ARQUEOLOGíAS
Fascistango
Alérgico al pelo largo, los sacos cortos y el look rive gauche que cundía en Buenos Aires en los años ‘50, “Che, existencialista”, el tango de Martincho y Landi, delata la misión profiláctica que alguna vez asumió el ala más conservadora de la música de Buenos Aires: limpiar la patria de afrancesamientos y devolverle la virilidad perdida. Diego Fischerman cuenta cómo era el tango cuando era fascista.
Por Diego Fischerman
“En esta tierra que es tierra de varones,/ hecha con lanzas de gauchos legendarios,/ nos han salido una porción de otarios,/ que yo no sé por qué usan pantalones”, empieza cantando Alberto Echagüe. La orquesta es la de Juan D’Arienzo, y la grabación fue realizada el 1º de septiembre de 1954 para el sello RCA Victor. La música remite a los tangos de la Guardia Vieja. Las diferencias pasan por un piano à la Rachmaninov en la introducción (tocado por Fulvio Salamanca) y por la característica sobreactuación de la acentuación en dos tiempos que le valió al director del grupo el mote de “Rey del compás”. Y también, por supuesto, por ese cantor que en realidad se llamaba Juan de Dios Osvaldo Rodríguez y que, desde sus comienzos con esta orquesta, a mediados de los ‘30, se había convertido en el representante más claro del tango lunfardo. “Llevan el pelo largo y despeinado,/ el saco de un color y otro el talonpa,/ hablan de ‘ti’ y de ‘tú’ los pobres gansos,/ y al agua y al jabón le tienen bronca”, sigue caracterizando al enemigo la letra de Rodolfo Martincho que musicaliza otro de los cantores de D’Arienzo, Mario Landi (en realidad Mario Villa). Un enemigo cuya identidad se devela en el estribillo: “Che, existencialista,/ no te hagas el artista,/ mejor cachá un pico y una pala,/ andá y yugala, flor de vagón./ Che, existencialista,/ mejor cambiá de pista./ Andá a Paul y pelate,/ alargá el saco y bañate, che cartón”.
Si la invención de la literatura gauchesca y el hispanismo (extrañamente) conformaron el programa estético con el que la derecha argentina de los ‘30 enfrentó la inmigración, se podría decir que la misma función cumplió el lunfardo para el tango de los ‘50. Entre uno y otro, sin embargo, hay algunas distancias notables. En primer lugar, la discusión desde la ciudad de los atributos de Nación, tradicionalmente ligados con lo rural. Allí hay una contradicción en el origen (la idea de Nación fue tomada como bandera por los caudillos rurales que, en realidad, se enfrentaban al concepto unitario implícito en esa noción) pero, además, una simbología cuyos efectos permanecen en la actualidad. Son raros, por ejemplo, los actos escolares donde la Patria esté representada con un tango o alguna otra expresión de cultura urbana. Los encargados de inculcar en el niño argentino el amor al terruño son, más bien, zambas, chacareras, pericones y hasta carnavalitos (el chamamé y la polca están excluidos, tal vez por su origen no hispánico). Así, el tango, cuando reclama para sí la custodia de la Patria, se ve obligado a crearse una genealogía –por lo menos ideológica– que habla de “lanzas de gauchos legendarios”. Pero el otro dato, implícito en la utilización del lunfardo, es el reconocimiento de los italianos porteñizados como dignos representantes de la argentinidad, algo que a Leopoldo Lugones –en La hora de la espada– o a Julián Martel –en La bolsa, que extrae argumentos de La France Juive de Edouard A. Drumont, publicado en 1886– les habría resultado muy difícil admitir.
En “Giuseppe el crooner”, otro tango que también cantó Echagüe con D’Arienzo, el personaje, Giuseppe Mala Testa, ha perdido el rumbo. Ese descarrío se colige del hecho de que se ha convertido en crooner. La clara filiación italiana del sujeto se opone al extranjerismo de su nuevo repertorio. La canción es de D. F. Schiaraffia y E. A. Rodríguez y, además de compartir la obsesión por el saco con tajito, el corte (o su falta) de pelo y el “ti y el tú”, también asimila patria (una palabra curiosamente femenina en el idioma español) con masculinidad y, obviamente, extranjerismo –y hasta cierto refinamiento estético– con mariconería. Allí se canta: “Che Giuseppe Mala Testa que usás saco con tajito/ pantalón a lo divito y melena croquiñol/ con los ojos bien en blanco agarrándote al fierrito (el micrófono)/ no hay mujer que te resista cuando empieza la audición/... Che Giuseppe con tanto ti con tanto tú/ vas haciéndote la loca/... Yo no sé con qué herramienta te cambiaron la pintura/ con tu juego de cintura le ganás a un boxeador/ y al hacer la voz finitachamuyando con la luna/ yo te juro, che Giuseppe, que estás hecho un amor”. Los tópicos no son demasiado distintos de los de la segunda estrofa de “Che existencialista”: “Yo que me acuerdo cuando mama (acentuada en la primera ‘a?, desde luego) me contaba,/ esas historias de guapos del pasado,/ donde un varón frente a otro se jugaba/ por la mujer o el hombre pisoteado./ Y ahora al verlos a estos giles disfrazarse,/ con el saco de tajito y bien cortina,/ a ver si ustedes no van a chivarse/ al no saber si son hombres o minas”. En un caso por roña y en el otro por exceso de limpieza, enfrentamiento estético (tango vs. jazz) o ideológico (Patria vs. existencialismo), los argumentos son los mismos.
El propio D’Arienzo, tan amado por el público mayoritario como vilipendiado por la intelligentzia, lo decía con bastante claridad en un reportaje realizado por Andrés Muñoz en 1949: “A mi modo de ver, el tango es, ante todo, ritmo, nervio, fuerza y carácter. El tango antiguo, el de la Guardia Vieja, tenía todo eso, y debemos procurar que no lo pierda nunca. Por haberlo olvidado, el tango argentino entró en crisis hace algunos años. Modestia aparte, yo hice todo lo posible para hacerlo resurgir”. Y después de una larga parrafada sobre el papel pernicioso del protagonismo dado a los cantantes (“Los músicos, incluyendo al director, no eran más que acompañantes de un divo más o menos popular”), el violinista y director se despacha: “Reaccioné contra la crisis del tango. Traté de restituirle su acento varonil, que había ido perdiendo a través de los sucesivos avatares. Le imprimí así en mis interpretaciones el ritmo, el nervio, la fuerza y el carácter que le dieron carta de ciudadanía en el mundo musical (...). Por suerte, esa crisis fue transitoria, y hoy ha resurgido el tango, nuestro tango, con la vitalidad de sus mejores tiempos. Mi mayor orgullo es haber contribuido a ese renacimiento de nuestra música popular”. D’Arienzo fue, en todo caso, un reaccionario en todos los órdenes. Cuando el tango creció en su dimensión poética, él defendió las letras sencillas, que no distrajeran ni a la orquesta ni a los bailarines, y a los cantores patoteros. En el momento en que el lenguaje musical se hizo más rico, con orquestaciones como las de Salgán, Argentino Galván o Piazzolla, reivindicó encarnizadamente a la Guardia Vieja. Y donde el género ganó los ámbitos de la escucha atenta (el disco y el concierto), D’Arienzo acrecentó su popularidad apostando al salón de baile. Pero ni Jean-Paul Sartre ni epígonos locales como Sebrelli, enfundado en polera negra y escuchando empecinadamente discos de Juliette Greco en el viejo Chez Tatave del Pasaje del Carmen, parecen haberse inquietado por un tango como “Che existencialista”. Hoy, lejos de aquellas barricadas, esta verdadera obra maestra del arte bizarro es, además, un documento imperdible.
El tango “Che existencialista” está incluido en la antología Joyas del lunfardo, de Juan D’Arienzo, con la voz de Alberto Echagüe. El cd se consigue en las disquerías Gandhi y Zival’s.