ENTREVISTAS > HABLA JEAN-MARIE GUSTAVE LE CLéZIO, EL NOBEL DE LITERATURA
Toda la semana pasada estuvo atravesada –además de por Wall Street– por una polémica alrededor del Nobel de Literatura. Uno de los académicos suecos le bajó el pulgar públicamente a la literatura norteamericana y ensalzó la europea. Periodistas y críticos norteamericanos salieron al cruce. Y el jueves, se anunció que el ganador era el francés Jean-Marie Gustave Le Clézio. Sin embargo, en esta entrevista exclusiva e inédita que Radar le hizo el año pasado, el mismo Le Clézio se confiesa ajeno y cansado de la literatura europea y devoto fiel de la norteamericana (entre otros temas, que incluyen a Borges, su infancia, su vida con los africanos, su visión del mundo y los libros).
› Por Juan Pablo Bertazza
Además del orden previo que, se supone, deben seguir en cada entrevista, las preguntas se podrían jerarquizar de acuerdo con el nivel de ansiedad que genera el hecho de hacerlas. En el caso de esta entrevista a Jean-Marie Gustave Le Clézio, realizada el año pasado durante su paso por nuestra Feria del Libro, la primera pregunta que se impuso ni bien Le Clézio saludara gentilmente (con un buen español, sólo a veces respaldado por alguna que otra palabra en francés), tuvo que ver con la supuesta muerte de la novela francesa. Por esos días, abundaban en los tabloides parisienses ensayos y artículos, tanto de críticos como de periodistas especializados, que se regodeaban con la idea de que el vuelco hacia lo autobiográfico (es decir, l’autofiction) que había tomado la literatura francesa no era otra cosa que un coma dépassé, es decir, la consecuencia lógica de esa muerte cerebral que, según ellos, fue la extinción de la llamada nueva novela. La muerte irreversible de la literatura comprometida con la sociedad.
–No estoy para nada de acuerdo con ellos. Pero, antes que nada, te diría que se equivocan en decir “la novela francesa”. Uno debería hablar de la novela en idioma francés: en Africa del Norte, en el Líbano, en Vietnam y en Canadá está muy viva la literatura, hay sangre nueva. Yo provengo de una sociedad muy pequeña, la de Isla Mauricio, que tiene su propia literatura de lengua francesa y también está muy viva. Podría decir que un 10% de sus habitantes son escritores, y hay gran cantidad de premios y becas para asistirlos. En Francia puede ser que ya esté superada la novela, pero creo que hay que sobrepasar la idea de nación. Con respecto al Nouveau Roman fue novedoso un tiempo, ahora ya no. Y desconfío mucho de las escuelas literarias, creo que son artificiales y que no responden a nada. Las únicas escuelas literarias que duraron un poco más fueron motivadas por ideas políticas, como en la época de Gramsci. Había escritores, artistas y cineastas agrupados alrededor de la figura de Gramsci porque entendían que el arte o la literatura podía ser la expresión de una minoría oprimida. Pero las escuelas que se fundan sobre definiciones de literatura terminan siendo muy parecidas a los partidos políticos, sólo que sin el alcance humanista.
–Es una pregunta muy difícil, y te puedo responder desde mi experiencia nada más: yo, personalmente, considero la literatura como acción más que como reflexión, me dedico más a relatar el progreso de la acción que la conciencia en sí misma, lo cual es una forma de quedarse en la ficción y no pasar a la autobiografía en el sentido más llano de la palabra. Creo que la ficción tiene que ver con la conciencia de uno mismo pero, al mismo tiempo, y por eso es tan compleja y hermosa, es la manera de escapar al peligro de enamorarse de uno mismo. A diferencia de la autobiografía, la ficción da más lugar al otro. El otro no es el infierno como decía Sartre, el otro es el paraíso; en todo caso, es uno mismo el que podría ser el infierno. En El africano, en particular, el tema es el descubrimiento de las sensaciones, del lenguaje, del acceso a la conciencia más que los acontecimientos en sí mismos o las particularidades de “mi” conciencia.
–Es muy fácil decirlo y muy difícil ponerlo en práctica: buena memoria y capacidad para escuchar a los otros.
–Sí, es más, te diría directamente que la novela francesa no es autobiográfica sino autoerótica, hay una especie de encerramiento en el autoerotismo, como si no existiera el otro sino únicamente la persona que habla, y eso es una falta, un problema.
Aunque reconociendo cierto grado de malicia, es difícil no relacionar ese hartazgo de Le Clézio por la literatura europea con las palabras de Horace Engdahl, secretario permanente de la Academia Sueca, que dijo que “la literatura norteamericana es insular, ignorante y aislada, incapaz de participar en el gran diálogo de la literatura”, todo lo contrario de la literatura europea que, según él, “sigue estando en el centro del universo literario mundial”. Esa frase, que los rebuscados de siempre llegaron a interpretar como una maniobra encubridora para terminar premiando a un Philip Roth o a un DeLillo, generó que en Estados Unidos sacaran por un rato los ojos de Wall Street para dedicarle a Engdahl una serie de contraataques, hay que decirlo, un tanto desmañados. Así, David Remnick, director de la revista The New Yorker, salió a decir que “sería deseable que el secretario permanente de una Academia que pretende ser sabia pero que históricamente ha pasado por alto a Proust, Joyce y Nabokov, por mencionar sólo a algunos de los que no obtuvieron el Nobel, nos ahorrara lecturas categóricas”; mientras que Harold Haugenbraum, director ejecutivo de la fundación que otorga los National Book Awards, respondió que “ese tipo de comentarios me hace pensar que ha leído muy pocos libros al margen de lo conocido y que tiene una visión muy estrecha de lo que significa hoy la literatura”.
Lo curioso es, en primer lugar, que las declaraciones de Engdahl no dejan de parecerse a las de aquellos críticos franceses que auguraban la muerte de la literatura de su país, como si hubiera una necesidad generalizada entre los críticos y compañía de disfrazarse con frecuencia de resignados médicos de terapia intensiva.
Pero más allá de que para muchos el Nobel a Le Clézio provoque bastante más acuerdo que el de fiascos como Elfriede Jelinek y Orhan Pamuk, lo que más llama la atención de todo esto es que la Academia Sueca termine premiando a un escritor que no sólo dice estar harto del estereotipo del escritor europeo sino que incluso confiesa haber tenido como gran referente a “casi toda la literatura norteamericana”.
–Bueno, cuando tenía veintipocos mi autor preferido era Salinger, especialmente El guardián entre el centeno porque es increíble cómo él, a los treinta años, entró en la piel de un adolescente de quince, es algo mágico. Estaba tan apasionado con Salinger que me inicié en el boxeo porque mi partenaire se parecía mucho a él, por lo menos en comparación con los pocos retratos que vi. Además, empecé a boxear porque Salinger quería golpear a Hemingway que también era boxeador. A mí tampoco me gusta Hemingway. Más adelante en el tiempo, justamente en la época del Nouveau Roman de la que hablábamos antes, había para mí una oposición total entre Salinger y casi toda la literatura estadounidense y lo que se hacía en Francia, Alemania, Italia y España, que era herencia de Joyce pero sin el humor de Joyce, que es igual que Kafka: cáustico, agresivo y brillante; todas cosas que la nueva novela nunca tuvo. Es gracioso porque muchos dicen que el Nouveau Roman fue una gran influencia para mí, pero la verdad es que su literatura siempre me pareció pesada y difícil de leer. Es para universitarios, especialistas, con texto, contratexto, intertexto, todas esas cosas. Salinger, en cambio, era un hombre vivo. El vivía, probablemente, como yo a través de sus escritos, pero vivía, y además lo quería golpear a Hemingway... (risas)
–Sí, claro, es el gusto por los libros con ilustraciones. Me gusta la tipografía, me gusta todo lo que se puede encerrar en ese cubículo, no únicamente palabras. Alguna vez me gustaría poner hierbas, colores fosforescentes y hojas, como los diarios íntimos de las señoritas de antes.
–La verdad es que no lo sé. Pero yo sí traté dos veces de hacer películas. La primera vez, a los veintitrés años. Era un guión que hice de manera muy seria pero fracasó por falta de dinero. Yo no soy para nada obstinado, cuando hay una dificultad, enseguida dejo. La segunda tentativa fue con Robert Bresson, que me pidió una adaptación de La grand vie, una novelita mía que cuenta la historia de dos muchachitas que andan por las carreteras y viven mucha libertad durante un tiempo muy corto, y fracasó porque él tenía ya como ochenta años, casi no se podía mover. Los productores, que suelen ser muy malos, le decían: “Señor, usted se va a morir al año siguiente”. Entonces, pese a que me gusta mucho el cine, decidí no hacerla. Ahora está publicándose en París un libro mío sobre cine para celebrar el 60º aniversario del Festival de Cannes, 180 páginas donde hablo de mi amor por el cine, sobre todo por el cine japonés y sobre sobre todo por Kurosawa.
–Iba a eso. Por último, y tarde, me llegó la influencia de la novela rusa y de la literatura de América latina, sobre todo de Rulfo.
–Sí, el lugar está muy cerca de donde vivió Rulfo, el geógrafo de la novela está a solo 100 km de ahí cuando, en autobús, pasa por todos los lugares que desarrolla Pedro Páramo. La verdad es que no fue casualidad, es una especie de rendición de cuentas o, quiero decir, de homenaje, pero esa palabra también me resulta demasiado seria. Mi intención fue que esa coincidencia con el realismo mágico fuera múltiple: geográfica, histórica y estética.
–Eso es un homenaje a las técnicas que, en sus libros, usaba Don Luis González, historiador y director del colegio de Michoacán donde he trabajado. Es el modelo de lo que escribo sobre el emporio de Urania, era un colegio ideal para escritores, una torre de marfil. Don Luis González, que es el fundador de la Microhistoria, escribió un ensayo fabuloso llamado Pueblo en vilo que no hay que dejar de leer.
El leitmotiv de la literatura de Le Clézio es también una gran contradicción: la vida y/o la escritura o viceversa. Un dilema, un estrecho callejón tan inherente a los escritores que serviría para hacer la caracterización de buena parte de la historia de la literatura. Una contradicción –esa de vivir a través de los libros pero, a la vez, reconocer que para escribir es necesario vivir– que Le Clézio se encarga de poner en cuestión y dar vuelta para finalmente volver a rendirse ante ella, como si la llevara a un extremo tal de complejidad que resulta imposible evitar un dolor de cabeza. Lo paradójico, en todo caso, es cómo un hombre que reniega tanto de la figura estereotipada del escritor sesudo, corporativo y libresco, logre imponer con su estampa una idea tan cabal y genuina de escritor.
–Yo creo que sí se pueden llegar a comparar mi último y mi primer libro. Con la única pero importante diferencia de que yo, en mi niñez, escribía sin la idea de publicar, para mí y, a lo sumo, para darle a leer a mi madre, o a mi hermano o a mis primas. No tenía la idea de una difusión, no pensaba que escribir significara ser público, lo cual descubrí dando mi primera novela a la editorial. Si lo hice era porque consideraba que ya había llegado el momento de salir de mi cáscara, de ir hacia el mundo, de salir de mi soledad y mi encierro. Y el punto común de toda mi obra creo que es la soledad, porque cuando uno escribe se siente muy solo. Es una actividad, un acto que tiene que ver con la necesidad de comunicar, con el humanismo seguramente. Como te decía antes, no creo en la literatura con mensaje, con justificación, pero sí creo en la literatura que es un grito, una llamada a los otros. El escritor recibe tanto como da, para él es esencial ser leído, sería trágico escribir en una cárcel, por ejemplo. El porcentaje de mi vida solitaria es del 80%, quiero decir, no tengo vida. Vivo por intermedio de mis libros. Mi vida está más en mis libros que en mis propias acciones.
–No puedo medir las ventajas pero sí decirte que los inconvenientes son livianos: sólo los que uno tiene cuando se queda afuera de un club, nada más que eso. Es cierto que en Francia, hace un tiempo, fue muy importante pertenecer a un club de escritores, ahora creo que menos, y los clubes franceses nunca tuvieron el humor de los clubes ingleses, donde la ley absoluta suele ser, justamente, no hablar de literatura.
(Risas) –Conozco poco de los clásicos argentinos; aunque sí a Borges que, para mí, no es un clásico sino el típico argentino, con ese espíritu tan gauchesco, capaz de hablar de la violencia de la calle, de la violencia del mundo y, a la vez, con ese refinamiento muy argentino que proviene de Inglaterra, Francia y España. Lo único que faltó acá fue el acceso a la cultura indígena, no sé si pensarlo como una falta o como otra manera de ser que tienen ustedes. En Latinoamérica hay varias fases. En Bolivia, por ejemplo, el pluriculturalismo es mucho más importante. La Pampa con su violencia resulta una especie de Far West de Estados Unidos. Yo no veo tantas similitudes entre Argentina y Francia. Acá veo más elegancia y también esa típica amargura de la cultura criolla. Incluso hay humor, se ve que la literatura de acá no es totalmente dramática, hay algo de juego. Pero lo que más me interesa de ustedes es que noto algo así como un espejo, es como si los argentinos llevaran permanentemente un espejo, la gente se imita a sí misma, hace algo y lo exagera, lo sobreactúa como si tuviera un espejo deformador. Supongo que es una forma un tanto extraña de ser consciente y, al mismo tiempo, reírse de uno mismo. Borges es típico en cuanto a eso: es alguien que sabe muy bien exagerar, plantear acciones dramáticas y, a la vez, creíbles. Por eso fascinó a Europa, porque en Borges los europeos encontraban una imagen de sí mismos similar, muy similar pero, a la vez, exagerada.
–Ser incompleto, no sé nada de ciencias, ni puedo entender un problema simple de álgebra, lo cual me serviría muchísimo para escribir. Antes había más autores competentes en matemática y música. Pero creo que mi peor falta, como la de casi todos los franceses, es que no sé bailar. Eso es una falta muy grave. Me imagino que Borges bailaba muy bien...
–Mirá, el otro día estaba en un restaurante de La Boca y había un señor comiendo, muy correcto él y muy bien vestido. En el escenario un muchacho cantaba de manera espantosa. Entonces, el señor subió al escenario y se puso a cantar con el joven, y la verdad es que resultó tener una voz muy linda. Me conmovió eso. Es algo único en el mundo que ustedes no valoran lo suficiente porque en la Argentina si alguien canta bien todos lo aplauden, aunque estuviera poco antes comiendo en una mesa y no estuviera en los planes de nadie que pudiera cantar. El problema de la cultura europea es que estuvimos mucho tiempo encerrados en sarcófagos. Los escritores sólo tenían o teníamos o seguimos teniendo una etiqueta que dice escritores y sólo eso implica que ninguno de nosotros pueda cantar, bailar, ni cortar leña; por eso yo me fui de Europa: para cambiar de piel.
Volviendo al tentador pecado de leer esta entrevista a Le Clézio a la luz de su Premio Nobel, si dejáramos volar por un instante la imaginación y pensáramos cuál fue el elemento clave en su vida y obra que terminó de decidir a la Academia Sueca, hay uno que parece sacar una muy buena ventaja, sin lugar a dudas, el dato más farandulesco y, al mismo tiempo, exótico de este escritor: cuando en la década del ’70 vivió con algunas tribus indígenas de Panamá.
–Tan importante como la influencia de la literatura escrita fue para mí la de la literatura no escrita. Me refiero a la época en que viví con los indios, acercándome a poblaciones que están excluidas del sistema de los libros: esa manera de contar tan interesante me influyó mucho. A veces utilizo palabras y frases típicas del narrador, la manera de terminar: “el cuento se acabó”. Yo creo que el desenlace de una novela o de una historia no debe ser una mera resolución de los nudos, sino que debe darse solo, sin la idea de un hilo de tiempo lógico.
–Te diría que todo lo contrario: fui a Panamá para no escribir, para curarme de la escritura, no escribí nada por tres años, estuve viendo una vida totalmente física, yendo por los ríos, cazando, viviendo lo que en aquella época era necesario vivir, y así pude escapar de la alienación, curarme. Nunca escribí sobre eso, son tres años en blanco, de vacío mental, era como ir a un templo budista, de hecho ellos estaban muy cerca del budismo zen: vivían en casas sin objetos, sin muebles, como los japoneses, sin paredes, con techos de hojas, una vida recluida y despojada de lo material. Fue una curación también física porque me curó de varias enfermedades del estómago que es algo así como mi talón de Aquiles.
–Los tres últimos –Révolutions (2003), El africano (editado en castellano por Adriana Hidalgo en el 2004), Urania (editado por El Cuenco de Plata en el 2005)– o el próximo, porque me interesa más lo que voy a hacer que lo que ya hice. Se va a llamar Hambre, habla de la guerra, de mí mismo.
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