CINE > TIDELAND, LA NUEVA PELíCULA DE TERRY GILLIAM
Una vez más, el díscolo Terry Gilliam elige la provocación y el privilegio de una mirada propia por sobre cualquier consideración comercial. Y así Tideland, o Tierra de pesadillas en su versión local, su último trabajo, oscuro, desenfrenado y castigado por la crítica –que se vio en el Bafici y se edita aquí directo a video–, es, según él mismo afirma, una cruza de Psicosis con Alicia en el país de las maravillas, de realismo y mundos imaginarios, en el Sur profundo de los Estados Unidos, entre mansiones, taxidermia y cabezas de Barbies.
› Por Mariano Kairuz
Dos años atrás, un par de éxitos y numerosos proyectos malditos después de Brazil, la película que lo convirtió en un “descastado” de Hollywood (a donde volvió a entrar y salir una y otra vez), Gilliam repitió el gesto del artista contra los ejecutivos. Su última película, Tideland, estaba a punto de estrenarse en Nueva York y su pequeño distribuidor norteamericano no se estaba esforzando lo suficiente para que el público se diera por aludido. Entonces Gilliam, viejo tirabombas, se calzó un cartel que decía “Realizador sin estudio, una familia que mantener. Dirijo por dinero”, y salió a la calle a mendigar atención sobre el inminente y huérfano lanzamiento de su película. Tideland había sido producida por escasos 12 millones de dólares juntados de manera independiente, y filmada durante un prolongado alto en el montaje de su película anterior, Los hermanos Grimm. La interrupción de esa otra película se debió a desavenencias de Gilliam con los jefes de Miramax, que finalmente se la devolverían para que hiciera con ella lo que quisiera. Grimm se estrenó y no le fue muy bien, pero en el medio terminó de filmar esta otra película, más pequeña y más bien oscura, protagonizada por una chica de unos diez años. Que finalmente tampoco vio casi nadie en los cines y que quizás algún día llegue a ser un pequeño film de culto, pero que en su estreno fue duramente golpeada por la crítica norteamericana. Y que hace apenas unas semanas llegó sin pasar por los cines (aunque sí se vio en el Bafici), directo al DVD local, con el título Tierra de pesadillas.
Terry Gilliam la definió como una cruza entre Psicosis y Alicia en el país de las maravillas. Y hay algo de ambas en Tideland, pero no más que unos cuantos elementos más o menos conectados entre sí y referencias explícitas a la lectura del libro de Carroll. El punto de vista de la narración es el de esta nena, llamada Jeliza-Rose (Jodelle Ferland), quien para el comienzo de la película parece haberse dedicado a cuidar a sus padres heroinómanos (Jennifer Tilly y Jeff Bridges) más de lo que ellos la habrán cuidado a ella; al punto de prepararles las jeringas. A pesar de lo cual, Jeliza-Rose es una verdadera princesita que se las arregla para no perder la cordura ante la falta de atención y la soledad en la que vive, y ni siquiera ante la muerte, temprana en la película y por sobredosis, de sus dos padres. Antes de pasar al otro mundo, su padre recién enviudado la lleva a la casa de la abuela en medio del campo, en el sur profundo norteamericano; en el medio de la nada. Allí la nena seguirá recreando sus mundos de cuentos de hadas un poco tenebrosos, valiéndose de un auto desvencijado y abandonado, de cabezas de Barbies y de lo que tenga a mano. Y relacionándose únicamente con el cadáver del padre en descomposición (bastante a lo Norman Bates) y con sus nuevos vecinos: una mujer que quizá sea una bruja, su hermano lobotomizado, y la madre muerta de ambos, a la que también conservan, aunque cuidadosamente embalsamada. Gilliam lo filma todo en el grotesco que ha explorado desde siempre, y aunque la crítica norteamericana destacó su intención de incursionar en cierto “realismo” (una posibilidad que quizá no abordaba desde Pescador de ilusiones, de 1991), la verdad es que el relato pendula entre lo real –la gente, los lugares, los procesos físicos son más o menos factibles– y lo no necesariamente fantástico pero sí imaginario, que se funden en la cabeza de una nena con experiencias demasiado traumáticas que sobrellevar. Acá vuelve a recurrir al gran angular, la lente ligeramente deformante que Gilliam ha usado mucho en sus películas, pero especialmente en Pánico y locura en Las Vegas, su fallida road movie sobre el libro de Hunter S. Thompson que intentaba sumergir al espectador en la misma experiencia lisérgica de sus protagonistas. Pero este recurso, menos que proporcionarnos un punto de vista levemente desencajado, introduce una mediación, pone una distancia que parece volver todo su espectáculo mortuorio y aberrante en algo más digerible: como si nos dijera: “Así de torcido es como vemos todo esto el resto de nosotros, los que somos más o menos normales”.
Y a la vez que la película encuentra una protagonista cautivante en Jodelle Ferland y, como siempre, Terry Gilliam es un talento capaz de generar imágenes impresionantes –convierte la escena del hundimiento de una casa de campo en la misma tierra que la sostiene como si fuera un barco en el mar, en un cuadro de poder hipnótico–, parece no terminar de conectarse de manera sincera y sensible con aquello que constituye el corazón de su argumento. Como si no advirtiera o no le importara el hecho inexorable de que, por más que esta nena haya conseguido crear su propio refugio garantizándose alguna forma de supervivencia, no puede sino salir dañada de alguna manera de sus dramáticas experiencias. Gilliam ha dicho que su intención era contradecir el lugar común de “sentimentalizar a los niños”, de considerarlos “criaturas frágiles”: “Creo que son duros como uñas, que están diseñados para sobrevivir”, dice. Pero al mismo tiempo incurre en otro lugar común que viene de la mano de aquél, y además doble: la idea de la pura inocencia, presuntamente viva en niños y en retrasados mentales. Hace vivir a Jeliza-Rose cosas terribles, y después no registra las consecuencias verdaderas de esas experiencias sino que se regocija en un presunto poder simbólico, mágico, de la imaginación, capaz de ponerla a resguardo de todo. Y se mete en terreno complicado cuando hace que ella y su nuevo vecino, amigo y compañero de juegos, se arrimen a su propia curiosidad sexual, pero luego los mantiene a raya, lejos de toda posibilidad de provocar un escándalo. Lo que no parece ser por miedo a tener que afrontar la polémica sino más bien porque lo que le importa son menos las angustias verdaderas de los personajes de Tideland que sus derivaciones más fantásticas y evasivas, su pura formulación visual y el encantamiento de superficies brillantes en los que asoma, pero nunca termina de revelarse el fondo oscuro y material, bien real, de las tragedias humanas que él mismo propone.
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