CINE > APPALOOSA, EL WESTERN DE ED HARRIS
Una ciudad en el desierto, violenta, con muertos a diario, sin futuro ni ley, y un plan aún más violento para restaurar el orden. ¿Bagdad? No: Appaloosa. Ed Harris se puso delante y detrás de cámara para filmar Entre la vida y la muerte, un western neoclásico que habla con elocuencia del presente, de Irak y de los ejércitos privados que son contratados como sheriffs en ciudades sin ley. Pero que habla de todo esto de un modo tan silencioso y sutil que en su superficie se disfruta de un western inteligente y emotivo sobre la nitroglicerina que significa mezclar la amistad y el amor.
› Por Sergio Kiernan
Cada época tiene su propio western. Los clásicos, los de Ford y Huston, tenían tensiones de clase, sargentos de caballería que hablaban como obreros irlandeses y oficiales con vocales de señorito. Era un mundo a la Bogart, donde el dinero era muy importante, el país estaba en construcción y la mayoría vivía al día. La segunda gran fase es la de Roy Rogers, Daniel Boone y los cowboys rubios, vestidos como cantantes country y hasta afeitados. Ahí los únicos que hablan raro son los sioux y los mexicanos, y los que piensan en dinero son los malos. Todo el conflicto es moral o, más que nada, de honor y de control. Lo que vino después es la era barroca, con westerns que reflejaban la contracultura –el cowboy como yippie sin moto– o un supuesto vacío moral, una fatiga civilizatoria como la de Los imperdonables. El Appaloosa de Ed Harris es un western que no la va de post–nada: es un neoclásico, uno que le habría gustado el viejo tuerto de Ford.
En un punto, esta película da por sabido todo el folklore y no se detiene en explicar nada. Harris y Viggo Mortensen –Virgill y Everett– tienen una profesión extremadamente actual, ya que son una agencia de seguridad privada muy violenta y eficiente. Como si Nuevo México fuera Irak y ellos fueran la Blackwater, los socios, ex soldados y pistoleros del lado de la ley, se contratan como sheriffs para solucionar problemas. El pueblito del título –del original, porque el local es una arrugada digna de un chiste de Daniel Paz– tiene un problema mayúsculo en un ranchero ultraviolento, educado, neoyorquino y conectado políticamente que hace lo que se le canta. Y siempre se le cantan cosas que dejan muertos, violadas y saqueos.
Las fuerzas vivas, tres papanatas de bastón y galerita, contratan a Harris y Mortensen para que hagan algo con Jeremy Irons, que hace de ranchero maligno como si nunca hubiera hecho otra cosa. Harris exige la suma del poder para tomar el caso, les hace firmar una ley que lo transforma a él en la ley, y prontamente se despacha a tres de los matones del ranchero. Es entonces que esta película, si bien no es una obra maestra, se gana el interés general porque resiste la tentación del gore y la balacera que promete el odio retinto que se desata entre malos y buenos. La cosa es mucho más complicada que la inmensa escopeta que acarrea todo el tiempo Mortensen y termina en un arresto, una secuencia de juicio realmente imperdible, una fuga con chantaje y un perdón presidencial que devuelve a todos a la casilla uno.
Appaloosa es una obra de gran textura. Todo el mundo habla como se debe, con una mezcla de laconismo cerril y engolamiento victoriano, y todo el mundo se viste con algo como un traje formal, de chaleco y corbata, eternamente roñoso, como se ve en las fotos de 1880 –las de Nuevo México y las de Patagonia, del Transvaal y Borneo, porque era un look universal excepto por los sombreros–. Ese mundo es, además, más vale marrón–desierto, con lo que se siente el polvo entre los dientes de ese territorio sin leyes ni lluvias. Las casas casi dan risa, unas cabañitas de madera traída en tren de algún estado lejano, instantáneamente viejas por fuera y pomposas por dentro. El sonidista se merecerá premios por el estallido rotundo de la calibre ocho de Mortensen y los Colt Peacemaker de todo el mundo: cada balazo es absolutamente letal, sin vueltas.
Pese a los riesgos ciertos de su profesión, Harris y Mortensen tienen una vida simple y una de esas amistades automáticas llenas de manías. Aunque vive leyendo a Emerson, Harris es bruto y ya se acostumbró de años a parar una frase al medio y preguntarle al amigo qué palabra le anda faltando. Mortensen responde “custodiado”, “simbólico”, “jurisdicción” como si fuera lo más normal y su jefe termina la frase. Este tipo de cosas son viables hasta que aparece una mujer –que no sea una puta o una india, como aclaran ellos mismos– y por supuesto aparece una, pianista, insegura y manipuladora, Reneé Zellweger haciendo de Bridget Jones con miriñaque y sombrillita. Por supuesto, todo se complica y la película crea un subplot erótico y doméstico: Harris intentando ser un marido e interesarse en cosas como las cortinas. Hasta vajilla inglesa termina comprando.
No es justo deschavar finales y bastará decir que Appaloosa es una película sobre las cosas que hacen los amigos por los amigos. Por primera vez, Mortensen decide salirse de la ley un tanto, lo suficiente como para tener un duelo, única manera que se le ocurre para ganarle tiempo a la pareja de Harris. Y luego se va hacia el sol poniente, uno más en la larga cadena de solitarios románticos del western, género griego si los hay. Harris se lo queda mirando, pagando el clásico precio él también.
La única desgracia en la película es la blancura deslumbrante de los dientes de todo el elenco. Hasta los guerreros chiricauas van al dentista de Hollywood.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux