TEATRO > LOS SOLOS, UN FORMATO DE UNIPERSONAL QUE NO SE PARECE A NINGúN OTRO
El taller de Alejandro Catalán es uno de los espacios de enseñanza de teatro que más crecieron en los últimos años. El género “solos” nació ahí, de su trabajo como teórico y maestro de actores. Durante las muestras de fin de año, aparecieron escenas que no eran monólogos, ni stand up ni sketchs, eran trabajos inquietantes de una sola persona que se iba transformando, viviendo cosas que la modificaban, en tiempo real. Y decidieron llamarlos “solos”, porque así como existen los de instrumentos y los de danza, estos son los solos de actor.
› Por Mercedes Halfon
De todos los formatos de unipersonal que hay en el teatro, los Solos no se parecen a ninguno. Es más fácil entonces decir lo que no son, que lo que son. No se parecen a los monólogos, donde un actor cuenta una historia y su presencia en escena está justificada por el texto que dice. No se parecen al stand up comedy, donde la razón y fin de todo gesto es el humor. Tampoco son sketchs de varieté más tradicional, donde siempre el código de fondo es la parodia y hay un referente sobre el cual ironizar. Nada de esto son los Solos. No hay parodia, no hay humor como motor, no hay texto que enaltecer. Hay actores, cuerpo y emociones, digamos, reales. Hay sobretodo disfrute de esa extraña disciplina que es la actuación, teatro gozoso de sí mismo, algo, paradójicamente, raro de ver en el teatro últimamente.
Los Solos nacieron en el taller de teatro Alejandro Catalán como ensayos, pruebas, fragmentos y empezaron a mostrarse en público en su forma más definitiva en el 2005. Crecieron paralelos a su trabajo como director en otras obras como Foz y Dos minas. Después de varios cambios de sala, y desde hace dos años se aquerenciaron en La Vaca Profana, un espacio bonito que propicia cierto relax. Hay que entrar, ubicarse en una mesa, tomar algo, hay música fuerte, los otros espectadores hablan más fuerte todavía, no da la impresión de estar en el teatro. Pero al rato se oscurece un poco la sala –no hay oscuro total–, se hace silencio y una actriz pasa entre las mesas rumbo al tabladito que está en el centro. La luz la recorta un poco del fondo, tiene una silla como un mínimo elemento que hace de soporte a su actuación. La voz sale carrasposa primero, tímida, y luego se afirma. Es una señora (Maitina de Marco) enamorada, habla de su Julio, cómo lo conoció en casa de unos amigos, cómo entró en su vida para quedarse, cómo ahora no puede hacer otra cosa que estar pendiente de él. El público sonríe, se escucha alguna risa un poco más sonora, una tos, no es un monólogo donde todos vamos a descostillarnos de las ocurrencias de un histrión hilarante. Lo que sucede es más bien triste. La señora dice, igual o muy parecido al poema de Susana Thenon: “¿Quién es, quién es esa mujer?” Así comienzan los Solos.
Al sucederse los solos, lo que queda claro, es que el teatro aparece como una decisión del actor. Uno que está a centímetros de los que están tomando cerveza, pero con una decisión tan potente que pareciera que todos los telones del mundo estuvieran enmarcándolo. No hay duda de que ese cuerpo está tomado por la ficción.
Hay que decir que el taller de Alejandro Catalán es uno de los espacios de enseñanza de teatro que más creció en los últimos años. El “género” Solos nació ahí, de su trabajo como maestro de actores y como teórico sobre teatro. El cuenta que en un momento dado del trabajo en el taller, al hacer las muestras de fin de año había escenas que excedían la muestra y producían algo muy inquietante. Eran trabajos de una sola persona, que mostraban mutaciones subjetivas de alguien no unidas por un texto justificador, era una “persona” que se iba transformando, viviendo cosas que lo modificaban, en tiempo real. Eran bellas unidades mínimas: ahí estaba todo. Dice: “El espectáculo se fue dando como un proceso, lo llamamos Solos porque entraba dentro del genérico unipersonal, pero ninguna de las nominaciones de lo que son los géneros unipersonales nos satisfacía y encontrábamos que en ‘el solo’, quizá más ligado a la danza o a la música se nombraba algo más propio del trabajo”. Así como hay un solo de batería o de guitarra, o mejor, un solo de danza, así puede haber un Solo de actor. “Me acuerdo que estando en España fuimos a ver un espectáculo de flamenco en un boliche así, medio que no estaba habilitado, y vi el retablo de flamenco y le dije a Tony, uno de los actores, que es español, ‘los solos hay que hacerlos en una tarima así’. Tony me dijo ‘obvio’. Uno tiene que ver al actor que viene tranquilo, se sube a una tarima y cambia. Como ve al bailarín que sube y comienza a zapatear. Así se fueron dando las condiciones, ver cómo sube y empieza, fue fundamental.”
El siguiente solo es un muchacho (Gabriel Zayat), en bata de terciopelo, pecho peludo apenas cubierto, tirado en una reposera con un farol de whisky en la mano. Es un tío que “habla” con sus sobrinos, cuenta cómo se hizo rico, los negocios que hizo en Brasil, un tío, digamos, menemista, que termina vociferándoles a los niños (imaginarios) “¡plata, plata, plata, plata!”, en un aullido tan feroz como infeliz, asustado de su propia vida. Unicamente vemos esa escena: el hombre recostado, hablando con sobrinos. Y esa imagen es suficiente para imaginarnos todo lo demás. Así funciona la narración en los Solos, que por su arbitrariedad, condensación e imagen, parecería estar más cerca de un poema que de una prosa.
Catalán dice: “Un solo dura como mucho quince minutos. Y en términos de nuestro abordaje de su producción, es una obra. No es una obra respecto de los requisitos externos que tienen las obras en cuanto a duración, pero es una obra como lo es un cuadro. Un cuadro no hace a una muestra, muchos cuadros sí. Los solos son eso, exponer muchas obras”. Al estar tan sintetizada la situación, el muchacho que aúlla la palabra “plata” y escupe un poco a las primeras filas, golpea igual que un poema que nos obliga por su contundencia a cerrar el libro para continuarlo más tarde. “Hay días que todavía faltan pasar dos solos pero para mí el espectáculo podría haber terminado ya. Bueno, uno no va a dejar sin actuar a dos que ya están vestidos, maquillados y demás. Pero es como si uno dijera, con estos tres que pasaron, se podría decir ‘es hasta acá’. Si uno pudiera ser lacaniano en ese momento le diría al público ‘es hasta acá. Váyanse con esto’”, cuenta.
Esta idea de “cortar acá” nace porque los Solos se ordenan sobre la marcha. Dice Catalán que al principio ellos establecían un orden de salida de cada intérprete, pero que en un momento dado decidieron que lo mejor era definirlo en función de cómo estaba saliendo el espectáculo y la respuesta del público. Un poco en broma, llamaron a ese procedimiento –como el rating en los programas de televisión en vivo– el “minuto a minuto”. A un Solo que es más arriba le sucede otro que es más abajo, o no, se redobla la apuesta. Y así entra ahora este Solo de una colegiala (Anahí Pankonin) que no quiere soplarles más a sus compañeros burros. La lógica de cómo se suceden es casi digitada por un DJ, un Solo para provocar un efecto en el público, hacerlo alegrarse, reírse o hacerle daño.
La colegiala baila sexy y patética sobre un tema de Prince, llora y baila al mismo tiempo y el público se ríe, festeja, se apena, se sorprende. La eficacia del Solo está dada por la verdad con que ella afirma su situación desesperada, ser la más inteligente no le sirve de mucho, cuando se enamora de un compañero que sólo quiere las respuestas de la prueba de matemática. La sucede un motoquero heavy (Nahuel Cano) fan de Megadeth, con algunos problemas personales. Y finalmente cierra una mujer aristocrática (Lorena Vega), dueña de la finca Las Acacias, que extraña a su esposo muerto y hace de rara anfitriona en una fiesta invisible.
No hay grandes textos, el dispositivo es pequeño, todos estamos tan cerca de los actores, que es posible ver cada parpadeo, cada respiración contenida, cada pequeño temblor. Y eso produce un gran disfrute, se acompaña el despliegue actoral y se lo festeja. Ese es el secreto, ver de cerca esa máquina tan atractiva como inexplicable.
Catalán, cuenta: “Mucha gente que presenció y produjo teatro en la década del ‘80 se reencontraba acá, no con el lenguaje de esa época, pero sí con cierto espíritu del momento. Martín Kahan, por ejemplo, actor y director amigo, vino una vez, me acuerdo que estaba tomando una cerveza apoyado en la barra y me dijo ‘te hiciste tu Parakultural’. Era una broma, pero sí siento que se rearmó algo de venir a ver unos que actúan. Nos llegaba ese comentario: estar ante ‘carne fresca’, ir a ver actores. Y creo que finalmente si los Solos se han instalado en el tiempo es porque hay una cualidad muy distintiva y singular que es ir a ver actuar. Ir a ver un cuerpo que no carga con ninguna trascendencia de dirección ni de autor y que lo que produce no es un ‘género menor’, tipo un sketch; sino que lo que produce es algo contundente, que puede hacer mal, incluso”.
Jueves a las 22, en La Vaca Profana, Lavalle 3683. Entrada: $ 15. Reservas 4867-0934
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