Domingo, 6 de marzo de 2005 | Hoy
PERSONAJES > EDUARDO BERGARA LEUMANN
Fue el primer artista total, capaz de pintar, escribir, actuar, animar, coser y reportear. Inventó el rejunte chic de San Telmo, el café concert, la insolencia con el público, el cholulismo como bella arte. Se hizo famoso con la Botica del Angel, museo excéntrico del tango que supo tener su época de oro en la TV y hoy funciona en la ex iglesia de Montserrat, donde también vive. Pero las gracias máximas de Eduardo Bergara Leumann son la charla, la memoria y la indiscreción. Las tres campean en esta entrevista donde el hombre que cenó con Fellini (y se emocionó como Cipe Lincovsky) saca los trapitos al sol de medio show business tanguero.
Por María Moreno
Que me hablen del barroco y del horror al vacío. En la Botica del Angel no hay centímetro de pared que no esté condecorado con un pedazo de historia. Menuda como la frase de Lola Membrives –“Una no es la que cambia, son los gobiernos”–, curiosa como el cheque firmado por Carlos Gardel, imponente como la carta de Alfonsina Storni y millonaria como los cuadros de Edgardo Giménez y Marta Peluffo. Eduardo Bergara Leumann es el sacerdote de esa iglesia de Montserrat en cuyo frente, ya de por sí saturado de ornamentos, él insertó la marca de fábrica de sus querubines interrumpidos a la altura del cuello y el final de las alas. Un sacerdote muy alejado de las misas negras, pero que ha profanado el edificio con desnudos artísticos, escupideras atribuidas a gente gloriosa y hasta lo que él llama “el huevo de Sinatra”.
Bergara Leumann es, como Edgardo Cozarinsky, un conversador brillante empeñado en rescatar el género chico de la anécdota protagonizada por nombres notables, con comienzo, enigma y remate final. Fue primero en todo: en ser un artista global que pinta, escribe, anima, cose, reportea; en hacer del rejunte de reliquias falsas o verdaderas la moda San Telmo; en hacer café concert; en meterse con el público y conformarlo, siempre que se le ofrezca codearse con todo el mundo.
La primera Botica del Angel fue una sastrería teatral de varios pisos en la calle Lima 670, donde su dueño empezó haciendo una tarima y terminó haciendo un escenario. Así que decidió transformarla en casa de antigüedades, salón de artistas y teatro sorpresa. Por allí pasó tanta gente que la lista bien podría ser un homenaje al cholulo argentino tipo.
–Yo siempre fui patrón mío y patrón de mi circo –hice mi circo–, aunque la gente por lo general quiere ser empleada, así tiene indemnización y protección. Una vez me prohibieron. Fue porque le hice hacer un baño a Berni. El lo había adornado con unos frascos que tenían adentro unas esculturas horribles. Después vi el cartelito que decía “los abortos de Ramona”.
Esta Botica, la actual –que Bergara perdió y volvió a comprar, y queda en el 541 de la calle Luis Sáenz Peña–, no es para todo público, como la que hacía en televisión por 3 mil pesos de sueldo, mil quinientos para el vestuario de todo el mes y algunos cartones para usar de fondos. Hay que llamar y contentarse con la visita guiada. Porque si a León Ferrari le rompieron una botella en su muestra, qué no se podría romper en este espacio donde literalmente no cabe ni un alfiler.
Una habitación recrea un cabaret déco, la otra un angelario de tango con insistencia en Enrique Cadícamo, la otra un cielo sui generis. Se ve que Antonio Berni también se sentía amenazado por los blancos, porque rara vez –al menos en la Botica de la calle Lima– pintó fuera de las paredes que se llevó la curaduría abrupta de la autopista. (En el lugar de la demolición, el gobierno de la ciudad ha instalado la estatua de un ángel.) Y si quedaba algún lugar vacío, el mismo Bergara –que es un artista de los de antes, capaz de hacer todo él mismo, desde el molde hasta el pegado del último canutillo y desde el programa hasta el menú– ya inventaría algo.
Bergara ama los slogans de poster, detrás de los que oculta esas napas de timidez propias de los muy histriónicos. “En un país que es un cóctel, es inútil no mezclarse”, “La vida es un collage”, “El tiempo siempre es un rectángulo: primero la caja boba, ahora la computadora”. El fue quien puso de moda la transgresión inocente de abrir las carteras del público en los entreactos, mientras Vicente Forte pintaba un vestido o la gente esperaba a que Susana Rinaldi se probara el sombrero de Gardel que acababa de descolgar de una percha. Los psicoanalistas hacían debates para interpretar que eso era un acto de violación a la intimidad, no en el sentido ilegal de la punga sino en el sentido porno de que la cartera representa los genitales femeninos. –Todos pensaban que ahí yo hacía un monólogo. Pero no decía casi nada. Tenía dos o tres latiguillos estúpidos. Por ejemplo, les miraba el tapado a las mujeres y les decía: “Querida, ese tapado no te lo ganaste con honra. Porque a la Wanora no la agarraste nunca”. La Wanora era una máquina de tejer de la época. O: “Esto, ¿cómo lo conseguiste? ¿Con la inteligencia de arriba o la de abajo?”. Una vez, a una señora le saqué de adentro de la cartera una carta que no era del marido. Algunas, en uno de esos bolsitos de canutillo traídos de cada viaje, llevaban el rollo de papel higiénico. Cuando vino la nieta de Franco con el padre –yo conocía los modess o las toallitas higiénicas– le abrí la cartera y saqué una especie de tubo. “Che, galleguita, ¿qué trajiste? ¿Una lapicera nueva?” Otra vez vino Tato Bores con el general Eduardo Señorans, Raúl Montero Ruiz y señoras. La Señorans tenía un visón gris. Le dije: “¡Ay, querida! Ese color... Te hubieras puesto el trapo de piso. ¿Para qué gastaste? ¿Este (señalé al general) fue el que te lo compró?”. Y la chica Trineo me decía por lo bajo: “Essseñoranssss...”. Entonces le dije a la señora: “Vení, turca, vení que te saco un poco de delineador que te pusiste más rimmel que la corte del faraón”. Yo veía la cara de Bores y la de Montero Ruiz. “Che, ¿qué miran? Ustedes saben algo y no lo quieren decir.” En una salida que hago, alguien me aclara: “Es Señorans”. “¿Quién?” (Yo no tenía ni idea.) “El de la SIDE.” Después, el general se me acercó, me dio la mano y dijo: “Gracias por esta noche de arte”.
Bergara Leumann se trataba con un analista que se lavaba los zapatos con lavandina, iba depositar un palo verde al banco vestido de Chapulín Colorado y con la plata en la mano: un genio sólo apto para artistas, a los que aconsejaba: “Mejor que una aspirina es mascar un sauce”. Su nombre figura en los agradecimientos de sus programas de Botica.
Victoria Ocampo dijo que Sur era la obra de una mula solitaria a la que, si no temiera ser mal interpretada, mucho tendrían que agradecerle muchos caballos. La frase quedó ahí, en la pared de la Botica, cerca de un óleo donde se ve que ella coqueteaba con la influencia de Le Corbusier, pero en versión fauve (en realidad es una mezcla de huevo frito y plato volador). Su hermana Silvina ha colaborado con una módica apreciación: “El tango es alegrarse de estar triste”. También hay algunos recuerdos de Azucena Maizani, esa cancionista que vestida de gaucho, con la guitarra encajada entre los pliegues del chiripá, a la altura del sexo, cantaba con voz finita y estrangulada por el llanto. Cuando, al final de su vida, lo hizo en la confitería El Olmo y con un hilito de voz, nadie se molestaba en frenar la conversación y ella ya no estaba vestida de gaucho sino con un vestido de flores chicas como esos que la antigua sedería El Cabezón vendía para hacer batones. “Usaba vestiditos tranquilos”, dice Bergara, y uno se olvida de preguntarle cómo sería un vestido nervioso. ¿Como el de Marilyn cuando se paró sobre la rejilla del subterráneo?
–Una vez salimos de gira a Paraná con Azucena Maizani y Mecha Ortiz, patrocinados por las máquinas de coser Necchi. Nos alojamos en un hotel donde todas las piezas daban al patio. Azucena hablaba como si recitara. Por ejemplo, contaba: “Salí. Silencio sepulcral. Canté. Y el teatro se cayó de aplausos”. Y si uno le preguntaba: “¿Y usted qué hizo?”, ella decía –era una frase que repetía siempre–: “¡Yo... yoré de alegría!”.
En una época, Azucena Maizani cantaba con voz estridente: “Yo quiero una mujer desnuda / desnuda yo la quiero ver / anhelo yo una línea pura / de hermosa, escultural mujer”. Pero era obvio que el sujeto que hablaba a través de ella era un varón “hétero” y de polainas. Sin embargo, leyendo literalmente en su ropa de gaucho, la tildaban con una palabra ya casi fuera de uso en el diccionario de estigmas: “Tortillera”.
–No era nada. Una señora, la vecina, tu tía. Me acuerdo de que se levantaba bien temprano en ese hotel donde estuvimos dos días. Usaba un piyama de lunares tipo Gardel y ya recitaba a los gritos: “Taaaaaango que me hiciste mal y que sin embargo quiero / porque sosss el mensajero del alma del arrabal / No sé qué encanto fatttal tiene tu nota sentida / que en la mistttonga guarida el corazón se me ensaaaaaancha...”. Algunas letras sonaban como cachetazos. En el hotel había una chica que se llamaba Sacha y que siempre le decía: “Señora Ñata Gaucha, ¿cómo era Gardel?”. Una noche, como todas las puertitas de las habitaciones eran iguales, Sacha, que tenía que hablar con Azucena, se metió en el cuarto de un tipo que quedaba al lado del de ella. “¡Ayyyyy, queeeeeeeé se ha creeeeeídooooooo!”, se escuchó. Y como Azucena tenía fama de ser un señor, nosotros pensamos: ¿la habrá atacado? Salimos de cada puerta, como en una zarzuela. Y vimos salir a Sacha toda despeinada, aullando. Pero ahí salió también Azucena, recitando en medio del quilombo: “Taaaaaango que me hiciste mal y que sin embargo quiero / porque sosss el mensajero del alma del arrabal / No sé qué encanto fatttal...”. A Azucena siempre le preguntaban si había salido con Gardel. Ella decía que no, lo mismo que Mona Maris.
Si un bronce realmente fuera capaz de sonreír se haría añicos. Pero Gardel ya era bronce antes de ser estatua: dientes de rigor mortis, pelo lustroso como un parquet, narinas abiertas y los ojos para arriba como la Virgen María.
¿Era gay Gardel? Muchos investigadores dicen que en el avión viajaba con su amante. Y que el avión se estrelló porque hubo una pelea a tiros.
–¡Naaaaaa! Los tiros fueran a la salida del Palais de Glace. Edmundo Guibourg, que no era nada gay, nunca dijo nada en ese sentido. Tampoco Delfino. Lo que pasa es que Gardel era un tenor. ¿Viste que a los tenores les prohíben hacer el amor porque dicen que debilita la voz? Caruso no hacía el amor. Tampoco Gardel. Eran grandes comilones de comida.
Mecha Ortiz también lo conoció.
–Sí, y siempre le preguntaban: “¿Qué le decía Gardel? ¿Se acuerda?”. “¿Que qué me decía? ‘Cebame un mate, chinita’”
Y Bergara Leumann se ríe con una voz cantarina al acordarse de Mecha Ortiz tratada como la morocha argentina.
–Libertad Lamarque le tenía mucho miedo a Gardel porque tenía fama de vicioso. Un día, cuando ella era muy jovencita, la sentaron al lado de él en Los Inmortales. Gardel le decía: “¡Coma queso, m’hijita, coma queso!”. Y ella no comía ni por puta porque tenía miedo de que el queso tuviera droga. Ahora que lo pienso, Gardel debía ser como Mecha Ortiz decía que era Santiago Gómez Cou. Un día les gritó a unos amigos (hace voz ronca y muy modulada): “¡No sean hijos de puta! Ya están diciendo que Santiaguito es pederasta. El se casó y no anda ni con mujeres ni con hombres. Se masturba escuchándose”.
Bergara también imita a Rosita Quiroga, la boquense de las eses canyengues como si fueran ce haches, hija de un carrero y de réplicas rápidas de teatro de revista.
–“¡La hija de puta de la Merello me llama por teléfono y me dice que si estoy mal de plata, las joyas me las presta ella! Porque la Merello no sacó ningún autor. Yo en cambio me compré al Negro Celedonio Flores. Un día le dije: ‘Dejate de estar con Gardel. Te doy cinco mil pesos y te ponés para mí’.” Rosita vendía muchos más discos que Carlitos. Cuando el Belgrano –ese barco que fue hundido en Malvinas– estuvo en Japón, antes de la Segunda Guerra Mundial, llevó discos de Rosita Quiroga. Y a esos tangos los difundieron en distintos lugares. Durante la guerra, los kamikazes los llevaban encima. Y cuando ella fue a Japón le regalaron un collar de perlas de parte de Hiroito. Era muy viva. Le presentamos a Cortázar, que la adoraba. Y ella le dijo: “Che, ¿vos qué hacés que sos tan alto?”. “Escribo.” “¿Y vivís de eso, che?” “Es Cortázar”, le dije yo. “Bueno, che –dijo Rosita–. Lo cortaz...ar no quita lo valiente.”
¿Y Tita?
–Un domingo me llamó y me dijo: “Decime, querido (baja los párpados hasta convertirlos en dos ranuras de alcancía y con la boca en forma de o imita la voz de la Merello), vos que estás tan lleno de gente, ¿no me acompañarías a ver a mis muertos queridos? Después tomamos un tecito y me voy al teatro a hacer esa mierda”. Tita estaba haciendo en la calle Corrientes una obra que se llamaba La Moreira, de Juan Carlos Ghiano. La odiaba. “Che, ¿cómo puedo hacer una obra donde al final tengo que decir: ‘Yo soy una Moreira’?” La acompañé a la Chacarita. En su auto, que manejaba para el susto. A la entrada se paró en un puesto de flores. Salió la vendedora: “¡Tita! ¡Tita” “¿A cuánto tenés los claveles y los gladiolos?” “Cinco pesos”. “Qué: ¿los robás de las coronas de los pelotudos que gastan en flores?” “A usted se las regalo. ¿Viene a ver a su mamá? ¿A Carlitos?” “Carlitos se murió a tiempo, si no, no lo venía a ver ni la perra.” Menos mal que estaba deprimida. La gente la seguía entre las tumbas. Ella: “No vayan a ver la obra de mierda que estoy haciendo”. “Mirá la Madre María, le ponen cigarrillos.” Al público: “No fumen que los cigarrillos dañan la salud”. Llegamos a la bóveda de Actores. Y la gente dale que dale: “Tita, ¿viene a ver a sus compañeros artistas que ya no están?”. “Están todos bien donde están. ¡Había cada hijo de puta!” Bajamos por la escalerita. “Mirá, a ésta la pusieron a tres cajones del tipo con quien andaba. Esta otra le chupaba el pito detrás del telón a Fulano. Uno no vive para aprender todo lo que ve. Todos éstos, puestos en una cartelera, no llenaban ni una fila.” Yo la seguía. De pronto: “Mi madre”. Ya los gladiolos no tenían más que el palo. Pensé: ahora se pone a llorar. No. Dijo: “Pensar que me entregó a los catorce años por un puñado de garbanzos”. Después nos fuimos al teatro. Seguía protestando: “Calle Corrientes, mirá la porquería que estoy haciendo”. Llegamos al camarín. Me invitó con un té. De pronto golpearon a la puerta. Era Ghiano, el autor. “¿Qué tal, cómo te va, che? ¿Qué me regalaste vos hace poco que no me acuerdo?” “Ese prendedorcito. Era de mi madre, Tita, un guardapelo.” “¿Qué? ¿Tu vieja guardaba los pendejos en esta mierda?” “No, Tita, no tienen nada.” “¿Y? ¿Encontraste algo para el final?” “No, Tita, todavía no.” “¿Por qué no le ponés al comienzo ‘Fin’?”
Sobre una pared de la Botica del Angel hay un cartelito con una frase de Mecha Ortiz: “En este país te preguntan qué no sabés hacer y te contratan”. En algún cine de Villegas, un Manuel Puig niño se fascinó con ese rostro que la cultura nacional, siempre empeñada en consolarse con sosias, comparó con el de Greta Garbo.
–Un día yo estaba con Mecha y viene una mina con un enorme collar de esmeraldas. “Qué collar precioso”, le dice Mecha, y la otra le contesta: “Lo tendría que haber tenido usted, porque usted fue el gran amor de mi marido. Y yo tuve todo esto porque usted no lo quiso”.
Todavía, a los setenta años, Mecha Ortiz tenía un admirador mucho menor que se llamaba Vicenzo. Ella lo persuadía en honor a la verdad: “¿Estás loco, Vicenzo? Mirame, soy piel y huesos. ¿Qué me vas a tocar? ¿No ves lo que quedó?”, y se sacudía un pecho para que el galán viera que flameaba de arriba abajo. Bergara la convenció de aceptar el cortejo y le advirtió sobre los bailes modernos, que ya no eran el fox ni la conga. El la llevó a una comida en el Plaza. Mecha hizo un papelón: “Carajo, hablaban en italiano y nadie comía hasta que sonó Parabachipum Parabachipum. Como todo el mundo se paró, yo me paré y me puse a bailar. ¡Era la marcha real italiana!”. Es que era muy distraída. Sobre todo en los velorios. Me acuerdo de cuando murió Felisa Mary. La velaron en la Casa del Teatro. Había varios velorios: Felisa estaba en un piso, en otro piso estaba Quintanilla –un actor español– y en otro un italiano. Fuimos con Mecha y en el ascensor nos encontramos con Magaña. Sin querer nos fuimos para arriba. “Esta Felisa... Yo me compré un astracán y ella ya se había comprado seis. Claro, era tía de Amelia, prima mía, madre de María Duval, la tía de Lolita Torres. Yo había tenido que arreglar el mío y era estrella. Pobre... mirá cómo quedó. ¡Che, ¿ésta es Felisa?” No, era Quintanilla. Otra vez se había muerto el marido de María Ofelia, la chimentera, de apellido Almalira. Mecha entró al velorio y preguntó: “¿Quién es Almalira?”. “Mi marido”, dijo María Ofelia. “No es que esté distraída... Che, vos tenés que quedarte viuda siempre. Qué bien te queda el negro. Sos otra.” María Ofelia acariciaba el cadáver, que tenía puesto su bisoñé. Hasta que Mecha no pudo más y le dijo: “Quedate quieta, María Ofelia, que ya se lo pusiste de bigote dos veces”. En otro velorio se dejó las llaves adentro del féretro. Le habían prestado para una comida en la embajada americana un sombrero con violetas. Lo tenía puesto. De pronto, el de las pompas fúnebres, creyendo que era un arreglo, le coloca a la muerta el sombrero. Y Mecha dijo: “¡No, carajo, que es prestado!”.
Bergara se recuesta en su chaise longue y desalienta con la mano el recuerdo de la representación de Ubú Rey de la que fue protagonista (que no le hizo ni fu ni fa), el de su relación con Fellini (que apenas mereció un párrafo en su diario íntimo: “Diario mío: ayer cené con el gran Fellini en el romano restaurante Cesarina. Yo estaba más emocionado que Cipe Lincovsky”), y el de las obras de arte perdidas en las paredes de la proto-Botica. Entre sueños organiza un homenaje para el centenario de Antonio Berni que incluirá remontada masiva de barriletes e instalación, en las villas miseria, de prefabricadas donde se les enseñe a los niños villeros el arte del collage. Por sus boticas pasó todo el mundo, aunque a él se lo asocie insistentemente con los años ‘60 y los comienzos del café concert. Pero eso es confundir historia con nostalgia.
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