› Por Gabriel Garcia Marquez
El libro de Ignacio Solares me ha hecho sentir cuán vivo está Cortázar entre nosotros.
Al leerlo he revivido, como una imagen atemporal, aquel viaje que hice a Praga por última vez en el histórico año de 1968, con Carlos Fuentes y Julio. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo, en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíble, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas.
Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.
Estas líneas conforman el prólogo que García Márquez escribió al libro Imagen de Julio Cortázar, de Ignacio Solares, en el que el escritor mexicano explora los componentes oníricos, religiosos, parapsicológicos y mágicos en la obra del argentino.
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