EL CATADOR CATADO
Se huele en el aire, en la publicidad, en el marketing, en las promociones y en la estética, un flagrante regreso a los ’70 en forma de nostalgia convertida en consumo. El libro Los 70, que recopila fotos anónimas familiares de aquellos años, es quizás uno de los ejemplos más palpables de esta tendencia. Y también uno de los más siniestros.
› Por Mercedes Halfon
Dentro de lo que podríamos llamar una tendencia generalizada a convertir la nostalgia en un objeto de consumo, al mismo tiempo que diferentes publicidades piden, por ejemplo, que vuelvan los shorcitos del Mundial ’78, simultáneamente a que los precios de ciertos objetos de la década del ’70 –luncheras, juguetes, lámparas– suben, hay otro rescate similar, que viene por el lado de las fotografías de los ’70 en la Argentina. El libro Tesoros familiares recientemente editado se une a estos otros gestos melanco-homenajeadores y recopila fotos amateurs, imágenes familiares de la década, todas ellas de niños y padres, abuelos y nietos, en escenas de la vida hogareña.
Hay antecedentes de esto que tienen que ver con una revalorización estética de esta clase de imágenes hechas con fines no artísticos; fotos sacadas por un marido a su esposa durante años o fotos anónimas encontradas en la calle, que pueden revelar colores, texturas y formas de otra época con una mirada nueva, y convertirse en un objeto de interés, o un libro, o una muestra. Esto a su vez se vincula con nuevos modos de los estudios históricos, que se interesan no sólo en los “grandes hechos”, o “grandes períodos” de una sociedad o un país, sino también los pequeños, la historia de la vida cotidiana, su memoria, donde la fotografía se convierte en una aliada fundamental. Tesoros familiares con su estricto recorte temporal y su imaginario de álbum familiar estarían enmarcados por estos parámetros.
En la tapa dice claramente: Los 70, y estamos hablando de la Argentina. En el interior comienzan a aparecer niños en lugares como el Italpark y La Rural; impresos en cada una de las fotos están los años ’77, ’78. En el breve prólogo, único texto que da marco a las fotografías, se dice: “Quisimos recordarnos como nos miraban nuestros padres, quisimos recordar nuestras ropas, nuestros juegos y acomodarlos en un libro para que el paso del tiempo no borre eso que nos formó y nos hace niños de los ’70”. Lo fundamental tanto en el prólogo como en la contratapa es que, a pesar del carácter eminentemente documental de las imágenes y de la intención de “recordarnos cómo fuimos en esos años”, en ningún lugar se menciona que en esos años sucedía en el país una dictadura militar. El dato histórico, dato duro, ineludible, está borrado. Eso no se recuerda.
Vemos un chico en un bebedero de una plaza –desierta–, dos nenas leyendo en la cama, matrimonios en la playa, en una carpa en el sur, y soplidos de velas de cumpleaños. Los momentos son cotidianos, no se trata de los “grandes momentos” sino de atisbos de felicidad familiar. Pero esa felicidad se torna otra cosa cuando se une con las fechas de los pies de página: la omisión de lo que sucedía en el contexto emerge de un modo siniestro, en un detalle inadvertido.
En principio podemos decir que justamente la política cultural del Proceso consistía en reafirmar los valores de la Patria y la familia como únicos núcleos posibles, la familia en detrimento de lo colectivo en otros órdenes. Las películas de la época son testimonios de este recrudecimiento de una moral de los ’50 que se quiso implementar desde arriba con films como Los chicos crecen (Palito Ortega) y otras del estilo. Ese intento de desideologización es exactamente el mismo que se ve en Tesoros familiares, hasta parecería continuar en él, porque más allá de lo arbitrario de cualquier recorte temático, ¿por qué en las fotos vemos sólo familias? ¿Qué sentido cobra ese recorte en esos años? ¿Por qué no hay parejas besándose o grupos de amigos en las plazas y calles? ¿Por qué el primer día de clases un niño tenía que dibujar una bandera o un soldado? (eso está en las fotos). Tesoros familiares cree poder separar la supuesta “tierna infancia” de los conflictos ideológicos; pero estos conflictos, los desaparecidos para ser más específicos, sucedían en nombre de, por ejemplo, esa nena rubia de guardapolvo blanco e impecable, en nombre de esa familia que se intenta hacer emerger libre de todo mal.
Adorno dice en Minima moralia: “Nada hay que sea inofensivo. Las pequeñas alegrías, las manifestaciones de la vida que parecen exentas de la responsabilidad de todo pensar no sólo tienen un momento de obstinada necedad, de tenaz ceguera, sino que además se ponen inmediatamente al servicio de su extrema antítesis”. La frase es cristalina.
La nostalgia que se propone el libro –y todo el revival emotivo-publicitario de aquellos años– es una nostalgia vaciada, negadora: la operación es de limpieza ideológica. Pero el contexto histórico omitido retorna con más fuerza en un detalle e inunda las imágenes, en el Falcon azul que vigila desde el fondo de la escena de la madre hamacando a su hija, en el niño que mira asustado, atravesado por las sombras alargadas y tenebrosas del atardecer.
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