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Domingo, 28 de septiembre de 2008

TELEVISIóN

Lo que importa es lo de adentro

Una chica en un pueblo colombiano sólo encuentra una salida: prostituirse con narcos. Pero para salir, necesita la llave: juntar plata para pagarse las tetas que tanto enloquecen a sus futuros clientes. A diferencia de la novela y de la adaptación española a la televisión, versión colombiana de Sin tetas no hay paraíso escapa del porno, la sordidez y la moralina para pintar un retrato atroz y realista del mundo tal como lo conocemos.

 Por Hugo Salas

La televisión de vez en cuando desconcierta, obligando al espectador a preguntarse feliz: ¿cómo pudo habérseles escapado esto?, ¿quién lo dejó pasar? No se trata de un problema de calidad, sino más bien de la aparición de algo que de una manera u otra desnuda o quiebra férreos tabúes del medio (por ejemplo, el fetichismo que hace de la “calidad” una función directa de la cantidad de dinero invertido). Bastante a menudo, lo que oficia de salvoconducto a la excepción es un fenómeno extratelevisivo, como el prestigio cinematográfico de David Lynch detrás de o –salvando las distancias– el éxito editorial de la muy mala novela de Gustavo Bolívar Moreno (adaptada a telenovela en Colombia y transmitida aquí por Canal 9).

¿Qué tiene de particular Sin tetas no hay paraíso, esta tira que al mismo tiempo padece de algunos de los peores males del culebrón (las actuaciones poco felices, la redundancia de la trama, una pésima calidad de sonido para los diálogos en exteriores, etcétera)? En principio, lo crudo de la trama. Su protagonista es Catalina, una joven de 17 años (en el libro, 14) que vive en un barrio poco favorecido de la ciudad de Pereira, ubicada en el centro del triángulo constituido por Bogotá, Medellín y Cali. A diferencia del prototipo televisivo del adolescente, falsamente universal en su ausencia de relación con el espacio sociopolítico que lo rodea, Cata crece en un mundo donde sus amigas, a pesar de vivir en el mismo barrio, tienen acceso a numerosos bienes de lujo. La receta para conseguirlo es fácil y la protagonista no duda en abrazarla: prostituirse con narcos. Su gran problema son sus tetas, demasiado chicas para el gusto latinoamericano, y de allí que la joven busque por todos los medios conseguir el dinero necesario para colocarse implantes. Para ello, “afortunadamente”, contará con los oficios de Yésica, una amiga de su edad que sin pruritos oficia de proxeneta de una red nada encubierta.

Desde ese argumento, sorprende en cada emisión. Lejos de aprovechar la sordidez de la historia para construir un erótico culposo o servir de aliciente al morbo, la tira no se detiene en las escenas de alcoba, más bien las evita, para concentrarse en el retrato de ese naturalizado circuito de transacciones prostibularias en que se han convertido nuestras sociedades (circuito que, por otra parte, se nutre privilegiadamente de los más vulnerables). Todo ello, además, desde un riguroso realismo, que en vez de regodearse en la exhibición detallada de la casilla de ladrillo sin revoque, haciendo de los pobres y la marginalidad un culposo exotismo tan en boga en los últimos años, lo convierte en efectivo e indispensable escenario de la acción, parte de la caracterización de sus personajes.

Justamente, si algo sorprende aquí es la falta de concesiones televisivas. Cuando va a vender su virginidad, Cata no se arrepiente pensando en su noviecito (un personaje masculino, hay que decirlo, de una vulnerabilidad emocional inusitada en la televisión latinoamericana, sin por ello quedar en el lugar de idiota) ni pide perdón a Jesús, y cuando descubre que ha quedado embarazada, evalúa sus alternativas y decide abortar, para inmediatamente volver al ruedo. Antológica es la escena –a modo de último ejemplo– en que sin vueltas, mientras se toman una cerveza, confiesa a su hermano en qué anda y él, a su vez, reconoce estar oficiando de sicario; el tono, los diálogos, la falta de hipocresía de la situación son aún impensables en la aguantadora ficción argentina, donde los seres hablan sólo para expresar versiones más o menos cándidas de la opinión pública.

Ocurre que, a diferencia del libro original, una y otra vez interrumpido por infortunadas acotaciones culposas, el gran mérito de la telenovela es el de construir una ficción desde una mirada profundamente moral, de clara indignación ante un presente horroroso, sin por ello incurrir en el moralismo edificante. Del mismo modo, tampoco cae en la trampa “televisiva” ante la que rutinariamente sucumbió la adaptación española, donde el universo del narcotráfico aparece glamorizado, el mafioso principal se convierte en un galán joven por demás atractivo (a diferencia de los narcos de la versión colombiana: señores grandes, con panza, poco agraciados, a quienes las chicas no vacilan en calificar de asquerosos) y el realismo del original cede paso una estilización prolija, “de calidad”. Los motivos, sin duda, quizás haya que buscarlos en la falta de presupuesto, pero son justamente esos accidentes involuntarios del sistema los que permiten, de vez en cuando, que se filtre un resto de verdad entre tanta fiesta, tanta alegría impostada, tanta felicidad de cotillón.

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