Dom 07.12.2008
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CINE >EL NIñO CON EL PIJAMA DE RAYAS: EL REVERSO DE LA VIDA ES BELLA

Campo de juego

¿Qué nos enseña el juego? ¿Qué aprenden los chicos jugando? ¿Es posible representarles el horror a través
de un juego? Hace unos años, Roberto Benigni dividió las aguas con La vida es bella, la historia de un padre
dispuesto a presentarle a su hijo el campo de concentración como un juego. El niño con el pijama de rayas parece su reverso: ahora es el mundo de los niños el que socorre a los adultos.

› Por Juan Pablo Bertazza

Hablar de El niño con el pijama de rayas, la exitosa novela de John Boyne, en términos de literatura adolescente, infantil o fetal no sólo es infructuoso sino que espanta el debate. Con la adaptación cinematográfica de Mark Herman –que no traduce las metáforas del libro en jueguitos técnicos y, sin embargo, captura muy bien su atmósfera además de tener sus propios ingredientes– sucede algo similar.

Cuando se dan a conocer obras basadas en un hecho histórico de tanta densidad como el Holocausto, afloran al menos dos actitudes de recepción opuestas: por un lado la postura que le reconoce a la creación la capacidad de aportar algo con respecto a ese hecho histórico y, por el otro, aquello de que inventar algo en torno de un acontecimiento de semejante magnitud no sólo no aporta nada sino que incluso hace de la historia algo así como un juego.

Las mentiras y el juego

El juego es la esencia de El niño con el pijama de rayas, siempre y cuando nos alejemos un poco del sentido clicheado que escuchamos a diario: el juego como pura diversión, pretender hacer del trabajo un juego y creer que la vida es juego. Toda esa sarta de lugares comunes (que, en general, proclama gente que no sabe jugar) le niega al juego lo más interesante: el juego aúna el placer y el sufrimiento, la alegría y la tristeza, la desidia y la responsabilidad. Jugar no es un juego porque implica ceñirse a reglas –mitad conocidas, mitad extrañas–, reconocer el lugar del otro jugador, soportar las derrotas y, detalle para nada menor, sentir la soledad de que los demás no quieran jugar y, entonces, mantenerse en juego se vuelve una cuestión de mucho peso. En fin, porque la vida no es (únicamente) bella y mucho menos un juego, es que el juego tiene tanta importancia como exploración, como intento –siempre imprevisible, porque lo que se conoce de antemano nunca está en juego– de salirse de aquellos lugares donde se supone que debemos estar.

En ese sentido, esta película está bien orientada. Es a partir del juego que Bruno (Asa Butterfield) intenta correrse de la angustia que le genera una de las cosas más movilizantes que pueden suceder en la niñez: una mudanza. Claro que en este caso, el nuevo hogar no es otro que Auschwitz (de la A a la Z, el alfabeto del horror). Sin embargo, esa misma actitud lúdica que le crea a Bruno una especie de invulnerabilidad al mismo tiempo lo hará toparse poco a poco, pero de frente, con la verdad acerca de esos granjeros que usan pijama de día, sobre todo al conocer el hambre de Shmuel (Jack Scanlon), el chico judío que tiene, como él, ocho años. Ese descubrimiento no sólo lo aísla de sus padres (es muy buena la escena en la que su madre –Vera Farmiga– le pregunta qué lleva en la mochila y Bruno, para no decirle la verdad, le pide perdón por llevar libros de aventura) sino que también lo tortura la creciente desconfianza hacia todo lo que representa su padre, el alto dirigente nazi (David Thewlis).

En contraposición, su hermana mayor Gretel no quiere jugar con él y cuando le preguntan a Bruno por qué no juega con ella, él pone cara de repulsión. Gretel, en vez de jugar, se siente cómoda en las clases del tutor y, a pesar de seguir a rajatabla el mensaje de su padre, hay un momento en que ella parece también trazar un camino, en este caso un juego erótico con uno de los soldados de su padre. Sin embargo, más allá de un mínimo contacto, Gretel no es exploradora.

Anti la vida es bella

De las películas que tratan de manera, digamos, alternativa el Holocausto tal vez la más recordada sea La vida es bella (1997). Partiendo de sus puntos en común (toda una familia viviendo de cerca la Segunda Guerra Mundial, aunque en diferentes bandos, y el juego como forma de elaborar el horror), El niño con el pijama de rayas es, sin embargo, la contracara de la multipremiada película de Roberto Benigni.

No sólo por su final (que en esta película da la sensación de querer cerrarlo todo) sino también porque en La vida es bella Guido le maquillaba a su hijo Josué el Holocausto con una especie de macro juego artificial. En la película de Herman, en cambio, el juego resulta más auténtico porque sale de la mirada infantil para proyectarse y luego problematizar el mundo adulto. A partir de su exploración, Bruno se acerca a su amigo judío de ocho años y ambos se acercan, a partir del juego, cuando por primera vez se ríen juntos jugando a las damas. Pero a la vez su propia madre se va contagiando del mundo de Bruno cuando, a medida que se le queja a su marido de las decisiones extremas del nazismo, se hamaca salvajemente en el mismo columpio que Bruno construyó con un neumático.

En La vida es bella, una mentira disfrazada de juego salía del mundo adulto para ayudar al mundo infantil. Acá es la necesidad infantil de juego lo que irá invadiendo poco a poco el mundo de los adultos, revelando y rebelándose ante la verdad.

Y esto no quiere decir que El niño con el pijama de rayas represente con demasiada profundidad el horror o que evite los clichés y las inverosimilitudes –al respecto, el personaje de Pavel, el judío médico que cura a Bruno de una herida, padece ambos defectos–, pero sí recupera con bastante lucidez el valor del juego, con muy buenas actuaciones.

Y es verdad que se preocupa demasiado por emocionar. Pero también que lo logra.

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