa del gringo Yiyo y golpeó. Se abrió la puerta con un crujido y de la oscuridad apareció la cabeza pajiza del hijo.
–¿’Ta tu viejo?
–¡Sí!... ’ta acostado... ¿Qué querés?
–Necesito plata... Decile que le vendo la cama por lo que me dé...
–Esperá...
Desapareció la cabeza y al rato volvió.
–Dice que no... que cama tenemo.
–Qué macana... Buen...
–Chau Aniceto...
–Esperá.
–Qué.
–Decile que le vendo el gallo...
–¿El gallo?
–Sí.
–¿Cuánto querés?
–Que me dé un cien...
–Viá ver...
La cabeza volvió a desaparecer en la oscuridad. El Aniceto escuchó los pasos que volvían.
–¿Y...?
–Dice que bueno pero que te da setenta porque es muy flaco.
–Y qué quiere, si es de riña...
–El dice así...
–Bueno... Esperá que te lo traigo.
Lo desató de la estaca y casi dolido se lo dejó en las palmas al muchacho. Se guardó los setenta pesos y se fue al baile. Se sentó en un rincón y pidió una cerveza. Tuvo vergüenza de levantar la vista. Se estuvo un rato así hasta que no pudo más y miró. El Renato pasó bailando con una gorda; desde la pista le hizo un guiño.
A la Lucía no la veía por ningún lado. El Renato vino hacia la mesa.
–Che, llegaste tarde, hace un ratito se fue la Lucía con el tipo.
–Ahá...
–Qué mina sucia ¿no? Hay cada una...
–Yo no vine por ella... Por mí se puede morir... Después de todo que Dios la ayude...
–Buen... te dejo Aniceto, me voy a bailar. ¿Qué te pareció la gorda?
–Pa los gastos... –medio sonrió.
–Bueno, chau...
–Chau...
La orquesta rompió con un chillido de violines. Se los quedó mirando. Los músicos de los bailables le daban lástima. Al ir bailando siempre trataba de no pasar cerca del tablado, y a veces cuando por casualidad llegaba cerca de ellos, lo invadía un sentimiento de vergüenza; consideraba una falta de respeto que tuviesen que estar ahí por el par de pesos que él había dado al entrar. Ahora desde su mesa los odió por complacientes y absurdos, le desagradaron más que los que se movían al compás de su música. Tuvo la sensación de que estaba entre locos que se complementaban. Dejó de mirarlos. Sobre la mesa brillaban las tres monedas del vuelto. Había vendido el gallo.
–¡Por esa basura!... ¡Me debería morir!...
Imaginó al cenizo acurrucado en el gallinero del italiano.
–¡Yo no soy un hombre, soy una mierda...! ¡Vender el gallo!
Salió. Por el lado del puente unos perros lo ladraron y él los dejó hacer porque iba pensando en el gallo y nada más. Llegó a la pieza, encendió el pedazo de vela, se quitó los zapatos y la cama crujió al hundirse sobre el elástico flojo. Dio una vuelta y quedó con la vista fija en el techo de caña. Sintió una angustia fría en el estómago. Prendió un cigarrillo.
–¡Venir a vender el gallo!... ¡Gringo roñoso!
Aspiró una bocanada profunda y otra y otra más, y cuando el cigarrillo se hizo pucho encendió otro con la misma brasa. La vela se fue consumiendo y la luz se hizo más débil. El Aniceto se volvió a mirarla. Siempre le desagradaron las velas chorreadas de sebo, desde muchos años, desde muy lejos, cuando la abuela lo obligaba a rezar por las noches frente a un Cristo crucificado, santos de yeso y sahumerio con olor a muerto.
–¡Capaz que lo mate!...
La idea le quedó latiendo en las sienes. Se imaginó al italiano con esa boca comiéndose al gallo.
–¡Pa’qué se lo habré vendido!...
El gringo y su familia y su mujer altísima y flaca de nariz colorada y ojitos de cerdo. El gringo no le llegaba al hombro a la mujer y era un asco que esos dos hayan llegado a tener hijos. Y no sólo tuvieron hijos, sino que tenía una casa de adobes, un gallinero, y plata para cuando él necesitara venderle algo. Pobre cenizo, pensó.
–¡Inmigrantes! –escupió.
Imaginó un barco repleto de gringos, un barco lleno de cabezas rubias, de piel transparente y venas azules, fumando pipas apestosas, riéndose a carcajadas con dientes desparejos y sucios de tabaco.
–Y vienen y tienen más que uno...
Chisporroteó la vela y la pieza quedó a oscuras.
Dice que te da setenta porque es flaco. Lo quiere para comérselo.
Se le empaparon las manos de sudor.
–Se lo robo... ¡Voy y se lo robo!
Se sentó en la cama. Caminó hasta la puerta. El loteo dormía. Las casas a medio hacer mostraban el perfil dentado de los adobes. Le molestó tanta quietud. Miró hacia la casa del gringo. Dio un paso. A lo lejos cantó un gallo, se detuvo.
–¡Se lo robo y se acabó!
Cruzó los dos baldíos que lo separaban de la casa. Bordeó los fondos buscando el lugar más bajo del tapial. Apoyó las manos sobre la pared y subió. Quedó recostado sobre el muro. Miró hacia adentro y sintió miedo. Se acordó de la Francisca. Iba a descolgarse cuando volvió a escuchar de lejos el canto del gallo; otro más cercano le contestó y después otro y muchos más, y todos los gallos del loteo tajearon la noche de gritos agudos. Quedó inmóvil sobre el murallón. Los gritos siguieron hasta pasar por sobre él y estallaron dentro del gallinero del italiano.
–Dónde estará mi compadre...
El canto de los gallos se fue perdiendo en la distancia. El Aniceto se dejó caer despacio. Cuando tocó suelo le entraron ganas de reírse. Se fue incorporando despacio. Caminó los pocos pasos que lo separaban del gallinero, levantó la puerta de alambre y entró. Sobre los palos torcidos se amontonaban los bultos redondos de las gallinas. Se quedó mirándolas tratando de distinguir al cenizo. Todo era igual.
–Compadre... –dijo a media voz.
Un bulto cloqueó, se movió y quedó quieto.
–Compadre...
El bulto volvió a moverse y a cloquear. Estiró la mano y lo agarró. Tuvo la sensación de lo irremediable: pesaba más, éste no era el cenizo. El galo levantó la cabeza, chilló y pataleó. Quiso apretarlo, silenciarlo para siempre pero se le escapó con chillidos y aletazos de entre las manos. Todos los bultos se convulsionaron en pataleos, corridas y aletazos.
–¡Ladronni!... ¡Ladroni! ¡Yiyo han entrado ladroni, socorro!
El grito histérico de la mujer del gringo atravesó las paredes miserables y corrió metálico por las venas del Aniceto. Las gallinas saltaban por sobre él, se arremolinaban, atropellaban la alambrada, caían y volvían a atropellar cacareando, graznando, escandalizando.
–¡Putísima madre!... –el sudor le bajó por los párpados, le saló la boca.
–¡Ladroni Yiyo, santo Dío socorro!...
El Aniceto se metió las manos en los bolsillos buscando los fósforos. Encendió, miró hacia todos lados.
–¡Compadre...!
Crestas palpitantes, ojos despavoridos, picos entreabiertos, respirando a ronquidos y desde la pieza los gritos de la mujer:
–¡No, Yiyo no... Lo matan al mío marito! ¡Socorro...!
Se estiró por sobre los palos hacia el bulto del rincón, era el cenizo, Lo alzó rápido. Se enredó entre los palos, cayó y se volvió a levantar. Se le incrustaron los triángulos de la alambrada en la cara. Se corrió, encontró la puerta y salió. Sintió un golpe en la espalda. Un estampido. Tosió. Giró. Otro golpe, otro estampido. Una tibieza suave le bañó la mano que sostenía al cenizo; el gallo se le ablandó en la palma. Entre la sombra de la última pieza vio la silueta borrosa del gringo y la escopeta. Volvió a toser. Se tambaleó hasta el tapial. Los perros ladraban. Se afirmó, juntó todas sus fuerzas y trepó. Una bocanada de sangre le ahogó la garganta, le llenó la boca y corrió por el muro. Se dejó caer con el gallo al otro lado. Quedó sentado en la calle apoyado contra el tapial y el gallo muerto entre los brazos. Del otro lado las gallinas cacareaban y la mujer flaca seguía escandalizando con gritos desgarradores que se mezclaban con los ladridos y formaban un infierno de ruidos que fatigaban al Aniceto y lo hundían en un cansancio profundo porque le ardía y le dolía la espalda y las manos y el gallo atravesado de perdigones.
–Pucha digo...
Sintió que la noche se le metía adentro. Por las piernas se empezó a quedar ciego. Después fue subiendo despacio y todos los gritos juntos se fueron alejando por sobre su cabeza para arriba, muy arriba, hasta hacerse un chillido fino y destemplado, hasta que se perdió como un hilito. Después nada. Todo era blanco, un blanco pálido, y en el medio un punto, y el punto se fue agrandando y eran las voces que volvían y se sonrió porque era la boca abierta de un gallero que apostaba, de muchos galleros que apostaban rodeándolo. Y el punto era la lona sanguinolenta de un picadero, y sobre la arena un gallo colorado que atropellaba a ciegas, entreabría las alas y volvía a atropellar el aire porque él todavía no había echado al cenizo. Los hombres gritaban apuestas a su gallo y él tenía el cenizo en los brazos. Se agachó para echarlo al redondel, para enfrentarlo con ese gallo loco, pero alguien dijo que no echara su gallo a la arena porque estaba muerto. El gallo colorado siguió solo dando vueltas y puazos y escuchó a los hombres seguir gritando apuestas a su cenizo.
–Están todos locos... –dijo–. Yo
me voy.
Crispó las manos sobre el gallo.
Este relato integra el volumen El dependiente y otros cuentos, Galerna, 1969.
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