HITOS > CUANDO EL OCTETO ROMPIó EL TANGO
En 1954, Astor Piazzolla convocó a un puñado de músicos con una intención clara: sacudir el mundo de la música argentina con su “new tango”. El modo: una formación inédita, que incorporara la guitarra a la manera del jazz. El resultado: un quiebre en la historia del género. Horacio Malvicino, uno de los convocados –justamente para estar a cargo de esa guitarra fundamental– acaba de publicar El Tano y yo, un libro de memorias junto a Piazzolla en el que, entre otros grandes momentos, recuerda aquellos días y aquellas noches de frenesí en que pusieron el tango patas para arriba (y se ganaron más de una amenaza por hacerlo).
› Por Horacio Malvicino
1954. Buenos Aires, Pueyrredón y Paraguay. Mediodía. Otoño. Nos encontramos en la esquina y caminamos por Paraguay hasta Anchorena. Ibamos a mi casa, mejor dicho al departamento de mi gran amigo el “Gordo” Jorge Luis Expetxe, que me bancaba con paciencia de monje budista en mi vida bohemia, mezcla de guitarrista y estudiante de medicina.
En el camino se le ocurrió hacer unas compras: chorizo colorado, una docena de huevos, papas, vino y pan. Me preguntó: “¿Tenés aceite?”. “Sí”, le dije. Como con él no tenía mucha confianza, no pregunté nada: sólo habíamos hablado en nuestra primera reunión en la vieja confitería Electra, de Callao y Cangallo, cuando nos reunió junto a otros músicos para crear lo que sería su primer conjunto revolucionario: el Octeto Buenos Aires, que sería la bisagra del desdoblamiento de los gustos tangueros de la época, en los “tradicionales”, así llamados los seguidores de la evolución del tango desde los años 1940 al ’60, y los “locos” del “nuevo tango”, los seguidores de la música del incomparable creador aquí llamado “Tano”, como lo llamamos durante las décadas subsiguientes. Tango tradicional y new tango, nuevo tango. Nombres ya incorporados y definitivamente aceptados en todo el mundo, como dos estilos bien definidos.
Para mí, su música no era nueva. Desde el Tango Bar, al que era asiduo concurrente, conocía su orquesta y era fana de sus innovaciones musicales y diferentes a todas.
La reunión de esa mañana tenía el fin de que yo tocara un poco la guitarra y le mostrara su afinación, sus posiciones, inversiones, los “yeites” que yo usaba, y lo empapara brevemente en este acústico y ancestral instrumento, ya amplificado por el jazz. Todo esto, para el mejor desempeño de la guitarra en el grupo del que nos había hablado. El la escuchaba en EE.UU. en los grupos de jazz, pero por primera vez se iba a incluir en una formación tanguera. Sólo le llevó una media hora de explicación. No hizo ninguna anotación, pero su capacidad y talento musical eran ilimitados y en pocos minutos aprendió a escribir para guitarra como si fuese Tarrega o Segovia.
De ahí en adelante escribió cientos de particellas para la “viola” y ninguna trajo, que yo sepa, problemas para ser tocadas. Todas parecen escritas por un eximio conocedor del instrumento y no digo que sean fáciles, pero sí “tocables”, y así todos los guitarristas que desfilamos por sus incontables formaciones jamás tuvimos problemas para interpretarlas.
El era Astor Piazzolla.
Estábamos de nuevo en el Electra, una especie de “Jabonería de Vieytes” del Octeto Buenos Aires. El Tano ya estaba ubicado en la mesa. Después de un tiempo aprendí que para él las 18 horas eran las 17.30, ansioso como siempre. Y ahora vino la tercera gran sorpresa: el Maestro repartió la parte de cada uno (particella en el lenguaje musical), el primer arreglo. El tango “Arrabal” de José Pascual, marplatense como él. Yo esperaba una hojita de papel de música como se usaban en las grabaciones de discos, por lo general sencillas, con redondas, blancas, negras y algunas corcheas. Aclaro que en jazz acostumbrábamos a tocar de memoria, era como siempre todo improvisado sobre un tema de los llamados “Standard” de 32 compases o de 12, blues tradicional.
No, rotundamente, no. Cada particella tenía 4 hojas o más de una escritura intrincada, difícil, imposible de tocar como se dice “a primera vista”: ¡tenía corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas y garrapateas!
Sin perder un instante, había que ponerse a estudiar. Lo escrito estaba realmente plagado de dificultades, miles de notas y pasajes difíciles, que era necesario repetir incansablemente para ponerlos “en dedos”.
Tres semanas pasaron y volvió a sonar “el teléfono rojo”; dos días después empezaban los ensayos a las nueve de la mañana. Una hora realmente insólita.
Hay que tener en cuenta lo que significaba esa hora para un músico de la época.
Casi todos tocábamos en algún lugar nocturno, “boîte” o “cabaret”, donde terminábamos a las 4 de la mañana. La rutina era: después de tocar había que ir a cenar (Bachín, por supuesto, el tradicional restaurante donde nació el célebre “Chiquilín”). Luego hacer “vida social” con los amigos músicos de la noche (en el Electra, obvio), hasta las 5 o 6 de la mañana para enterarse de los chimentos del ambiente musical. Eramos una barra tradicional: con el “Petiso” Foster, Luna, Sullivan, el increíble Walter Denis y, aunque parezca mentira, también venía un cantor de tangos, gran admirador de Al Johnson, famoso cantor de jazz: nada menos que Alberto “Gordo” Podestá, un verdadero personaje. Pero para mí no terminaba ahí la noche: el final era de 5 a 7 en el Café Berna de Avenida de Mayo y Lorea. Esa era la “barra del turf” con los amigos burreros y universitarios, donde se hablaba otro “idioma”.
De ahí a dormir en la pensión del 2º piso de Avenida de Mayo 1480, arriba del Berna, hasta las 2 o 3 de la tarde, vestirse y partir a caminar las cuatro cuadras por Paraná hasta la esquina de Corrientes a tocar en la confitería Premier con René Cóspito de 17 a 21 horas y reanudar la rutina diaria a las 11 de la noche.
En esos tiempos había mucho trabajo y, a los ya contados, se agregaban tres veces a la semana más sábados y domingos, en los “bailables” de 14 a 20 por donde desfilaban todas las orquestas “típicas y de jazz” de moda. ¡Sumen a todo esto que los lunes, tradicional día de descanso, hacíamos Jam Sessions en algún boliche gratis con los jazzeros!
De aquí nace mi frase favorita de la época recordada hasta hoy día: “Música es el arte de combinar no los sonidos sino los horarios”.
Volviendo al “tango nuevo”, mientras en los primeros ensayos estábamos solos los músicos, al poco tiempo comenzó a formarse para presenciar nuestra tarea, un pequeño grupo de fanáticos, que para el cuarto ensayo ya era un verdadero “club de admiradores”. No se perdían sesión y se sabían de memoria los arreglos. Esto comenzó a darnos la pauta de que estábamos en el buen camino: Víctor Oliveros, Natalio “El Ruso” Gorín y otros, que seguramente, y nunca les pregunté, se debían haber hecho la “rata” a la oficina, trabajo, colegio o facultad para estar presente en los ensayos. Nunca supe si se habían iniciado en el fanatismo piazzollano con la orquesta en el Tango Bar o con Troilo en sus audiciones radiales. Rastreando en la formación neoyorquina del Tano y en su vida en la Gran Manzana, sus años de colegio, sus compañeros (uno de ellos fue el famoso noqueador Rocky Marciano), su barrio Little Italy, sus estudios de bandoneón con un profesor europeo, en fin, en los “Años locos” que se han hecho famosos en el cine de Hollywood, he llegado a comprender su gusto por el jazz, música en la que ya se incubaba la gran revolución que significó la aparición del estilo be-bop. De la mano de esa pléyade de grandes solistas: Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Miles Davis y tantos otros que sin duda deben haber sido el “caldo de cultivo” que inculcó en Astor la idea de formar el Octeto Buenos Aires, incluyendo una guitarra eléctrica que, aparte de leer música, pudiera improvisar como en el jazz, sobre un “riff” o motivo rítmico. Esto es fácil de apreciar en el primer disco del Octeto, donde en casi todos los temas al final la guitarra improvisa, sin perder todavía el feeling jazzístico que yo tenía incorporado en el ’55.
En la etapa del último Quinteto del ’77 en adelante, la improvisación fue desarrollada por el piano de Pablito Ziegler y mi guitarra, con el reiterado pedido del Tano que nos apartáramos lo más posible de las formas jazzísticas y tratáramos de usar formas “bien tangueras”, con mucha “mugre” como le gustaba decir (que equivaldría al “swing” del jazz) y que hoy han retomado muchos grupos actuales: “Que la imagen sea Buenos Aires –-decía–, no New York. Corrientes, y no Fifth Avenue”.
Año 1955. El Octeto Buenos Aires está listo para su debut, pero faltaba un detalle que yo desconocía: teníamos que rendir examen y el tema del mismo era no sólo el “armado” del grupo –es decir, los detalles técnicos como son el afiatamiento, afinación, los matices– sino también una pregunta que preocupaba a los integrantes y al Tano: ¿lo que hacemos es tango o no tiene nada que ver con él? ¿El feeling, el estilo y las premisas necesarias para considerarlo como tango están cubiertos? ¿Cómo lo recibirá el público tanguero tradicional y la crítica especializada? He aquí la Big Question. De esto se desprendía también algo que no se me había ocurrido: ¿quién será el examinador, el erudito en tangología que escuchará y dará su veredicto? Ese alguien tenía que ser una persona que tuviera amplios conocimientos del género y que, a entender de todos los integrantes del grupo, tuviera importantes “laureles” y prestigio para ser considerado como uno de los “señores del tango”, un “paladar negro” del estilo de esa época.
Pues bien, el elegido que reunía todas las condiciones y tenía el cartel era nada menos que el señor Osvaldo Pugliese. Querido y respetado por los tangueros de todos los tiempos.
Bueno, ustedes se preguntarán: ¿cómo sería la prueba final? De la siguiente manera: lo invitaríamos a un ensayo, tocaríamos algunos temas y luego esperaríamos su veredicto. Y así fue.
Como en una gran misa tribal, una mañana hizo su entrada a nuestra sala de ensayo el Gran Osvaldo. Con su gesto adusto y su seriedad habitual, con la que supo llevar adelante su lucha y sus preferencias políticas, que tantos sinsabores y discriminaciones le trajeron, pero por las que siempre luchó hasta llegar a imponer sus ideales, formando la primera orquesta cooperativa por puntaje, si le agregamos sus dotes de pianista, director y compositor, fue y lo sigue siendo un gran creador de un estilo de verdadera esencia tanguera.
La disyuntiva estaba planteada: ¿el Octeto Buenos Aires y su música es tango o no es tango?
And the winner is... Vamos ahora al resultado del examen del Octeto: terminamos de rendir nuestra prueba de fuego. Bajamos del escenario. Ese noble escenario donde durante la noche “elegante” y porteña, la aristocracia concurría a cenar y luego a bailar, con las dos mejores orquestas del ambiente.
Eran especialistas en el repertorio que gustaba a la high society: la jazz de Eduardo Arman con quien trabajé 4 años con 12 músicos de primera y 4 cantantes (crooners en esa época), todos de gran cartel: Al Robbin (EE.UU.) y Goyo Montana (argentino) más el brasileño Kiko Gonçalvez y un francés cuyo nombre no recuerdo. El lugar se llamaba Rendez-vouz. Quedaba en Maipú y Córdoba y su dueño era Osvaldo Fresedo, autor de famosos tangos: “Vida mía”, “El Once”, “Después del Carnaval”, “Pampero”, etcétera. Hacía un tango “elegante” e incluía una batería y vibrafón que le daban al tango un color especial. Tenía cantores de voz suave, aterciopelada: Roberto Ray, años después Hugo Marcel en sus inicios, el inolvidable Héctor Pacheco, tal vez no con tanta “mugre” o canyengues como las orquestas de Gobbi, Troilo, Francini y Pontier, D’Arienzo, Di Sarli, Salgán, que contaba con cantores “recios” de grandes aptitudes vocales: Florentino, Edmundo Rivero, Rufino, Floreal Ruiz y últimamente Julio Sosa y el gran “Polaco” Goyeneche. En fin, era el tango de los “bacanes” para los que Fresedo creó un estilo que hizo famoso con sus obras. A este estilo los músicos, con el ingenio que los caracteriza, lo bautizaron como “tangos en pijamas” (para ser escuchados y bailados en algún bulín con compañía) como contrafigura de las orquestas de cabaret y de bailongos “bien milonga”.
Para no seguir con el suspenso, el examen con Pugliese fue de lo más agradecido que podíamos imaginar. Bajamos del escenario y los más consagrados, que lo conocían y lo respetaban, se acercaron a la mesa examinadora. Yo, por supuesto, miraba desde lejos, ya que no me animé ni a saludarlo, temeroso por mi origen jazzístico y norteamericano, recién llegado al tango. Y –¡por fin!– habló el oráculo tanguero: “Señores, sí es tango”.
Nuestra primera presentación con el Octeto fue en la casa de un “bacán”, Don Ignacio Pirovano, que vivía en el llamado Palacio Hume en la esquina de avenida Alvear y Rodríguez Peña, años después fue sede del Ministerio de Cultura. Por supuesto, como ha ocurrido siempre, esa costumbre tan nuestra de ubicar a los funcionarios del gobierno de turno en esos palacios que son obras de arte de la arquitectura de otros tiempos, y en manos de la burocracia, van camino a desaparecer, porque no se les brinda el cuidado y la atención que se merecen. Basta pasar hoy por esa esquina y la van a ver languidecer a la espera de algún hotel 5 estrellas.
La presentación debut del Octeto fue para algunos personajes de la cultura de esa época y para un gran director de orquesta europeo, quien se quedó maravillado por lo que escuchaba. La verdad era que esperábamos que todo circulara por los carriles normales, pero la “revolución” que causó nuestra aparición fue tremenda.
La crítica disfrutó de la innovación, del trabajo de Astor, de los arreglos, de los solistas y hasta de la inclusión de la “guitarra de jazz”. A todo esto los “progresistas” lo consideraban una “bisagra” que cambiaba de golpe y, de ahí en adelante, el apacible camino que transitaba el tango. Al revés, los “tradicionalistas” se pusieron muy mal y comenzaron los epítetos contra el Octeto y contra el Tano: se dijeron verdaderas palabrotas para definir lo nuestro. Hasta llegaron a llamarme a la pensión donde vivía para amenazarme anónimamente por desnaturalizar al “tango tradicional”; de haber sido hoy, seguro que habrían organizado algún “piquete”.
Es cierto que las orquestas denominadas así, tradicionales, estaban no sólo para escuchar sino también para bailar. Tocaban habitualmente en los grandes clubes donde concurrían las niñas con sus madres, celosas guardianas y vigiladoras de sus habituales compañeros de baile, en la Sede Social, los sábados de 22 a 3 horas y en las llamadas “veladas” de los domingos de 18 a 22 horas. Se reunían, bailaban y se conocían, hasta tal punto que esos clubes fueron la cuna de muchos noviazgos y matrimonios. Cumplían realmente una función social en la vida de relación de la época.
De cualquier manera, los “contreras” no sabían con quién se habían topado. El Tano era mucho más tozudo que todos ellos y tenía espalda suficiente para bancarse lo que viniera. Estaba más que seguro de cuál era su camino y vislumbraba su destino de transformar el new tango en un éxito, hoy mundialmente aceptado. Nuestra juventud lo aceptó rotundamente.
El Tano y yo
Horacio Malvicino
Corregidor
174 páginas
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux