Domingo, 15 de marzo de 2009 | Hoy
CINE > LOS COPPOLA POR MAMá
A lo largo de las décadas, Eleanor Coppola no sólo ha acompañado a su marido Francis Ford en las titánicas producciones de sus películas y en las reiteradas quiebras a las que éstas llevaron a la familia, sino que crió los hijos del matrimonio y desarrolló una vida artística propia a la sombra. Parte de esa producción fueron los extraordinarios documentales que realizó durante la filmación de algunas de las películas de su marido y su hija. En este fragmento, incluido en el flamante Notas sobre una vida (Circe), la propia Eleanor mira a Sofía filmar María Antonieta en Versalles y no puede sino compararla con su padre y preguntarse qué la llevó de princesa de la aristocracia hollywoodense a ser una directora excepcional.
Por Eleanor Coppola
Tengo un paquete de kleenex en la falda. Me resfrié en Francia, donde he estado filmando a Sofía dirigiendo María Antonieta, su tercer largometraje. La película, que trata de la joven reina francesa del siglo XVIII, iba a ser su segunda producción, pero después de escoger la biografía de la escritora inglesa Antonia Fraser y de escribir durante muchos meses, no quedó satisfecha y la dejó de lado. Escribió Lost in Translation rápidamente como un pequeño proyecto, mientras se daba tiempo para enfrentarse de nuevo con María Antonieta. Lost in Translation ha sido un éxito sorprendente que la ha llevado a festivales de cine y a ceremonias de premios, lo que ha hecho que tarde en retomar María Antonieta para resolver el guión y preparar la producción.
Este es el quinto documental que hago de mi familia filmando una película. Después de Apocalypse Now! filmé el “making of” de The Rainmaker de Francis, el de Las vírgenes suicidas de Sofía y el de C2 de Roman. He pasado las dos últimas semanas filmando muchas horas, sosteniendo mi nueva cámara más pesada, saliendo a la fría nieve que rodea el chateau para tomar una tasa de té antes de volver a entrar en el plató excesivamente caldeado por los focos, levantándome muy temprano y volviendo a casa muy tarde. Me ha resultado agotador. Una de las lecciones más duras acerca de envejecer ha sido marcarme un ritmo adecuado para mí, sin contar con seguir el de una producción donde todo el mundo tiene entre veinte y treinta y tantos años. Sofía tuvo tos toda la primera semana de rodaje y probó terapias alternativas. Finalmente el viernes, sin consultárselo, pregunté al productor si podía llamar a un médico. Tenía bronquitis y le recetaron antibióticos.
El primer día de rodaje fue en Millemont, un castillo en ruinas del siglo XVIII a cuarenta y cinco minutos de París. Mientras nos acercábamos, vi el bonito edificio rodeado de los camiones con el equipo, las caravanas de maquillaje, los accesorios, el vestuario, las oficinas de producción y los actores, los camiones de catering y los baños portátiles, los andamios para los grandes focos y los gruesos cables negros que se extendían por el suelo. Sentí como si me respondieran las células de la emoción al reconocer la aventura que me aguardaba.
Llegué con Fiona, las dos cargadas con nuestro equipaje. Es una mujer atractiva de treinta y pocos años, con el pelo castaño claro y rizado y una sonrisa traviesa, que ha contratado la producción para que trabaje conmigo y grabe el sonido mientras yo filmo.
Vive en Londres, tiene un encantador acento inglés y habla francés. Para empezar la mandé a buscar una base para nuestro equipo en las habitaciones contiguas al plató donde ya estaban trabajando el cámara y los iluminadores. Sabía que ella podría persuadir a un joven del equipo técnico para que nos dejara utilizar parte de uno de sus carros o nos cediera una pequeña zona donde pudiéramos instalar nuestro equipo y asegurarnos de que no era obstruido por los suministros de producción ni trasladado durante el día.
El diseñador de producción, K. K. Barrett, daba vueltas por el plató dando instrucciones para colocar los últimos accesorios, las figurillas de porcelana, los jarrones de flores, las arañas de luces, los platos con dulces. Había construido una réplica del dormitorio de María Antonieta y la había amueblado con telas lujosas y brillantes, como debían de haber sido cuando eran nuevos en Versalles, aunque tal vez fuera una exageración estilística, utilizando tejidos de colores mucho más vivos que los originales.
Me quedé fascinada con todos los detalles del grueso bordado de la enorme cabecera y el dosel de la cama; las colgaduras de seda con estampado de flores y gruesas borlas, los muebles tapizados y los ornamentos dorados de la carpintería. En grandes jarros de chinoiserie había enormes ramos de flores exóticas frescas que complementaban los colores de la habitación como obras de arte maestras. En los platós se suele utilizar flores artificiales y se crea la ilusión de bordados con sombreados que parecen dar relieve a las superficies. Empecé a respirar entrecortadamente, una reacción involuntaria a un espacio visualmente tan lleno de exquisitos detalles, un espacio en el que podía andar y mirar de cerca los objetos en lugar de quedarme a cierta distancia detrás de un cordón en un museo.
Encontré a Fiona.
–Convencí a Benoît y ya estamos instaladas –susurró.
Un joven que preparaba una claqueta me sonrió. Vi nuestro equipo cuidadosamente colocado en un estante de uno de los carros de los cámaras.
–Pues manos a la obra –dije, y metí la cinta número uno en la cámara, limpié los objetivos, me colgué el equipo de sonido en la cintura y me puse los auriculares.
Me vi en un espejo polvoriento del otro lado de la habitación. Había olvidado qué aspecto tenía con el equipo. Iba con camisa y pantalones negros, y le había pedido a Fiona que no se vistiera con colores vivos. Quería que nos pareciéramos a los tramoyistas del teatro noh que van de negro y salen al escenario en mitad de las escenas para mover de sitio los accesorios. En el plató quiero ser lo más invisible posible. Fiona tenía los auriculares alrededor del cuello, el pie de jirafa en la mano y tenía un mezclador a la altura de la cadera, colgado en bandolera. Probamos los niveles de sonido para asegurarnos de que el pequeño radiomicrófono que iba a llevar Sofía y el pie de jirafa estaban equilibrados y funcionaban correctamente.
Estábamos listas cuando Sofía llegó a las ocho con jeans, camisa de algodón, suéter grueso y zapatillas Vans. Se la veía demasiado menuda y poco llamativa para ser la directora de una película de cuarenta millones de dólares. No paraba de toser pero sonreía emocionada.
–Hola, mamá. ¿Puedes creerlo? ¡Después de todos estos meses estamos aquí y hoy es el primer día de rodaje!
Le acompañaba Ross Kats, su jovial productor de treinta y dos años, y Lance Acord, su director de fotografía; ambos habían trabajado con ella en Lost in Translation. Sofía y Lance empezaron a eliminar el movimiento de los actores y la posición de la cámara. Sofía estaba abierta a sugerencias, pero era ella quien tomaba la última decisión. Fiona le había deslizado el micrófono debajo del suéter, se lo había sujetado al cuello de la camisa y le había puesto el transmisor en el bolsillo de los tejanos. Yo llevaba los receptores de su micrófono y el pie de jirafa en la cintura con los cables conectados a mi cámara. Podía oír los dos por los auriculares. Empezó el documental.
La primera escena consistía en tomas de María Antonieta entrando por primera vez en sus dependencias al llegar a Versalles. Hacía el papel Kirsten Dunst, que también había actuado en Las vírgenes suicidas. Kirsten llegó al plató para ensayar con una bata sobre el corsé de varillas de ballena de su disfraz, el pelo todavía recogido en rulos y sin maquillar. Cuando la vi me abrazó brevemente con afecto y dijo:
–Oh, ya veo que vuelves a filmar un documental.
Era una forma amistosa y resignada de decirme que iba a ser una presencia molesta en el set, fotografiándola entre tomas cuando preferiría estar relajada sin que la enfocara ninguna cámara. De hecho ése es mi trabajo, filmar en los intermedios pescando desprevenidos a los actores y a los miembros del equipo. Soy tímida por naturaleza y no me gusta entrometerme. Filmar un documental va en contra de mi personalidad, y sin embargo lo hago una y otra vez. Puedo entender a los actores que admiten tener pánico escénico y que, sin embargo, han escogido esa profesión como una especie de antídoto contra su problema. Me fascina ser una observadora del proceso creativo. Tengo curiosidad por ver cómo piensa rodar Sofía el guión que escribió sobre María Antonieta y Luis XVI, su interpretación de las figuras históricas que vivieron en la Francia del siglo XVIII. Mientras hago el documental molestaré continuamente a la gente, seré un estorbo para la producción cuando lo último que quiero en este mundo es incordiar, y menos aún a Sofía. Por más que lo intente sé que lo haré, y antes de que termine la película ella me habrá pedido que salga del set y apague el micrófono muchas veces. Soy un mal menor. Si no filmo yo, lo hará alguien contratado por el departamento de publicidad del estudio que podría ser aún más molesto. Sofía sabe que tiene el control si soy yo quien lo hago. Podrá cortar todo lo que no le guste. Para mí es una oportunidad única para ver a mi hija trabajar, verla inmersa en su mundo, incluso oírla hablar con la gente. Ella puede apagar cuando quiera el micrófono que lleva, por supuesto, pero habrá momentos en que se olvidará y oiré pensamientos personales.
“Ser director de cine es uno de los últimos cargos dictatoriales que quedan”, dice Francis. Pero Sofía no trabaja así; ella lo hace en silencio, de manera cooperativa, y aunque la conozco lo bastante bien para ver la tensión en el gesto de sus hombros, se la ve serena y relajada. No grita a nadie, pero parece conseguir lo que quiere y salta a la vista que tiene el control. A menudo se divierte con la actuación de sus actores y contiene una risa mientras la cámara filma.
Kirsten, que tiene veintidós años, tiene un aspecto lozano y encantador. Soporta con asombrosa paciencia y buen humor la incomodidad de llevar los ceñidos corpiños de varillas de ballena de sus atractivos vestidos de seda color mostachón, y el peinado y el maquillaje que le lleva dos o tres horas componer cada día y que a veces requiere un segundo y tercer cambio al día. Después de cada toma, los miembros del equipo la atosigan continuamente, para alisar una arruga imperceptible en un volante de su corpiño, colocarle bien un mechón de pelo, pulverizar más polvos en la peluca o aplicar un poco más de colorete en sus mejillas, y el técnico de sonido le coloca bien los pequeños micrófonos ocultos entre sus pechos con demasiada frecuencia.
Son muchas las emociones y las preocupaciones que me recorren la mente y el corazón; preocupación por la resistencia de Sofía con doce largas semanas de rodaje por delante, más que el doble que con su anterior película, al final de la cual estaba agotada, había adelgazado y estaba pálida y demacrada. Me pregunté por qué había elegido ese proyecto tan difícil que requería cincuenta y seis días de rodaje en amplios y complicados exteriores. ¿Por qué había elegido una figura histórica de una cultura extranjera? Me pregunté por qué había elegido un diseñador de producción que era conocido por sus películas contemporáneas modernas y que nunca había hecho una obra histórica. ¿Cómo iba a estar al corriente de los detalles visuales del siglo XVIII? ¿Cómo iba a controlar un presupuesto de cuarenta millones en un país extranjero cuando sólo había hecho películas de bajo presupuesto?
Traté de evitar que se me encogiera el estómago de ansiedad cuando vi que el último día que Sofía debía rodar en Versalles iba a estar marcado por un tiempo inestable. Yo tiritaba con mi camisa de verano y una gabardina delgada. Me acomodé en una pequeña saliente de piedra resguardada del viento y me sorprendí preguntándome de nuevo por qué hacía Sofía esa película. Sus motivos se habían vuelto más evidentes a lo largo de las semanas. Las tres películas de Sofía han tratado de una chica que es distinta de la cultura en la que se encuentra. En Las vírgenes suicidas Kirsten hace el papel de una niña de dieciséis años atrapada en una familia de clase media que no la comprende. Tiene una rica vida interior y sus padres, los chicos y los profesores del colegio no ven lo que es en realidad ni reconocen lo que ella cree ser. En Lost in Translation la joven Charlotte está en un país extranjero, una cultura extraña, y su marido adicto al trabajo no la comprende, no reconoce su aislamiento ni lo que siente. María Antonieta es una princesa en un país extranjero que no es comprendida por la Corte que la rodea y, sin embargo, todos los ojos están puestos en ella.
Sofía tal vez tiene algo de todas esas mujeres. Al hacerse mayor fue de alguna manera una princesa en el reino de Francis. En los sets de su padre se la trataba como a la adorada hija del jefe, la hija de un famoso. No se le veía como una persona que sentía y pensaba, con identidad propia y percepciones agudas. De niña fue a muchos colegios distintos en los lugares donde Francis trabajó. Estudió en colegios privados en Filipinas, Los Angeles, Tulsa y Nueva York. Entre medio fue a la escuela pública en lo que entonces era una pequeña comunidad agrícola, el valle de Napa. Se le veía como una persona especial, la hija de un famoso rico (aunque entrábamos y salíamos del tribunal de quiebras). En el instituto de Saint Helena era la única alumna que había viajado tanto, que estaba intensamente interesada en la moda –hizo prácticas un verano en el estudio de Chanel de París–, que tenía opiniones e interés en la música, el arte y la literatura. Luego su hermano mayor murió y ese hecho la hizo irremediablemente diferente. El dolor y el aislamiento pueden ser abrumadores. Sofía trabajó duro para sobrevivir y hacerse a sí misma, y al crecer ha sabido reflejar su experiencia en sus películas.
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