Domingo, 18 de enero de 2009 | Hoy
PLáSTICA > AMBROISE VOLLARD, EL PRIMER DEALER MODERNO
Ambroise Vollard es una de las grandes figuras ocultas del arte moderno: en apenas dos años, convirtió en celebridad a Cézanne, sacó del anonimato a Van Gogh y repatrió de Tahití la obra de Gauguin. En pocos años, se convirtió en el dealer de arte más importante del mundo, en cuya casa se agolpaba lo más granado y lo más rico en busca de lo que había que tener. Compró barato y vendió a cifras astronómicas. Fue el mecenas y el bastón emocional de sus artistas. Su carácter fue tan legendario como su nombre. Y su figura terminó siendo más retratada que la mujer más hermosa de su época. En Escuchando a Cézanne, Degas y Renoir, recién editado en la Argentina, él mismo retrata con agudeza y tacto a tres de los grandes artistas con los que vivió una vida digna de recuerdo, de principio a fin.
Por María Gainza
A Ambroise Vollard le gustaba alimentar el misterio sobre sus orígenes. Había llegado a París, en 1887, con 21 años y ni un contacto. Venía de la isla de la Reunión, una pequeña y olvidada colonia francesa en el Océano Indico, al este de Madagascar. Había querido ser médico pero la repulsión que le provocaba la sangre lo desalentó. Era callado y enigmático, un poco lejano y solitario. Un outsider por cuna y temperamento.
Quizá fue su forma de ser lo que lo impulsó en primera instancia hacia las vanguardias. Más tarde, Vollard diría que fue su hábito por coleccionar piedritas lo que cimentó su carrera. De cualquier modo, en lugar de estudiar derecho como había planeado como segunda opción, husmeó por los cafés de artistas y vagabundeó por las librerías a lo largo del Sena comprando grabados y dibujos con el dinero semanal que recibía de su padre.
Llegó en un momento justo –como siempre parece ocurrir en los grandes destinos–, cuando la influencia de los Salones oficiales estaba en decadencia y en su lugar comenzaban a aparecer las primeras galerías de arte. En 1895 Vollard compró 150 pinturas de un artista desconocido y armó una muestra en una minúscula galería en la Rue Laffitte. No tenía dinero para los marcos así que colocó las telas sobre planchas de madera. Las imágenes mostraban manzanas, montañas y bañistas. De la noche a la mañana un tal Cézanne tomó su lugar entre los grandes del modernismo. Los diarios advirtieron a sus lectores de “la visión de pesadilla de esas atrocidades al óleo”. Al año siguiente Vollard hizo lo mismo con un ignoto Van Gogh. El show fue un fracaso. Ese mismo año le escribió a otro pintor loco y maldito recluido en Tahití y consiguió un acuerdo para vender toda la producción de Gauguin. Más tarde, vio la luz misteriosa que emiten las pinturas de Rouault y quiso atraparla. Por supuesto, no sólo armó su pinacoteca de los genios. También se equivocó, y compró obras cuyos autores hoy nadie conoce.
Al final de la Primera Guerra Mundial, Vollard se había vuelto enormemente rico. Despreciado por algunos por esa razón, admirado por otros por la misma, identificado con los artistas que definían la era, se convirtió en al arquetipo del dealer moderno.
Vollard entendió que, para sobrevivir, los artistas necesitan tanto dinero como exposición pública y contención emocional. Entonces se volvió un dealer afectivo, manejando los humores de sus protegidos y sus compradores, sirviendo de bastón o de vara según la ocasión. Una invitación a una de sus vociferantes cenas en el sótano de su galería se convirtió en algo codiciado: un ticket al mundo de los papelitos de colores. Astuto, compró barato y vendió caro a coleccionistas como H.O. Havemeyert, Gertrude y Leo Stein y Alfred Barnes. Y con el dinero sobrante se dedicó a publicar libros. Y encima encontró el tiempo para sentarse a posar como modelo. Grandote, pesado, con una nariz respingada que le daba un aire de chanchito y una barba cuidadosamente recortada, inspiró a sus protegidos. Picasso hizo un estudio cubista de él, Bonnard lo pintó como anfitrión genial, Renoir como torero. “Ni la mujer más bella que haya pisado la Tierra –dijo Picasso– ha tenido su retrato pintado, dibujado o grabado tantas veces como Vollard.”
Pero como Vollard era un dealer, no un coleccionista, todo lo que tocaban sus manos estaba potencialmente a la venta, incluso sus retratos. Sólo le vendía a la elite. A los demás, les cerraba la puerta en la cara. Era capaz de decirles a sus compradores que no tenía Cézanne cuando había una pila juntando polvo en el sótano. Impávido, se podía echar una siesta profunda –era famoso por sus siestas– mientras los interesados se agolpaban en la sala. La gran coleccionista norteamericana Louisine Havemeyer pasó un día por su galería al acecho de un Cézanne. Vollard la hizo esperar más de una hora mientras se dedicaba a conversar con otra persona. Cuando la norteamericana se le acercó anunciando que tenía un barco que tomar, Vollard le contestó: “Si realmente quiere un Cézanne, bien puede tomarse el barco siguiente”. Generaciones de aspirantes a Vollard han capitalizado sus técnicas, aprovechando el masoquismo y la codicia desenfrenada de los coleccionistas.
Pronto Vollard se convirtió en la única fuente, antes de la Primera Guerra Mundial, en diseminar el modernismo por Europa y Norteamérica. También vendió obras entre los mismos artistas. Monet se sintió obligado a comprar un poderoso Cézanne –Retrato del negro Escipión– que es tan poco Monet que de repente Monet se ve en otra luz. Matisse decidió que tenía que tener la pequeña gran Tres bañistas de Cézanne: “Esa pintura me contuvo moralmente en los momentos críticos de mi aventura como artista. He tomado mi fe y mi perseverancia de ella”.
Vollard podía ser muy generoso –le prestó su casa de campo a Picasso, le dio a Rouault un estudio, salvó de la oscuridad a Cézanne– pero también podía ser indiferente y glacial. Cuando Gauguin le rogó que le comprara sus nuevas pinturas de Tahití, se negó. Cuando el pintor las quiso vender en subasta, fracasó porque justo en ese momento Vollard se encargó de poner todas su mejores obras a la venta. Pero al final, Vollard hizo una fortuna y convirtió a Gauguin en una estrella. La moral no juega mucho en el mercado del arte. La posteridad, sí. Quizá por eso le gustaba jugar con su nombre (“voler” en francés significa “robar”). O quizás estuviera insinuando aquel paraíso sucio que tenía entre las manos: porque mirar una obra de arte es uno de aquellos momentos incomodísimos donde se mezcla el placer con el dinero de una manera obscena.
En 1939, invitado a almorzar a una casa de campo, llevó como regalo, en una cazuela de cobre, un guiso que era la especialidad de su cocinero. Lo colocó sobre la luneta del coche. En un cruce, el chofer frenó bruscamente y la nuca de Vollard golpeó contra la cazuela. Murió al instante. Quienes lo encontraron dicen que parecía estar durmiendo la siesta: su cuerpo yacía sobre el asiento, elegantemente imperturbable, como una manzana reposando sobre una mesa.
Los retratos que ilustran estas páginas tienen todos a Vollard como modelo. “Ni la mujer más bella que haya pisado la Tierra ha tenido su retrato pintado, dibujado o grabado tantas veces como Vollard”, dijo Picasso en su momento. Acá, algunos firmados por Bonnard, Renoir, Cézanne y el mismo Picasso.
Dicen que los buenos galeristas no tienen ojo sino oído. Saben escuchar lo que a la gente le gusta y quiere. Ambroise Vollard parece ser el caso. Y el libro Escuchando a Cézanne, Degas y Renoir (Ariel) confirma la regla. Puede que Vollard haya tenido un ojo dispar (dejó pasar el cubismo de Picasso y a Matisse) y que haya sido un poco flojo para las letras, pero sin duda, tenía el oído más aguzado de París. En tres perfiles biográficos Vollard vuelca anécdotas, chismes y comidillas que les sacan el polvo a los monstruos sagrados, dejando asomar las dudas, miserias y pentimenti de cada artista. Se ve el desprecio de Degas, el provincialismo cándido de Renoir y la frontalidad de Cézanne, en una mezcla de memoria y reportaje periodístico que a su vez le permite al propio galerista terminar de redondear su mito.
Degas nunca dio ningún valor al dinero. Es famosa esta frase suya: “En mis tiempos no llegábamos”. Y su voz traslucía como un pesar por el hecho de que esos tiempos hubieran pasado.
Al salir de una venta en que se había hecho una puja sensacional por una tela suya:
—Qué diferente, monsieur Degas, de la época en que vendía una obra maestra por cien francos —dijo alguien.
Degas (bruscamente): —¿Por qué una obra maestra? ¡Si supiera cómo añora esa época! Puede que yo ya fuese un caballo de carreras por el que se apostaba, pero al menos no lo sabía... Y si mis trabajos empiezan a venderse a semejantes precios, ¿qué pasará con los Delacroix y los Ingres? ¡Ya no podré pagármelos!
Yo: —Monsieur Degas, ¡le sería tan fácil tener todo el dinero que quisiera! Sólo tendría que abrir sus cajas.
Degas: —Usted sabe cómo me fastidia vender, y que siempre espero llegar a hacer algo mejor.
Es esa búsqueda perpetua lo que explica todos los calcos que hacía Degas de sus dibujos, cosa que llevaba al público a decir: “Degas se repite”. En realidad, el papel de calcar sólo era para el pintor un medio con que corregirse; y esas correcciones las hacía comenzando otra vez su nuevo dibujo. Así, de corrección en corrección, sucedía que un desnudo, no mayor que una mano, adquiría proporciones de tamaño natural para ser abandonada a fin de cuentas.
Degas me había dicho en varias ocasiones:
—Vollard, hay que casarse. Usted no sabe lo que es la soledad cuando uno envejece.
—Pero entonces, monsieur Degas —me aventuré—, ¿por qué no se ha casado usted?
—¡Oh, yo! No es lo mismo. A mí me daría demasiado miedo oír decir a mi mujer, cuando terminara un cuadro: “Qué bonito eso que has hecho”.
Renoir, sentado ante el caballete, había abierto su caja de colores. Me maravilló el orden y la limpieza que vi en el interior: paleta, pinceles y tubos aplanados y enrollados a medida que se vaciaban daba una impresión de pulcritud casi femenina. Le dije a Renoir cuánto me habían emocionado dos desnudos del comedor:
—Son estudios hechos con mis criadas. He tenido algunas con una constitución admirable y que posaban como los ángeles. Aunque debo añadir que yo no soy difícil: me adapto bastante bien al primer paleto que pase, siempre que encuentre una piel que no repela la luz. ¡No sé cómo se las arreglan los demás para pintar carnes ajadas! ¡Y las llaman mujeres distinguidas! ¿Usted ha visto alguna mujer distinguida con unas manos que a uno le dan ganas de pintar? Es muy bonito pintar unas manos de mujer, ¡pero unas manos que se entreguen a los trabajos domésticos! En Roma, en la Farnesina, hay una Venus de Rafael que va a suplicarle a Júpiter; tiene unos brazos ¡es delicioso! Uno cree ver a una buena y gran matrona que regresa a su cocina.
La llegada de la modelo puso fin a mi visita. Antes de despedirme le pregunté al pintor si podía volver a verle.
—¡Cuando quiera! Pero prefiero que venga al caer la noche, cuando haya terminado mi jornada.
Y es que la existencia de Renoir estaba tan reglamentada como la de un jornalero. Acudía al taller con la misma puntualidad que el empleado a su despacho. Añadiré que se acostaba temprano, tras una partida de damas o de dominó con madame Renoir, pues al trasnochar habría temido comprometer su sesión del día siguiente. Durante toda su vida, pintar fue su único placer, su único esparcimiento.
Recuerdo que hacia 1911 me encontré a madame Renoir saliendo precipitadamente de una clínica en la que habían de operar a su esposo aquel mismo día.
—¿Cómo está?
—Han aplazado la operación hasta mañana... Discúlpeme, tengo mucha prisa: mi marido me ha enviado a buscar su caja de colores. ¡Quiere pintar unas flores que le hay traído hoy!
Renoir trabajó en esas flores durante todo el día; a la mañana siguiente aún estaba trabajando en ellas cuando fueron a buscarle para llevarle a la mesa de operaciones.
Cézanne no podía aguantar a Van Gogh ni a Gauguin. Una vez que Van Gogh mostró sus telas a Cézanne y le pidió su opinión, éste respondió:
—¡Sinceramente pinta usted como un loco!
Y en cuanto a Gauguin, lo acusaba de haber intentado “birlarle su pequeña sensación”. No dejé, a este respecto, de decirle a Cézanne cuánto lo admiraba y respetaba a Gauguin pero éste ya no pensaba en el pintor de Tahití.
—Compréndalo, monsieur Vollard —me decía, tratando de que me apiadara de su propia suerte—: tengo una pequeña sensación que no consigo expresar; ¡es como si poseyera una moneda de oro y no pudiera utilizarla!
Para desviar las ideas del maestro, le informé de que un admirador acababa de adquirir en mi tienda, de una sola vez, tres cuadros suyos.
—¿Es un paisano? —quiso saber Cézanne.
—Es extranjero: un holandés.
—¡Tienen buenos museos!
Deseoso de mostrar mis conocimientos artísticos, alabé la Ronda nocturna. Cézanne me interrumpió:
—Nada me revienta más que toda esa gente que veo apiñada en la sala de la Ronda nocturna con aire extasiado; vomitarían encima si Rembrandt empezara a bajar de precio. Pero entretanto, sólo con que quieras sonarte te tienes que ir. Además lo grandioso, y no lo digo en el mal sentido, acaba cansando. También hay montañas que, cuando uno está delante, grita: me c... en D..., pero para el día a día, con un simple cerro hay de sobra. Mire, monsieur Vollard, me jorobaría tener en mi dormitorio La balsa de la Medusa.
Y luego, de pronto:
—¡Ay! ¿Cuándo veré un cuadro mío en el museo?
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