Domingo, 14 de septiembre de 2008 | Hoy
EDUARDO BERGARA LEUMANN (1932-2008)
Por María Moreno
Bergara Leumann secularizó los ángeles antes que la new age los convirtiera en prosaicos gestores de marketing. Inventó un museo de la vida cotidiana y de arte prêt à porter (aunque fijo en las paredes de su Botica o apoyado en ellas) sin saber nada del supuesto giro subjetivo dado por la historia y las ciencias sociales. Vivió en arte con cierto acento puesto en la escenografía como Batato Barea –que debió haberlo visto en la tele, allá en su infancia–, vivió en arte con cierto acento en la poesía. El destino del precursor es volverse anónimo, un precursor ni siquiera puede hacer un juicio de plagio puesto que lo que le han birlado suele encontrarse ya sin firma en el aire de su tiempo. Hombres como Bergara, que son testigos de los que pasaron y que fijan mitologías, atesoran objet trouvés o caballos regalados de dientes perfectos, recopilan anécdotas emblemáticas y trazan retratos orales al paso, son esenciales a las ciudades como la millonaria y salonera Miss Natalie Barney lo era para París y el erudito y gondolero Baron Corvo para Venecia, a principios del siglo XX. Como Bergara Leumann, un Fernando Noy o una Felisa Pinto son de los escasos archivos de Buenos Aires en cuerpo presente.
El reportaje que publiqué en Radar en 2005 no le gustó. Bergara concebía la entrevista a la manera clásica de las secciones de Artes y Espectáculos, como un testimonio supeditado a una noticia de actualidad: él había planeado explayarse sobre un proyecto muy ambicioso que se le había ocurrido para festejar el centenario de Berni y había terminado contando su propia vida. Una nota en la prensa significaba promoción y no había que malgastarla, también era un reconocimiento, por eso durante la grabación de la entrevista aprovechó para pedir que entrevistara a otros artistas injustamente relegados, algunos gravemente enfermos. A través de un par de llamados telefónicos, se quejó después de la publicación: le habían reprochado ciertas confidencias. Aunque era sensible a la crítica, hacía lo que le daba la gana, sencillamente porque las críticas le llegaban cuando ya él se había mandado.
El poeta Robert Burns decía: “Cuando bebo un vaso de whisky me siento otro hombre, y ese otro hombre quiere otro vaso de whisky”. No hay mejor definición de la adicción o, para evitar la jerga médica, el gusto por perder la cuenta. A Bergara lo perdía el instante en que sacaba la cintita roja que sella el paquete de galletitas y extraía la primera, contaba. No era Sid Vicious sino un disfrutador que pagaba el costo en la propia carne. Horror al vacío, del estómago, de la pared, de la imaginación. Los llenó a todos y se llenó de amigos. ¿Qué pasará con la Botica? Bergara Leumann, que tenía una vertiente pedagógica –por algo había planeado que se enseñara el arte del collage a los Juanito Laguna de las villas–, quizás hubiera querido que sus puertas se abrieran para sus exvotos laicos a todo Buenos Aires.
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