PLáSTICA
Color carne
Es nieto de Sigmund Freud. Tiene ochenta años, una mujer de veintisiete y un vicio –el juego– que llegó a costarle un millón de libras en una sola tarde. Retrató a sus parejas, a sus galgos, a top models como Kate Moss y Jerry Hall y a la reina de Inglaterra. Aun con ropa, todo lo que retrata –incluido su propio cuerpo– aparece desnudo. Una bestial retrospectiva en
el Caixaforum de Barcelona prueba por qué Lucian Freud es el único pintor que sabe algo de carne en el arte contemporáneo.
Por RODRIGO FRESAN, Desde Barcelona
Debe ser raro tener un apellido tan apellido, ¿no? El otro día conocí a un escritor que se llama Lennon y la otra noche leí en una revista un reportaje a un especialista en adictos al sexo que se llama Dr. Kafka. Ninguno de ellos –en persona o en foto– tenía ningún lazo sanguíneo con los modelos originales, pero aun así se les notaba la carga y el orgullo de portar semejantes nombres en sus respectivas partidas de nacimiento y sus futuras lápidas.
Lucian Freud (Berlín, 1922) es nieto directo de Sigmund, y sin embargo nada de eso parece acomplejarlo a la hora de tomar ciertas decisiones. Lucian Freud ha pintado desnudas a sus hijas con voluptuoso amor-odio de padre. Lucian Freud retrató una y otra vez a su posesiva madre, durante veinte años, incluso hasta un día después de muerta. Lucian Freud afirma que le salió una cara de su padre cuando intentó un primer autorretrato. Lucian Freud asegura que la primera palabra que pronunció como bebé fue alleine (“solo”) sin temor a interpretaciones inmediatas o futuras. De paso, se ha convertido –según casi todos– en el más importante pintor realista vivo. En sus fotos, Lucian Freud aparece, siempre, con ojos taladrantes y un rostro –como definió alguien– “estirado por el escrutinio... ese mapa facial erosionado por toda una vida de intentar descubrir qué es lo que hay adentro de sus modelos para recién entonces ponerse a pintarlos por fuera”.
Ahora, en la bestial retrospectiva itinerante –la mayor hasta la fecha: 125 obras que arrancan con un cajón de manzanas de 1939 y culminan con una perra yacente pintada apenas hace unos meses–, se accede, a los pocos metros, a los pocos cuadros, a la perturbadora sensación de que no somos nosotros los que miramos los cuadros sino los cuadros los que nos miran.
Y nos preguntan: “¿Y a usted qué le parece?”
LO DESNUDO Y LO VESTIDO
Los buenos museos son todavía mejores cuando llueve. Algo de eso, recuerdo, creo, escribió el escritor pictoricista John Updike –que acaba de publicar Seek My Face, novela que invoca la leyenda explosiva de Jackson Pollock– en un relato titulado “Museums and Women” sobre la erótica de estos edificios que cambian de humor y de rasgos según a quién se hayan tragado. Y ahora llueve y el flamante Caixaforum –atinada reencarnación de una vieja fábrica modernista a los pies del Montjuic– está lleno de mujeres. Desnudas y vestidas. Las vestidas –muy abrigadas: aquí ya nos dirigimos inapelablemente hacia un nuevo invierno– se mueven con esa indolencia con la que se mueven, según Updike, las mujeres en los museos. Las otras mujeres, las desnudas, están firmadas por Lucian Freud, vienen de la Tate Galley, hacen escala aquí antes de seguir rumbo hacia el Museum of Modern Art de Los Angeles y cuelgan de las mismas paredes en las que, un par de meses atrás, colgaron las fotografías de Richard Avedon para la serie In the American West.
No había vuelto aquí desde entonces, y el contraste tiene gracia: los rostros angulosos y vencidos del fotógrafo, las curvas rotundas del pintor. El blanco y negro de uno y el omnipresente color carne del otro. El primero roba el alma con su cámara y el segundo la colorea con su pincel. Porque, a la hora de la acumulación de Freuds, más allá de los cuadros con ropa –que, como bien dice Alan Pauls, también son desnudos, porque en la obra de este pintor todo está desnudo–, lo que impresiona y conmueve es la exhibición descarada de la piel en estos lienzos. Nadie pinta la piel, la materia humana, como Lucian Freud, y de pronto pienso que las pieles en los desnudos de Lucian Freud bien pueden ser la piel que les han arrancado a tirones a los sujetos en los cuadros de Francis Bacon, a quien el Freud circa 1965 imitaba un poco luego de haber superado cierta racha Picasso y cierta inclinación Balthus en su juventud. Toda influencia sucumbe y es asimilada –el aprendiz creció a maestro– con el descubrimiento y la reinvención de “lo desnudo” y la súbita conciencia delpropio cuerpo y del cuerpo ajeno que provoca una exposición tan fuerte a la radiación freudiana. Así, a los pocos minutos de entrar en la muestra, uno se siente un poco como Ray Milland en El hombre con los ojos de rayosx: todo parece desvestido. Las mujeres vestidas miran a las mujeres desnudas y se miran de reojo entre ellas. Hay hombres –también hay hombres desnudos by Lucian Freud–, pero se mueven y posaron de otra manera. Los hombres y las mujeres se despatarran de modos muy diferentes, es cierto. Y Lucian Freud retrata a unos y a otros con el mismo pincel implacable, sobre las mismas camas deshechas. Y hay que ser valiente para desnudarse frente a Freud. Lo supieron –cuando contemplaron sus retratos terminados– las top-models Jerry Hall y la embarazada Kate Moss, cuya versión enmarcada se cotiza hoy en tres millones de libras esterlinas. También lo supo la reina de Inglaterra al ver ese cuadrito chiquito de su cabeza que algunos definieron como “estoico” y otros como dueño de “la expresión de una soberana que ha padecido no uno, sino todo un reinado de annus horribilis... Es el retrato de un perro raza corgi que acaba de sufrir un derrame cerebral”.
AUTODESNUDO
Hay una leyenda Lucian Freud –una leyenda desnuda– y es una leyenda coherentemente rolliza. El niño que huye con sus padres de la sombra nazi. El nieto que contempla fascinado el agujero canceroso en la mejilla de su icónico abuelo. El adolescente que se baja los pantalones en la calle para ganar una apuesta y el hombre fascinado por los ritos del juego, las carreras, las potrancas, los galgos, lo que venga y lo que corra y en los que ha llegado a perder, dicen, hasta un millón de libras en una tardecita. El marinero que no para de vomitar pero se gana el respeto de sus endurecidos camaradas haciéndoles tatuajes de corazones flechados. El ermitaño que apenas ofrece entrevistas en las que sólo se declara interesado por las mujeres, la pintura y las mujeres pintadas. El “genio” legitimado a partir de su exposición en Washington, en 1987. El octogenario con novia de veintisiete años, dos matrimonios rubricados, nueve hijos de cuatro parejas, todas ellas pintadas sin que le preocupe que cambien de pose o se mueva el caballete. Y algunas frases legendarias que acaso lo expliquen todo:
“No creo que haya ningún sentimiento que deba dejarse a un lado cuando se pinta.” “Parece del todo evidente, y también práctico, utilizar como tema lo que estás pensando y mirando, eso que marca el curso de una vida.” “Yo busco que el óleo funcione como carne, ofreciendo ahí toda la información de la que dispongo.” “Debo tener una predilección por la gente inusual o de proporciones singulares; no quiero pensar mucho en eso.” “Todo es autobiográfico y todo es un retrato.”
Como prueba de ello, entrando a una de las salas de Caixaforum, ahí está Lucian Freud, desnudo y pintado y pintando, sosteniendo paleta y pincel como si fueran puñales, como si estuviera frente a un pelotón de fusilamiento: “Pintor trabajando, reflejo”, se llama el cuadro.
MOSTRARSE
Y está esta exposición. Una megamuestra que –cuando estas criaturas totales están bien ensambladas– acaban contando una vida a través de la obra. Aquí está –por orden cronológico, varios años en cada sala– casi todo lo que tiene que estar: el pasaje de la linealidad a la materia pesada, el descarte de pinceles de pelo de marta por pinceles de gruesas cerdas, las diferentes formas de tratar a un modelo, ese otro cuadro adentro del cuadro que es el trazo de las pinceladas (y que en el caso de Lucian Freud terminan de revelarnos su estilo), las muchas maneras de pintar una vagina o un pene siempre con una misma técnica, la forma en que las pinturas se van haciendo más y más grandes para, de improviso, sufrir súbitas reducciones y acumular impulso para afrontar un nuevo ymonstruoso estirón. Y está la genialidad de quien no descubrió nada nuevo pero sí una nueva sensibilidad.
Lucian Freud es uno de esos pintores que hay que ver, sí, en carne y tela, de cerca, lo más lejos posible de un libro o de un poster. Los cuadros de Lucian Freud producen ese impulso transgresor, esa necesidad de tocarlos para ver de qué están hechos, si están secos, a qué saben y cómo huelen y donde se encuentra ese instante que casi no puede discernirse, ese límite que separa a un color de otro. El crítico cum laude Robert Hughes –que no vacila en señalar a Lucian Freud como un número uno indiscutible– reveló que el pigmento básico que su héroe utiliza a la hora de hacer color carne es el Cremnitz White, una variedad especialmente pesada que contiene más del doble de óxido de plomo que otros blancos más ligeros y mucho menos aceite en su fórmula. Tal vez por eso los cuadros figurativos de Lucian Freud parecen hechos –si se los mira fijo, como mira Lucian Freud– a partir de la paradojal onda expansiva del expresionismo abstracto, llenos de pequeños remolinos y explosiones. Y al final, como ocurre con ciertas pipas, ese desnudo no es un desnudo.
La súbita manada adolescente que ahora inunda el museo, claro, no piensa lo mismo. Son arreados por una maestra progre –con look de fan de Manu Chao: gorrito étnico, mirada soñadora, dicción atronadora– que los sacó a airear las hormonas y no pudo tener ¿mejor? idea que traerlos aquí y ahora. Todos y cada uno parecen escapados de una película de los hermanos Farrelly. Dos conversan a mi lado. “Ésa de ahí está más gorda que tú”, le dice él señalando al cuadro titulado Durmiendo junto a la alfombra del león. “Y ése de ahí la tiene dos veces más grande que tú”, le responde ella, tan dulce. Hacen una linda pareja.
En la sala de al lado se proyecta un documental-entrevista que en 1988 le hiciera Jake Auerdack para la BBC. Lucian Freud mira a cámara y dice: “Trato de pensar lo menos posible en las personas que miran mis cuadros. Me basta y sobra con que mis cuadros los miren a ellos”.
Afuera sigue lloviendo, y aquí adentro hay cada vez más gente pensando en que ya nunca será igual volver a mirarse cada noche, en el espejo del baño, desnudos y color carne.