Domingo, 19 de octubre de 2008 | Hoy
PLáSTICA > LAS PINTURAS DE DéBORAH PRUDEN
Esquiva y segura, incierta y acertada, en equilibrio sobre se filo donde la forma resbala para fundirse en la tela, Déborah Pruden da un paso más allá del que ya había dado en su última muestra y se aventura en la pintura que, casi suspendida sobre la tela, desafía al espectador como el blanco a la flecha.
Por Tomas Espina
Una sobredosis de contexto circula por nuestras venas. Como si estuviéramos sobre un campo minado donde cualquier movimiento en falso pudiera desencadenar la catástrofe, Déborah camina silenciosa, impasible y suspendida. Ella atraviesa otra catástrofe, sobre otras superficies. La tarea entonces es poder saber cuál es esa otra superficie por la que ella se mueve. Lo lógico, y a simple vista, sería decir que es la pintura. Ahora, decir “la pintura” es decir nada o, peor aún, casi nada. ¿Qué es la pintura? Muchos artistas coinciden en que es algo de otro mundo, algo extraterrestre. Paul Klee entendía el acto de pintar como una “cosmogénesis”; Cézanne lo refiere en estas palabras: “Bajo esta fina lluvia, respiro la virginidad del mundo”. Incluso desde la perspectiva del conceptualismo histórico en boca de Joseph Kosuth, la historia de la pintura se definía como “historia de fabricar otros mundos”. Es sumamente llamativo cómo tantos pintores, para referirse a lo que afecta el acto de pintar, utilizan metáforas meteorológicas o que remiten a cierto caos original. Daniel Richter habla de una “verdad a través de la colisión”. Paul Klee, de “un punto gris que crece”. Neo Rauch, de “un muro de bruma”. Cézanne, de “la catástrofe”. Bacon, de “el Sahara”. Peter Doig, de “cifras para la imaginación”, y hay más; aluviones, diluvios, avalanchas, agujeros negros, orgasmos, etc. Esto pareciera poner a la pintura en una dirección casi teleológica y mística. Más cercana al génesis, o por lo menos anterior y muy lejana a lo que podemos entender por contexto.
Señalo esto porque tal vez nos ayude interpretar sobre qué superficies deambula la obra de Déborah Pruden, o por lo menos a no conformarnos con decir simplemente que es “sobre la pintura”. Con eso podríamos sacarnos de encima la idea de que cuando hablamos de pintura estamos hablando de algo que se da por entendido dentro de un determinado contexto, con muchos años de historia y de gramática compositiva, tradición formalista y todas las tendencias que devinieron bálsamo para los ojos de los críticos. Como si los pintores hoy en día sólo pudieran dedicarse a citar, reformar y parodiar su historia pasada, o peor aún: a sí mismos. No digo que esas perspectivas de lectura no sean válidas, hay muchos y buenos artistas que operan de esa forma y logran “crear mundos”, incluso crear contextos, ya sean parasitarios o ensimismados. Tan sólo digo que ésas son perspectivas de pupilas memoriosas. Tratemos de corrernos de ese punto de vista y ver si hay algo que no esté dado de antemano cuando hablamos de pintura. Creo que el trabajo de Déborah Pruden particularmente apela a esa integridad.
Un libro de Deleuze (que me prestó Déborah) titulado Pintura, el concepto de diagrama dice en uno de sus párrafos que no basta con poner la pintura en relación con el espacio, antes hay que ponerla en relación con el tiempo: “Tratar un cuadro como si operara ya una síntesis de tiempo”. La operación que Déborah hace sobre el tiempo es una de las cosas que más me ha inquietado en su pintura, llegando a perturbarme extremadamente en Fondo blanco (Zavaleta lab., 2006). En esa muestra se tramaba una condición de tiempo más próximo a la celeridad que a la espacialidad. La acción era claramente tangible, pero la única manera de retener algo de esas pinturas era entrar en una suerte de lapso transitorio, y manejarse con sumo cuidado para que nada caiga y se nos venga encima. La velocidad de esas pinturas actuaba como una extraña pausa en el tiempo, y su ligereza era tal que el conjunto parecía haber sido hecho de un modo impasible y de una sola vez.
Vamos un poco más atrás. En la serie “Maroc” (2000), las pinceladas ya tendían a moverse distraídamente por la superficie, como si pudieran estar pendiendo a unos pocos milímetros de la tela. Sin embargo ese desprendimiento atendía a una suerte de ensoñación dentro de un paisaje alucinógeno, atrapado aun a cierta narración. Posteriormente, nunca gradual ni ordenada (Déborah es caprichosa) pero sí de manera inevitable, todo tenderá a identificarse con el acto. Las fábulas se desvanecerán hasta desplomarse y el conjunto pasará a ser una estructura desequilibrándose, tendiendo a su máxima suspensión. No una suspensión vertical (una suspensión vertical en un cuadro sería una ilustración de una suspensión), tampoco una suspensión estática o vibrante. Una suspensión horizontal que se deshace, extremada y sigilosamente del soporte.
Como esas lánguidas heroínas de película de acción china, que de un salto quedan congeladas en el aire, Déborah nos engaña; lo que parece descuido, recompone; lo que parece tempestuoso, está calmo; lo que parece incompleto, repara. ¿Qué repara? ¿Qué recompone? ¿El equilibrio? ¿La composición? No, repara el movimiento suspendido; la ligereza necesaria para dejar la materia otra vez enajenada.
Tranquila e infalible, Pruden no es mercenaria. Sabe que la catástrofe es en su domicilio y que el peligro viene de todo lo que es vecino. Entonces la acción que ella ejerce es de defensa y no de ataque; enmarca, confina, repliega, encubre, limpia. Celosa, desagrega para que nada se detenga. Pues también sabe que, como en todo, las relaciones de fuerza se vuelven cada vez más densas y tienden a aglutinarse, a emparentarse. Lo que era trazo se convierte en línea; lo líquido se empasta; lo azaroso se hace cliché. Entonces debe volver a merodear sobre el conjunto; cubre el empaste, tuerce la línea y finalmente limpia la tela. ¿Qué limpia de la tela? Sin duda la limpia de las exquisitas pupilas del cliché.
Hay una fotografía en la que Déborah está de pie frente a la cámara con su gato Pichin en brazos. A sus espaldas dos pinturas apoyadas una sobre otra, la más pequeña sobre la más grande. Las cuatro figuras forman una hilera hacia nosotros; para nosotros, las cuatro figuras son simultáneas. Pero hay un detalle: Pichingato está viendo directamente a cámara y tiene todo el ángulo de visión libre. El cuadro más pequeño también puede ver todo, sólo la silueta de Déborah le recorta algo de visión. El segundo cuadro, el más grande, ve por un costado lo que el cuadro más pequeño le permite ver (es difícil saber dónde está el ojo en un cuadro, así que podemos deducir que este cuadro también ve todo). Pero Déborah, que está frente al conjunto, tiene la cara totalmente tapada por su propio pelo. Déborah no ve nada, o casi nada.
Es sabido que en la práctica de la pintura existe una larga tradición de miopías y estrabismos, como si fuera necesario lastimar el órgano de la vista a tal punto que quede reducido a casi nada, para que así, como cíclopes peludos, podamos arrimarnos a ese “otro mundo” al que Kosuth se refería. Sin duda, uno de los artistas que ha sabido labrar esta suerte de bizquera en la pintura es Pablo Siquier. Reduciendo el cuerpo a un dedo que digita, Siquier ha maltratado al ojo de tal manera que casi nos obliga a vernos las orejas por dentro.
Al otro extremo de la transparencia bizantina de las pinturas de Siquier, el trabajo de Pruden se nos presenta a ojos tapados. Ella, que no es devota del estrabismo, sí en cambio es diestra practicante del tiro al blanco. Con una fina lluvia de pelos sobre su cara y reduciendo nuestra condición de espectadores a pequeñas dagas, nos arroja con precisión sobre la tela y a tal velocidad que difícilmente lleguemos a ver dónde caeremos. Pero poco importa eso, pues en sus pinturas cualquier lugar puede ser el blanco.
Obra reciente
Sala 1
Galería Zavaleta Lab
Venezuela 567.
Hasta el 22 de noviembre
www.zavaletalab.com
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