PáGINA 3
› Por Guillermo Saccomanno
Con el Nano fuimos compañeros de colimba en el sur. Además de escribiente, el Nano era maestro en la escuela del regimiento. Enseñaba a leer y escribir a colimbas que venían embrutecidos del campo y que, aun cuando nos costara creerlo a los porteños, consideraban el uniforme rotoso y la ranchada hedionda como lujos. Alguien me contó que al Nano lo habían chupado en la última dictadura. Lo que fue cierto. Lo pensé desaparecido. Pero no. Hace poco, en San Martín de los Andes, durante la feria del libro, el periodista y poeta Rafa Urretabizkaya me acercó saludos del Nano. Sí, el Nano estaba vivo. Había sobrevivido a la tortura y la cárcel, había estado exilado en Roma y, con la democracia, vuelto al país. Desde entonces otra vez en lo suyo, la docencia y la militancia, compañero de lucha de Fuentealba, el maestro recientemente asesinado por el gobernador Sobisch. Que nos contactáramos por mail, me dijo el Rafa. Porque si lo llamás no va a contestar. Quedó sordo de la tortura, me dijo. Y así fue que con el Nano empezamos a escribirnos. El fragmento de mail que sigue –la base del iceberg de esta historia, el cuento subterráneo dentro del cuento– es el testimonio de un sobreviviente, pero no sólo. Prueba contundente del poder de la lectura, es un cuento y también un ejercicio de teoría literaria que los maestros podrían divulgar en sus clases. Es decir, una herramienta. Aquí va.
“El primero, de los dos años que estuve en la cárcel de Rawson, nos permitieron tener libros que, previa censura de un bibliotecario que no era lector, más allá de las contratapas, a razón de tres por mes a cada preso, nos dejaban leer. Obviamente, luego de leídos los cambiábamos, aunque no estaba permitido, lo que nos permitía leer todo lo que quisiéramos. La biblioteca de la cárcel era excelente, a pesar de haber sufrido a poco del golpe lo que denominábamos la quema de la biblioteca de Alejandría. Con nuestra presencia, formados como en la colimba, los milicos quemaron un montón de libros, que vaya uno a saber con qué criterios habían sido condenados, pero si nos atenemos a cómo se condenaba a los hombres en aquella época, no nos costará demasiado darnos cuenta.
La biblioteca era buena y lo seguía siendo aun después de la quema, porque ningún preso retira sus libros al momento de ser liberado o trasladado. El libro deviene un objeto cuasi sagrado en esos espacios de encierro, es como la contracara de la institución. No tenés una idea de cuantos días de encierro escapábamos mediante la literatura. Por supuesto que los carceleros se dieron cuenta y durante el segundo año, prohibieron la lectura en los pabellones. Fue una nueva manera de torturarnos. Pero allí vino en nuestra ayuda la literatura acumulada en la memoria. Pasábamos horas contando lo que recordábamos de algún libro leído, y no pocas veces el libro había sido leído por más de uno, lo que mejoraba la discusión y el placer enormemente” (Nano Balbo, docente y militante de la CTA de Neuquén).
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