Con lápices que llegaría a comerse, en pedazos de papel que también servirían para parar la hemorragia de una herida, nutrido de una biblioteca escondida en una cueva, en los altos de marchas fatigosas, el Che Guevara llevó siempre un diario (luego conocidos como Diario de motocicleta, Pasajes de la guerra revolucionaria, El diario del Che en Bolivia, Diario del Congo). En ellos, consignó su prehistoria revolucionaria, cifró esa pulsión por el camino que lo emparienta con los beats norteamericanos, registró el rigor con que comandaba a sus hombres y hasta sembró claves que hoy, con los resultados a la vista, podrían tentar a leer en ellos profecías de un destino ineludible. Pero sobre todo, registran una vocación que –a diferencia de Walsh– no está reñida con el revolucionario y revelan a un escritor que marcha hacia la muerte en una gesta contra el imperialismo pero también contra el imaginario del oficinista de Kafka y del ingeniero de Sartre.
› Por María Moreno
Leer los diarios de alguien que ya no existe puede convertir en canalla. Invita a aprovecharse de servidas asociaciones y de los acontecimientos que el azar propone como encadenados para leer en el principio las profecías de un destino cuyo final se conoce de antemano. Por ejemplo, al leer los diarios del Che Guevara (Notas de viaje, diario de motocicleta, Pasajes de la guerra revolucionaria, El diario del Che en Bolivia, Diario del Congo) tienta trazar una curva entre el episodio en que éste narra cómo se vio obligado a descargar su diarrea desde lo alto de su alojamiento en Temuco sobre los duraznos que alguien había puesto a secar sobre unas chapas más abajo y que cataloga “como un error de apreciación” en el primer diario, y aquel en que registra preocupado: “Salimos 17 con una luna muy pequeña y la marcha fue muy fatigosa y dejando mucho rastro por el cañón donde estábamos que no tiene casas cerca” en el último, cuando ya ha escrito que la radio chilena ha anunciado que son 1800 hombres los que lo buscan, y así suponer un derrotero cuajado de errores de apreciación. O, menos gravemente, tienta mostrar el aprendizaje que va de matar un perro viejo en Nahuel Huapi al confundirlo con un tigre a matar a un soldado en Sierra Maestra en donde la condición de médico del agresor le hizo constatar la eficacia de su disparo que partió el corazón de la víctima provocándole una muerte, por rápida, menos dolorosa. ¿Cómo no sonreírse con módica suspicacia al leer que el objetivo del primer viaje por Latinoamérica es “países lejanos, hechos heroicos, mujeres bonitas”, o escuchar con oído lacaneano en el “Thu Che” de ecos vietnamitas con que Guevara se autobautiza para firmar alguna carta a su mujer, Aleida March, el touché del caído en duelo? Pero es el Che mismo el que nos ha puesto esas emboscadas, ya que se ha ocupado en cada texto de organizar cada escena de su vida invertida en su formación de guerrero ejemplar con un celo igualmente ejemplar. El camino de la revolución que sugiere en Pasajes de la guerra revolucionaria, en su diario de Bolivia, está lleno de chapucerías de las que él es el primero en culparse: luego de capturar su primera gorra de soldado batistiano, se la ha puesto, contento, casi provocando una ráfaga de su propia vanguardia; de acuerdo a lo que recuerda de una novela, agrega agua de mar en la ración de una cantimplora y la hace intragable; guía a sus hombres hacia Sierra Maestra bajo la Estrella Polar, sólo que... no es la Estrella Polar. El camino de la justicia estaría tapizado por las injusticias: fusilar al dudoso de haber incurrido en los tres delitos capitales de la guerrilla, la insubordinación, la deserción y el derrotismo; castigar negándole sus próximas raciones al que, hambriento, ha robado una lata de leche condensada; ejecutar a un perro que no para de ladrar. Las opciones pueden ser graves: por ejemplo durante una retirada, entre la mochila de la medicina y la caja de balas. (Che elegirá la de balas, ¿de haber hecho lo contrario se habría convertido en un Dr. House?) Luego están las penurias naturales como la yaguesa, el jején, el mariqui, el mosquito y la garrapata que saben sacar sangre sin disparar un solo tiro, las cotidianas que obligan a beberse la orina o a recoger agua con la bombita de un nebulizador antiasmático en los bordes del yuyo llamado “dientes de perro” para distribuirla en el ocular de una mirilla telescópica en una suerte de versión inversa de la multiplicación cristiana de los panes y los peces, muy evocadora de la vida de santos como Santa Catalina de Siena que se alimentaba –y sin adelgazar un solo gramo– de la ostia diaria de la comunión. La revolución está hecha sobre el lance de que un campesino lleno de miedo y que entra en acción por obediencia o debido a una provisoria sugestión retórica, pueda resistirse a la tentación del bandidaje o de volver a la inercia del despojado. “De Davides que no entienden bien –escribe Che– y de Banderas que murieron sin ver la aurora”.
Su prehistoria del revolucionario se establece con la visita del joven médico y de un amigo a esas ciudades míticas y aisladas por el tabú de contacto: el leprosario: “La gente que está a cargo de él cumple una labor callada y benéfica, el estado general es desastroso, en un pequeño reducto de menos de media manzana del cual dos tercios corresponden a la parte enferma, transcurre la vida de estos condenados que en número de treinta y uno ven pasar su vida, viendo llegar la muerte (por lo menos eso pienso) con indiferencia”. Antes de aspirar a liberar a los proletarios del mundo, Che aspira a liberar al otro, precisamente de ser otro; curarlo es menos mejorar sus condiciones de vida que reconocerlo, escucharlo, tocarlo, ver en él a un hombre. En El último lector, cuando Ricardo Piglia hace el retrato del Che lo asocia a Lucio V. Mansilla y a Victoria Ocampo por el uso de una lengua que simula, en su naturalidad inventada, un efecto oral. Y el Che que visita leprosarios y convive con los enfermos (“Después algunos vinieron a despedirse personalmente y en más de uno se juntaron lágrimas cuando nos agradecían ese poco de vida que les habíamos dado, estrechándoles la mano, aceptando sus regalitos y sentándonos entre ellos a mirar un partido de futbol”) no deja de recordar la escena de Una excursión a los indios ranqueles en que el coronel personaje levanta en brazos, ante la tribu aterrada, el cuerpo infectado de viruela del indio Linconao y, antes de subirlo a un carro que lo llevará a su propia casa para curarlo, se lo acerca al rostro –sede mítica de la espiritualidad y de los cinco sentidos– soportando el efecto que describe como de “lima envenenada”. Para Che, como para Mansilla, el acceso al hombre a quien el mundo no reconoce la categoría de tal comienza por la prueba de su roce. En esa primera identificación antiburguesa a una vida peligrosa de leprólogo no debe estar ausente la figura del doctor Schweitzer que, en un sentido muy distinto, se pasó al otro seguido por las cámaras de la revista Life y ganó el Premio Nobel de la Paz un año antes de que el Che partiera con su amigo Granados en motocicleta por los caminos de Latinoamérica. Y si a Piglia no se le escapa que en ese Che primerizo la pulsión del camino tiene la marca de la de los escritores beats de su época, es válido reconocer en esos escritos de puño y letra llamados diarios, bajo la forma de una insistente contabilidad de bajas y de alimentos, de armas ganadas y perdidas, de prisioneros y de traidores, un resto de enumeración caótica a lo Aullido de Ginsberg.
Claro que fuera de los contextos de época, conocidos los precios y vencidas las épicas, ¿como no sobresaltarse con esa serie de horrores pormenorizados que incluyen el casi forzar a la mujer de un mecánico durante un baile –ella cae al suelo en una confusa escena presenciada por el marido–, el ventajeo con el título de médico, la bravata petitera de intentar robarse unos vinos durante una comida a la que ha sido invitado, narrados en Diario de motocicleta, y luego, ya en Sierra Maestra, con la educación por el insulto y la provocación machista que pone a los guerrilleros en el brete de desear la muerte antes de ser degradados –uno, en efecto, se suicida luego de perder el rango y el Che, previa una explicación pedagógica, le niega honores militares: “Tuvimos un pequeño incidente debido a mi oposición a que le rindieran honores militares, ya que los combatientes entendían que era uno más caído y nosotros argumentábamos que suicidarse en unas condiciones como las nuestras era un acto repudiable, independientemente de las buenas cualidades del compañero”–. Y entonces queda la duda entre si ese Che que organiza las escenas para su propio mito es de una sinceridad ejemplar y por eso no evita aquello que podría poner en cuestión la ejemplaridad de su figura, o cree de verdad en el valor aleccionador de los hechos que cuenta. En todo caso, no hay mayor déspota que el que se exige a sí mismo rigores mayores que los que ordena.
Claro que luego de leer los textos teóricos que han puesto en cuestión la identidad entre literatura del yo y experiencia no nos es permitida ya esa lectura ardiente y literal con que, en los años ’60, fascinados por esa retórica que primero desnudaba a una revolución en el poder y luego un fallo trágico, saltábamos sobre los hechos pasando por alto las operaciones de un escritor.
Tocar el piano en la gesta se hace difícil –una mula no toleraría su peso, una helada lo reclamaría para leña–, arrastrar por la manigua a través de las propias emboscadas el bastidor y la caja de acrílicos parece imposible, pero un lápiz y un papel ¿quién no puede retenerlo? Aunque sea el lápiz que nos comeremos apurado con orines y el papel que parará la hemorragia de una herida de Thompson, porque lo que es imposible de garantizar en estos casos es que el texto llegue a destino.
Puede escribirse en toda circunstancia, como los burgueses –Robert Frost lo hacía en la suela de los zapatos, Gertrude Stein en una libreta mientras esperaba que el mecánico reparara su auto–, incluso en revolución.
Si no vean a Che, Mao, Marcos. Vaya sinvergüenzas, éstos que han persuadido a tantos de que la pluma debía ser reemplazada por el arma no retrasaron un solo minuto su desplazamiento armado hacia el mármol de la estatua conmemorativa para pergeñar cosas como éstas: “Así te quiero, con recuerdo del café amargo en cada mañana sin nombre y con el sabor a carne limpia del hoyuelo de tu rodilla (...) Si sientes algún día la violencia impositiva de una mirada, no te vuelvas, no rompas el conjuro, continúa colando mi café y déjame vivirte para siempre” (Che). “A un lado y otro de la Gran Muralla/ hay espacios sin límite,/ el Gran Río,/ entre montes y valles,/ ha detenido su rumbo impetuoso./ Los montes, serpientes danzarinas de plata,/ las mesetas, elefantes de cera al galope,/ compiten en altura con el Cielo/ Esperamos un día de sol:/ rojo mantel sobre blanco/ os parecerán seductores y fascinantes” (Mao). “Como si llegaran a buen puerto/ mis ansias,/ como si hubiera donde/ hacerse fuerte,/ como si hubiera por fin/ destino para mis pasos,/ como si encontrara/ mi verdad primera,/ como traerse al hoy/ cada mañana,/ como un suspiro/ profundo y quedo,/ como un dolor de muelas/ aliviado,/ como lo imposible/ por fin hecho,/ como si alguien/ de veras me quisiera,/ como si, al fin,/ un buen poema me saliera” (Marcos).
Che no siente como Walsh la disyuntiva entre la revolución y la escritura. No puede, puesto que es su propio cronista. Tampoco blasfema contra el editor y sus módicos adelantos, él mismo edita sus diarios virándolos un poco a otras escrituras del yo como las memorias. Si se carece de fe revolucionaria, fe que en este caso, como en muchos, coincide con creerle al Che, allí están sus compañeros para desmentirlo porque, en efecto, algunos de ellos también han escrito y, como para confirmar que sus correcciones, sino de estilo –el Che no se mejoraría a posteriori– son para lograr una mayor exactitud, los retoques que las últimas ediciones marcan en negrita se limitan a reforzar datos topográficos o funciones. Cuando escribe en sus cuadernos originales es para usarlo más tarde en sus diarios definitivos, salvo el último, lo que es imposible por razones obvias, entonces lo que Che hace es –qué increíble la oportunidad de esta palabra– un machete.
Sólo la sangre de un compañero le hace abandonar el tono de parte de guerra un poco contaminado por lecturas de London y entonces desliza entre comillas un epitafio lírico: “Tu cadáver pequeño de capitán valiente ha extendido en lo inmenso su metálica forma”.
Ya en Bolivia, Che ha guardado en una gruta, cerca de donde se almacenaban los víveres y funcionaba el aparato emisor, su biblioteca –dice el francés Debray que se le ha puesto en contra en Alabados nuestros señores–, una educación política pero dejando a sus pies todas las fintas de la lengua de Racine que es casi una carta de amor. En ese botín pesado para la marcha, el volumen militante no excluye al de poesía. Entonces, sentado a horcajadas en una rama, bajo el efecto de una inyección de adrenalina y hasta ¿por qué no? llevando entre los labios uno de esos puros repugnantes made in la fábrica de tabaco de Sierra Maestra –cada pitada tiende a la regularidad, a una suerte de repetición periódica que sumada a la de recorrer con los ojos cada línea de izquierda a derecha, hipnotiza la respiración invitándola a acoplarse en una suerte de autoayuda selvática– aislado de sus compañeros, Che lee ¡a León Felipe!
Hacia el final de Diario en motocicleta el narrador propone, a través de un apretón de manos con una figura que habría pertenecido a la diáspora europea de los antidogmáticos y esperaba en América el gran acontecimiento, una suerte de pase vocacional pero, poco a poco, el devenir del relato titulado “Acotación al margen” parece revelarlo como un doble. “...Usted morirá con el puño cerrado y la mandíbula tensa, en perfecta demostración de odio y combate porque no es un símbolo (algo inanimado que se toma de ejemplo), usted es un auténtico integrante de una sociedad que se derrumba, el espíritu de la colmena habla por su boca y se mueve en sus actos, es tan útil como yo, pero desconoce la utilidad del aporte que hace a la sociedad que lo sacrifica”, le habría dicho el hombre. Esa sombra terrible que no es de Facundo profetiza el porvenir al pueblo pero aclara que a éste es preciso civilizarlo no antes sino después de tomarlo. Che ha dejado páginas atrás muestras de su admiración a Valdivia llevando su ejército a través de 60 kilómetros sin una gota de agua ni árbol bajo el que refrescarse y culminado con la calificación de esa civilización como “superior ya que encontraron al fin de la aventura guerrera el dominio de reinos riquísimos que convirtieron en oro el sudor de la conquista”.
En ese Che cachorro la liberación de los dominados comienza por arrebatar el dominio a los dominadores.
Y el profeta o doble al que el Che dice ver con dientes feroces y confundido con la noche, lo sumerge en una sangrienta exaltación: “...Sabía que en el momento en que el gran espíritu rector dé el tajo enorme que divida toda la humanidad en sólo dos fracciones antagónicas, estaré con el pueblo y sé –porque lo veo impreso en la noche– que yo, el ecléctico disector de doctrinas y psicoanalista de dogmas, aullando como poseído, asaltaré las barricadas o trincheras, teñiré en sangre mi arma y, loco de furia, degollaré a cuanto vencido caiga entre mis manos. Y veo, como si un cansancio enorme derribara mi reciente exaltación, cómo caigo inmolado a la auténtica revolución estandarizadora de voluntades, pronunciando el mea culpa ejemplarizante.”
Nadie puede leer aquí un proyecto protopolítico ni la prueba que los resultados del futuro buscan hacia atrás y sería difícil verificar la fecha de los originales, de los cuales conocemos algunas fotos, y es sospechable que el párrafo ha sido puesto después, para ser leído como mito de origen a la luz de la una revolución sedentaria y frente al mar Caribe. Pero. ¿Cuántos bramidos revolucionarios impúberes y sedientos de sangre quedaron en el placard de aquellos cuya vida los hizo irrisorios como profecía? El mismo Che ha escrito sus descargos al comienzo de esas notas imberbes:
“Esta es la interpretación que un teclado da al conjunto de los impulsos que llevaron a apretar las teclas y esos impulsos han muerto. No hay sujeto sobre quien ejercer el peso de la ley (...) En cualquier libro de técnica fotográfica se puede ver la imagen de un paisaje nocturno en el que brilla la luna llena y cuyo texto explicativo nos revela el secreto de esa oscuridad a pleno sol, pero la naturaleza del baño sensitivo con que está cubierta mi retina no es bien conocida por el lector, apenas la intuyo yo, de modo que no se pueden hacer correcciones sobre la placa para averiguar el momento real en que fue sacada. Si presento un nocturno créanlo o revienten, poco importa, que si conocen personalmente el paisaje fotográfico por mis notas, difícilmente conocerán otra verdad que la que les cuento aquí”.
Cabe quizás trazar un módico paralelo entre ciertos párrafos de los diarios del Che y los de Rodolfo Walsh, ese otro argentino entramado entre la literatura y la revolución en la serie trazada por José Martí. En el relato de un sueño que Walsh hace hacia el final de su Carta a Vicky, éste elige como elemento, en lugar de la sangre, el fuego: “Anoche tuve una pesadilla torrencial en la que había una columna de fuego poderosa pero contenida en sus límites que brotaba de alguna profundidad”. El católico que hay en Walsh sabe que la zarza es la señal de Dios para que Moisés conduzca al pueblo lejos de su opresor. ¿Inspira a Walsh, Moisés, mientras que a Che, Cristo?
“Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo. En cualquier lugar en que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese nuestro grito de guerra haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestra armas”, escribe Che.
Y Walsh, cuando se autorreprocha, en su diario, por su tentación de proponerse al mundo como un “figurón, ligeramente martirizado por las circunstancias”: “Lo que sucede es que me paso al campo del pueblo pero no creo que vamos a ganar en vida mía, por lo menos ¡en vida mía! Porque esa es la clave. Lo que pase después no me importa mucho y entonces sigo siendo un burgués, más recalcitrante aún”.
No pensemos en las épocas en que estos textos fueron escritos, saquémolos de las circunstancias, ya que sus autores sostuvieron esa relación con la muerte más allá de la razón y la radicalización: para uno el cuerpo es un instrumento técnico a relevar, una inversión; para el otro, algo a proteger y a administrar deplorando que una revolución triunfante se sustraiga al testigo por los límites biológicos de éste.
Es absurdo oponer moralmente al Che de las remeras y de las latas de cerveza al de los ideales y el sacrificio. Todo supremo ha debido alcanzar su logo, una síntesis que funcione hipnóticamente como una intimidación semiótica. No se trata de la belleza: al feúcho Hitler le bastó la línea torcida de su melena frontal sobre la agudeza breve de su bigote. Evita proyectaba subliminalmente en su rodete el entrelazado de los laureles en el escudo nacional. Perón, cuya cabeza no era rentable para el croquis, tuvo un logo fónico, un efecto de vestuario –descamisarse– y un elemento de arma, el caballo. Si Hitler era decó, el Che es pop. De su diseño hasta se han hecho cargo sus enemigos que, como se arregla una pieza de caza, lo aprestaron a hacer de sí mismo favoreciendo la visibilidad de la cabeza, desplegándole la melena y abriéndole los ojos hasta perderle la mirada en el futuro para lograr un efecto vívido –¿es que hasta sus asesinos necesitaron, bajo su influjo, prometer la revolución para más adelante?–. Y no es malo que los chicos que vacían la latita de cerveza con su figura o la manchan de sudor cumbiero en la camiseta, mucho menos enterados que los otros que la llevan a la protesta conociendo en mayor o menor medida su legado, en este momento en que la política, no diríamos la revolución, no parece estar hecha por lectores, mucho menos por escritores, la asocien inmediatamente con un no vivir por la mera libra de carne aunque nadie pueda garantizar que no asimilen Sierra Maestra a un lejano camping peligroso ni que no sean, con la misma remera, hacedores del pos pos pos capitalismo.
Se quiere ver en los diarios del Che el libro satánico de un baño de sangre futuro, como lo habría sido para las generaciones inspiradas por lo que Severo Sarduy llamó La entrada de Jesucristo en La Habana, cuando no la apoteosis del error, el suicidio inconsciente que da brillo al propio nombre. Pero ningún texto puede ser causa de un ciego pasaje al acto, ni despreciado en su autonomía genérica, ni desatendido en su objetivo de autofiguración de autor, ni recibido como prueba de un fracaso radical. El Che no se equivocaba en sus análisis al expandir Cuba en Bolivia sino que pretendía la utopía de lograrlo, como señala Piglia, “haciendo depender la intervención, exclusivamente de su fuerza propia, de la formación de su grupo y no de las relaciones concretas ni del análisis de la situación del enemigo”. Para Piglia, Guevara no es sólo la experiencia y lo intransferible de esa experiencia construida sobre la política y la guerra sino que evoca la figura del lector. “El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y la soledad. Fuera de cualquier contexto, en medio de cualquier situación, por la fuerza de su propia determinación. Intransigente, pedagogo de sí mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado.”
El Che no va al muere por razones que caben a los psicoanalistas, busca menos un resultado que una autoformación que no cese; puede decirse, sino fuera un cliché extraído de la poesía de Antonio Machado, que “hace camino al andar” y que lo hace contra la oficina de Kafka y el ingeniero de Sartre, iconos de la mediocridad sedentaria de los puestos de vida en donde no hay comandantes sino gerentes.
En El último lector Piglia recuerda al Che cuando permanecía herido en un aula de la escuela de La Higuera y lo visita la maestra Julia Cortés. En el pizarrón hay escrita una frase en una de cuyas palabras falta el acento. El Che se lo señala y al hacerlo le permite señalar, a su vez, a Piglia: “La frase (escrita en la pizarra de la escuelita de La Higuera) es “Yo sé leer”. Que sea ésa la frase, que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con la lectura, es como un oráculo, una cristalización casi perfecta”. Esa cristalización es la de una posición autobiográfica en donde Che sostiene la certeza de haber aprendido a descifrar y, al mismo tiempo, la de que ahora, aunque aún pueda leer, sólo puede ser otro el que escriba por él.
Es la lectura de Piglia la que libera al Che de toda tasación realista que permita leer en sus anotaciones del 7 de octubre, previos a su captura (“Se cumplieron once meses de nuestra inauguración guerrillera, sin complicaciones, bucólicamente...”), los despojos literarios de una ceguera militar que resultará trágica. Bucólicamente es el adverbio que acuñará por sobre las circunstancias adversas, desde un lugar no enajenable por amigos o enemigos, que sea afín a la palabra pastoral invita menos a juzgar al combatiente que a continuar el hilo del sentido.
Si la revolución ha sido tan a menudo un derrotero de escritores, la política exige lectores sutiles.
Parte de este trabajo de María Moreno ha sido leído en las jornadas El Che, héroe, mito o marketing realizadas en el Centro Cultural Parque España, de Rosario, a lo largo del mes de junio.(Versión para móviles / versión de escritorio)
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