La larga y cada vez más oscura tradición de literatura sobre niños rotos.
› Por Mariana Enriquez
Tideland es la adaptación de una novela del escritor norteamericano Mitch Cullen, editada en 2000, y que en su momento fue celebrada como una pieza central en el revival del gótico sureño, con ecos de “Una rosa para Emily” de William Faulkner (con esto se referían a la necrofilia) y los personajes de niñas soñadoras y valientes de Carson McCullers o Eudora Welty. Pero Tideland se inscribe en una tendencia literaria muy reciente que, en efecto, abreva en el gótico sureño tradicional, pero pone en el centro, como protagonistas, a los niños. Ya no se trata de la pérdida de la inocencia, sino de su pisoteo, su destrozo. Incluso de la afirmación de que los niños no son depósitos de inocencia, sino más bien agentes del caos, precipitadores de la maldición, víctimas propiciatorias. Y muchas de estas novelas tuvieron o tendrán destino cinematográfico. La más pegada al género tal como se entiende hoy fue The Heart Is Deceitful Above All Things (2005), dirigida por Asia Argento sobre la colección de cuentos de J. T. Leroy (también tomaba algunas cosas de su novela, Sarah, 2001). Los interesados en los casos de la literatura sabrán que Leroy se presentaba como un joven que en la niñez había sufrido abusos espantosos (su madre lo obligaba a tomar anfetaminas, travestirse y también prostituirse), con lo cual que tuviera la presencia de ánimo para poner sus experiencias por escrito era casi un milagro; lo cierto es que en realidad J. T. Leroy es el alter ego/seudónimo/criatura de la escritora Laura Albert, que intuyó el potencial marketinero de ser un ex niño abusado. ¿Escándalo moral o arte? Se sigue discutiendo. Mientras tanto, Peter Jackson (El señor de los anillos) lucha con la adaptación de Desde mi cielo (2002) de Alice Sebold (en el original The Lovely Bones o Los hermosos huesos), sobre una chica asesinada después de ser violada y desaparecida porque su asesino mantiene el cuerpo oculto, observa desde el cielo cómo su familia enfrenta el duelo. Ciertas buenas vibraciones de un texto en apariencia “esperanzador” (y muy hermoso) no pueden ocultar que, en el centro de todo, hay una nena muerta.
Los ejemplos se multiplican. Donna Tart publicó en 2002 la novela The Little Friend sobre el asesinato de un niño de nueve años que sólo es presenciado por sus dos hermanas, una de meses, la otra de cuatro años. Esta última es la que decide investigar el crimen ya crecida, y el principal sospechoso es un vecino taxidermista que, además, produce metanfetaminas en su trailer. Todo transcurre en la casa de las hermanas, una mansión sureña que supo ser cabeza de plantación antes de la Guerra Civil, donde la madre languidece por una depresión que no la deja salir de la cama y las tías se mueven entre antigüedades y terciopelos. En otra línea, Michael Kimball publicó en 2000 The Way The Family Got Away: A Novel (en castellano publicada por Tusquets como Y la familia se fue) sobre un grupo familiar de padre, madre y tres hijos que parten de viaje con sus escasas pertenencias hacia la América profunda. El problema es que de los tres hijos sólo dos –los que narran la novela– están vivos: el menor, un bebé, viaja en estado de cadáver dentro de ese auto macabro, tan claustrofóbico como el clásico cuarto de la loca en las novelas góticas, en una huida hacia la descomposición. Y, por último (y sólo porque es una novela tan buena que merece ser mencionada por sobre otras, muchas más, que se suben a la onda) está Pigtopia (Mondadori) de Kitty Fitzgerald, una fábula con final catástrofe, donde la tierna amistad entre un chico deforme/retrasado mental que vive oculto en un sótano con chanchos, y su vecinita (en plena pubertad rebelde), deriva muy lejos del mensaje de concordia y manos entrelazadas hacia un escenario de crimen con mutilación, encierro asfixiante y una denuncia que demuele toda idea de encanto y bondad depositada en los menores.
Pero hay una vuelta de tuerca ambivalente, algo perversa. El gótico tradicional, de Faulkner o Flannery O’ Connor, era demoledor: de algunas cosas no se puede volver, como le sucede a la familia del célebre cuento “Un hombre bueno es difícil de encontrar”. Pero en muchas de estas nuevas novelas, esos niños sometidos a las peores pesadillas suelen sobrevivir, si no enteros, al menos funcionales. Algo de ese “final feliz” peligroso (porque implica que, si la recuperación es posible, por qué no aplicar la crueldad) quedó desnudo cuando se supo la verdad sobre J. T. Leroy: ese niño abusado espantosamente, que lograba sobrevivir, no existía. Es que es muy difícil reparar ciertos daños, ciertas tragedias; a veces, estas novelas potentes, con frecuencia literariamente brillantes, hablan de un consuelo imposible que obliga a pensar en un mundo fuera del texto. ¿Qué es eso irreparable a lo que refieren, y por qué hay tanta necesidad de sanación?
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