Domingo, 16 de noviembre de 2008 | Hoy
PLáSTICA > BOBBY AIZENBERG: PINTURAS Y BOCETOS
Alumno de Berni y de Batlle Planas, homenajeado por el Di Tella en el ’69, Roberto Aizenberg (1928-1996) es el autor de una obra de un rigor, un ascetismo y una búsqueda asombrosos. Ahora, una extraordinaria muestra en Ruth Benzacar permite asomarse a ese proceso alquímico mediante el cual Aizenberg destilaba la verdad esencial en la línea, el color y el paisaje de su obra: al lado de cada obra cuelgan los bocetos que llevaron hasta ella.
Por Tomás Espina
El tiempo es una consideración, las piedras lo saben bien y la obra de Roberto Aizenberg lo confirma. Sin dudas Aizenberg es uno de los artistas argentinos que supo demorar el tiempo hasta despegarlo de cualquier vicisitud. Como un viejo alquimista que se encierra en sí mismo, procurando encontrar la temperatura justa y necesaria para desprenderse de cualquier ideología propensa a confundir lo auténtico con las pasiones momentáneas, Aizenberg se mantiene estático y nos invita a ser testigos (como si eso fuera posible) de un hecho preideológico.
La muestra en Benzacar se nos presenta directa y casi pedagógica. La sala está ordenada en bloques energéticos, concisos y centrípetos; cada trabajo va acompañado de sus bocetos. Como un discípulo fiel, la curadora (Orly Benzacar) deja que el misterio permanezca solo en las obras y que el montaje nos adentre en el complejo proceso alquímico en el que Aizenberg se sumergía.
Los dibujos (bocetos) parecen estar hechos con mucha despreocupación, son simples e involuntarios. Confiado en un ejercicio metodológico de automatismo que desprenderá la forma limpia y destilada de cualquier interferencia. Como quien lleva un algoritmo para ser resuelto, Aizenberg toma una fórmula en estado líquido y la posa en la ventana para que se enfríe un poco antes de meterla en la hoguera.
El automatismo como procedimiento trae fantasmas; amigos y maestros van recorriendo el papel en estado aún reconocible. El artista debe sumergirse en ellos hasta desconocerlos casi por completo. Es un proceso humilde de aceptación del entorno que lo lleva al eje central donde el ambiente se eclipsa. En un acto de anamnesis antisociable, Aizenberg recorre y tacha sus referentes; no para hacerlos desaparecer, sino más bien para que queden en el recuerdo, en la antesala de nuestro cerebro.
Por lo general el dibujo de Aizenberg funciona como un código extrapictórico: trabaja sobre la forma externa y sufre un proceso de conversión hasta que se internaliza y allí puede pasar a ser partícipe del paisaje. Porque sin dudas sus pinturas son paisajes; son ventanas hacia un paisaje transparente donde el código se hizo piedra.
Todo pintor sabe que la abertura de un código externo al plano pictórico es un proceso de transmutación lento y que suele ser doloroso. Más aún para un artista que necesita destilar la materia hasta dejarla incólume y libre de cualquier sedimento. En el trabajo de Aizenberg pareciera que ese proceso de destilación no sólo duele, también encandila. Como si labrara una piedra con sus propias manos y luego tuviera que pulirla a fuego lento, Aizenberg se toma todo su santo tiempo.
En un texto acerca de Aizenberg de 1969, Aldo Pellegrini dice: “El surrealismo no es más que una incitación a no detenerse, a penetrar sin temor en el dominio del misterio, que es, tanto o más que el de la rutinaria vida cotidiana, patrimonio del hombre”. La vida de Roberto Aizenberg (1928-1996) sin dudas ha sido más que rutinaria y cotidiana. Su vida estuvo tan llena de cambios y pérdidas como otras tantas vidas en la Argentina de los años ’70. Pero Aizenberg, férreo e inquebrantable (como si persiguiera el precepto de Pellegrini) no se detuvo. Como un iluminado que sabe que debe cumplir una misión extraordinaria; Aizenberg no desistió nunca en penetrar ese “patrimonio del hombre” hasta las últimas consecuencias, dejando para nosotros la tarea de mirar con ojos limpios y así acceder sin miedo y en silencio a otra fatalidad.
Acá no cabría hacer un recorrido cronológico que nos dé indicios de cómo fue evolucionando el trabajo de Aizenberg a través de los años. Por lo demás la muestra no propone eso y sin embargo es clara y legible también en ese punto. Su obra se puede leer, por más cambios que presente, como una fina línea recta que atraviesa el tiempo y sus contingencias. Es cierto que esa línea ha sufrido modificaciones pero, más que acomodarse al cambio, se ha hecho más comprimida y firme, y lo ha atravesado sin alterarse por ningún factor ajeno a ella misma.
En el subsuelo de la misma galería, Adrián Villar Rojas también nos presenta una suerte de taller en proceso. Pero allí la alquimia está en manos de una comunidad de reconocimiento mutuo. El dolor del proceso se apacigua en la creación de imágenes colectivas. Es el fuego amarillo y rojo del fogón entre amigos, la brasa de un pucho compartido. Un fuego cálido que no alcanza a cocinar el barro pero que, apresurado, nos deja como vestigio las figuras incondicionales de un ocio postinformático.
En cambio el fuego de Roberto Aizenberg es otro; es el fuego verde el que anhela el alquimista más riguroso. Que, ermitaño y filoso, espera paciente la piedra esmeralda que pulirá hasta encontrar la forma romboédrica y silenciosa que le dé (como si eso fuera posible) quietud abstracta al alma.
Aizenberg
Galería Ruth Benzacar
Florida 1000
Lunes a viernes 11.30 a 20,
sábados 10.30 a 13.30.
Hasta el 22 de noviembre.
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