Dom 07.09.2008
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FOTOGRAFíA > GUSTAVO DI MARIO: MODA Y CAMPO

Secreto en la pampa

Como fotógrafo de modas, Gustavo Di Mario tiene la peculiar cualidad de capturar eso que da espesor a su profesión: el lirismo —a veces triste, a veces luminoso, pero siempre revelador de todo un mundo que no vemos pero percibimos— que exhala una simple pose. Lo mejor de esa cualidad puede verse en la muestra Civiles. Pero además, durante años Di Mario llevó ese mismo talento de paseo por las jineteadas de Buenos Aires y volvió con Gauchos, un trabajo que expone bajo una luz inédita a los jóvenes del campo, que será publicado en forma de libro en pocos meses y que acá presenta de manera exclusiva.

› Por María Gainza

Un joven gaucho se despatarra sobre un piso de mosaicos grises. Dos mechones de pelo renegrido le abrazan el cuello en forma de gargantilla. Sus brazos, de venas marcadas, se estiran hacia atrás sosteniendo un cuerpo atlético que exhibe con orgullo. Lleva unas bombachas de campo color bordeaux, botas altas de carpincho marrón, faja y una musculosa amarilla con brillitos. A su costado, hay una pintura de un barco en altamar que, en esas correlaciones que la mente suele trazar, emparienta al joven con un corsario de una novela de Salgari; del otro lado, un poster de La Renga lo convierte en estrella de rock. También sobre el piso, hay una estatuita plateada que, de tan rígida, contrasta irrisoriamente con la soltura de la escena. Sin embargo, hay algo formal, no fijo, pero sí decoroso, en los ojos del retratado. Bajo unas cejas negras carbón mira bellísimamente a cámara, pero sus ojos no irradian alegría sino autocomplacencia. Seguramente ésa es la forma en que él ha elegido presentarse a sí mismo. Y la elección, como en todo retrato, es un ticket que permite traspasar del otro lado de lo real. Es muy probable que ese día, al tomar la fotografía, Gustavo Di Mario haya visto lo que hace un siglo vio Nadar, o hace cuatro siglos Van Dyck, cuando se paró con su pincel frente a un rey inglés: que puede haber poesía en una pose.

Eso es precisamente lo que dice, a su manera, cada foto de Gustavo Di Mario. Porque tanto en sus producciones de moda como en sus campañas publicitarias o en sus trabajos personales, Di Mario tiene la habilidad de capturar imágenes de jóvenes que, con un simple encorvar la espalda o una bajada de mentón, destilan allure y romanticismo. A veces, la languidez de los gestos y la comodidad que encuentran en la desnudez de sus torsos sugiere un grupo de mártires del Cinquecento, atrapados bajo el tedio de los tiempos, hastiadamente cotejando el arribo del Paraíso. Y si no, una pasada por la galería Dabbah Torrejón donde se exhibe Civiles, un puñado de sus mejores fotografías realizadas para la agencia de modelos, lo termina de confirmar.

Pero acá, en esta fotografía frente a nosotros, el asunto es otro. Pertenece a la serie Gauchos, en la que Di Mario trabaja desde el 2004 y que será publicada por la editorial Retina en unos meses. Capturadas por Di Mario en jineteadas de los alrededores de Buenos Aires, estas fotografías son su costado más privado y donde logra sus resultados más sobresalientes. No necesariamente porque sean el producto de un acto desinteresadamente comercial sino porque es acá donde su trabajo como fotógrafo de modas adquiere espesor. La superficie aceitosa del mundo del fashion y las profundidades enlodadas de la psicología del gaucho, se funden para sacar a la luz un comentario sobre moda, sociología y ficción.

I

La camarera que lleva los cafés empuja con la punta del zapato la puerta de la habitación de un moderno hotel palermitano. La puerta cede. Adentro, un grupito reducido de asistentes se entremezcla con algunas modelos desvaídas. Gustavo Di Mario, con unos pantalones rojos y holgados símil rapero del Bronx, está en la habitación de al lado hablando con un morocho que, sentado en el único pedacito que queda disponible de una cama atiborrada de sacos, polleras y carteras, lo escucha atento. Al ver a la cronista, y obviamente sin percatarse que ya no hay dónde, Di Mario, sugiere señalando la cama: “Pasá, sentate”. Y se pone en cuclillas, dando la sensación de tener todo el tiempo del mundo para conversar. En la habitación de al lado, el ajetreo continúa como el leve ronroneo de un aire acondicionado. Di Mario chequea de reojo las trenzas que una peinadora está terminando en la cabeza de una modelo y recién enfoca su atención cuando escucha: “Tu trabajo sobre los gauchos me recuerda al que hizo Avedon sobre el Oeste”. Entonces, sonríe y responde: “Sí, algo de eso hay, salvando las diferencias, claro”.

El asunto es que en la primavera de 1979, Richard Avedon salió en busca del Oeste americano. Capturó granjeros, mineros, prostitutas, cowboys y camareras en una crónica de la Norteamérica profunda. El resultado fue In the American West, un trabajo personal de Avedon que lo consagró como uno de los retratistas más extraordinarios de la historia de la fotografía. Lo que obtuvo Avedon en esos retratos sobrios y meticulosos en blanco y negro fue un Oeste de ficción, no menos verdadero y concluyente que el de John Wayne o el de Sergio Leone. En ese sentido, la serie de Di Mario sobre los gauchos argentinos también es una ficción, no menos que Don Segundo Sombra o Juan Moreira.

Porque desde el comienzo, Di Mario aclara que él nunca intentó realizar un documento exhaustivo sobre los habitantes de la zona, sino que buscó a aquellas personas que le inspiraban la necesidad imperiosa de decir algo. “Cuando voy a una jineteada, lo que busco son caras. Caras que me llamen la atención.” Y eso encontró con absoluta intuición. Más que ajustar la apertura del diafragma, Di Mario logró, frente a sus gauchos, regular la temperatura emocional del encuentro. Los rostros vienen como olas, comunicando todas las tormentas de sus almas. Y según se apilan las imágenes, los retratos de gauchos con pañuelitos al cuello, con cervezas en la mano, con boinas ladeadas, revelan todo tipo de conexiones, psicológicas, sociológicas, físicas y familiares.

II

En 1964 Bonifacio del Carril publicó Monumenta Iconográfica, una recopilación de paisajes, ciudades, tipos y costumbres argentinas en imágenes. Allí se puede ver, en las primeras acuarelas de pintores viajeros del siglo XIX, cómo la figura del gaucho fue usada para reforzar una falsa identidad nacional. Rugendas, Monvoisin, D’Hastrel pintaron un gaucho tipificado y folklórico, alejado de la realidad social: las paisanas parecen madonnitas italianas de ojos caídos y rostros ojivales, y en los gauchos, de punta en blanco, prima una mansedumbre enervante. A mediados del siglo XIX estas imágenes se ocuparon de garantizar que la llegada de los europeos no había perturbado la apacible vida del Nuevo Mundo. Muchos años después, mientras los alambrados cercaban al gaucho, la idea romántica de una especie en vías de extinción se canonizaba. Bioy Casares escribió: “Existía el vago anhelo de todos nosotros, hombres de un mundo progresivamente acaparado por la ciudad, de contar con un antepasado bravío con quien identificarnos”. Ahora, los gauchos de Di Mario evocan un sentido de la pampa diferente: a veces sombrío, abrasivo, a veces ligero, ocioso, nunca bucólico. Los caballos, conspicuamente ausentes de las fotos, anuncian la desaparición de una forma de vida. Di Mario no es condescendiente con el gaucho ni lo utiliza para sus propios fines. Sus protagonistas no son héroes, sino muchachos de pocas perspectivas de futuro, que participan de las jineteadas casi como metáfora de una vida difícil, intentando aferrarse al lomo del caballo por esos seis segundos que pide el reglamento. En algunas imágenes, la identidad sexual aparece en primer plano. La inobjetable heterosexualidad de los hombres de facón, puesta en duda. En sus mejores momentos, algunas fotografías rozan el desprejuicio de aquel maravilloso cuento corto de Annie Proulx que es “Secreto en la montaña”. La misma mirada abierta que observa cómo dos cowboys de Wyoming se ven de pronto atrapados en una pasión que no tienen idea cómo nombrar, aparece también aquí, donde de paso, Di Mario nos da un estudio de homofobia en el territorio del último macho argentino.

III

En su peor faceta, la fotografía de moda es un género de poses congeladas y miradas sombrías: como si la modelo hubiera sido atrapada contemplando su propia mortalidad. Pero en su mejor faceta, algo bueno, muy bueno pasa. De las miles de fotografías que se toman a diario, las más interesantes, las más adelantadas, aparecen invariablemente y desde hace varias décadas en revistas de moda. Comenzando en los años ’60 y ’70, los fotógrafos de moda empezaron a mirar hacia la pintura, la ficción pulp y las películas. En los ’80, las capas de documental y ficción se apilaron. Las fotos de Nan Goldin tomadas en baños rusos de la calle 10 registraron la espiral descendente de la subcultura neoyorquina y el amor en los tiempos de la fluidez sexual. En el proceso, la fotografía de moda se expandió y borró sus límites. Se convirtió en una esponja: uno veía las influencias de artistas como Cindy Sherman, Tina Barney y Gregory Crewdson o miraba cómo Phillip Lorca diCorcia jugaba a dos puntas. Más comúnmente se veía cómo los estilos de películas como Terciopelo Azul de Lynch o Lejos del Paraíso de Todd Haynes se infiltraban en las imágenes. Las fotos de Kate Moss luciendo apenas un chalequito verde y una bombacha sin elástico en su departamento, tomadas por Corinne Day, definieron tanto los años ’90 como Trainspotting o Portishead. Parecían la antítesis de la moda. Pero de hecho, hicieron que la moda luciera fresca de nuevo, después de haber quedado sofocada bajo las densas hombreras de los ’80. Más que una cartera o un zapato, esas imágenes comenzaron a vender una forma de vida. Es a crear este tipo de imagen, a lo que aspira la buena fotografía de moda. A voluntad o por encargo, Di Mario logra esto en sus mejores fotos, aquellas que en su sentido más literal tienen “calle”. Porque lo que invariablemente diferencia una foto de Di Mario del montón, es esa cualidad intoxicada, mezcla de bailantas, mercado de pulgas, cerveza, potrero y tren Sarmiento que atrapa cada dos por tres y que tan precisamente retratan nuestros tiempos.

En Gauchos, Di Mario utiliza esos mismos poderes al apretar el gatillo. Consigue unas fotos espontáneas, de una inteligencia sensible e inquieta. De su incursión en las revistas parece haber aprendido que la atmósfera aristocrática de la moda nunca se consigue en grupos grandes. Surge de la unión de sólo dos elementos. En este caso, el fotógrafo y el gaucho. Sus mejores retratos son los de gauchos solitarios, acorralados contra la pared o en medio de una vía de tren. Cuanto más se miran esas fotos, más misteriosas se vuelven y más preguntas aparecen. Di Mario atrapa en esas imágenes una elegancia rara, una cualidad poco definible, producto de un arte deliberado y, a la vez, de un talento natural. Algo que le permite cruzar géneros sin esfuerzo. Es con esa misma soltura con la que, aún en cuclillas al borde de la cama, encandilando a la cronista con sus pantalones rojo Cadillac, puede largar una frase destinada a generar pánico en todos aquellos que piensan que la última Nikon o el nuevo set de golf inmediatamente va a mejorar su rendimiento: “La verdad es que no me interesa demasiado qué cámara uso”. Y mientras se encoge de hombros como un niño ante una pregunta que no puede contestar, dice: “No sé, supongo que algo hay que usar”.

Civiles
Gustavo Di Mario

Galería Dabbah Torrejón
El Salvador 5176
Martes a viernes de 15 a 20.
Sábados de 11 a 18.
Hasta fin de septiembre

Gauchos será editado en pocos meses por la Editorial Retina.

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