HITOS > LA VILLE SABOYE, LA NOVIA DE LA ARQUITECTURA MODERNA HECHA RASTI
Construida por el gran Le Corbusier en las afuera de París, esta caja blanca sostenida en el aire sobre pequeños pilotes y atravesada por una rampa es el epítome de la belleza, la funcionalidad y la originalidad del modernismo hecho arquitectura. Rechazada por quien la financió, abandonada, incendiada y finalmente rescatada como museo, la Ville Saboye es un icono y una meca para los arquitectos del mundo. Entre ellos, Gustavo Nielsen, que no sólo peregrinó hasta ella, sino que intentó tener una propia hecha de Rasti. A continuación, la historia de su devoción (y de tantos).
O Reuters.
O Ansa.
El título de la nota se parece al título de una noticia de esas que llegan como una bomba, si uno sabe de qué se está hablando. Podría ser, también, un título de Crónica TV, si el canal amarillista le prestara media atención a la Historia del Arte. Vean bien, sí, lo escribí con mayúsculas: Historia del Arte. Y soy quien intenta construir la Ville Saboye en Barracas, sin Le Corbusier. Aunque las mayúsculas se deban al maestro francés, autor de la casa de marras en la ciudad de Poissy, un suburbio de París. Un sitio que es casi una meca para los arquitectos del mundo: allí se encuentra la casa más preciada, más inhabitable, más elogiada, más vilipendiada, más teórica y más grandiosa de todas.
La casa de un futuro que pasó.
Esa.
Esta. La que hoy vuelvo a construir en Buenos Aires.
“Pueden ser realizados –dijo Le Corbusier–. Es lo que hace audaces a nuestros sueños.”
La primera vez que construí la Ville Saboye fue para el ingreso a la Facultad: nos pedían que la reprodujéramos en una gran maqueta, con todos sus interiores de cartón. La cátedra era Introducción a la Arquitectura, dictada por Nani Arias Incollá. Puedo recordar que la casa no me gustó: yo venía, como tantos, de la provincia de Buenos Aires y las casas eran, ahí, chalets bajos con techos de tejas. No esa caja blanca que más que una casa parecía una biblioteca. Para poder declararse verdaderamente ignorante hay que saber. En ese momento veinteañero, yo era apenas un ignorante por desconocimiento. ¿Por qué me había anotado en la Facultad de Arquitectura si no sabía nada de ciudades y edificios, si lo máximo que conocía era el Obelisco y tampoco me gustaba mucho? Creo que, salvo los iluminados o los hijos de arquitectos (que eran muchos; la arquitectura, con el tiempo, se vuelve una pasión contagiosa), todos los que empezábamos esa carrera durante la época militar lo hacíamos por motivos lejanos. Yo iba porque me gustaba dibujar. Mi sueño era un sueñito, en aquel momento de mi vida. Hoy rescato singularmente el hecho de que no haya crecido mucho.
Buscamos la casa en las revistas de la hemeroteca, porque no había Internet: la Ville Saboye estaba publicadísima. La primera impresión fue horrible: ningún estudiante que hubiera pasado la infancia en Morón habría podido vivir en un edificio tan desnaturalizado. La ignorancia es así, dijo la bagualera Jerónima Sequeida entrevistada por Leopoldo Brizuela: “Te escriben en un papel que te van a matar y tú sonríes porque no lo puedes leer”.
La Ville Saboye tiene la forma de un platillo volador gallego, fue el primer chiste que salió. Lo hizo una chica que quería construir su maqueta sólida, en madera, y no la dejaron porque iba a verse dentro del grupo como una salida facilista. La forma de la casa es la de un paralelepípedo de base cuadrada, sostenido sobre pilotes de hormigón armado. Por adentro la recorre una rampa. La rampa arranca desde el garaje, cruza los espacios privados y sale a las terrazas. ¿A quién se le ocurriría poner en su casa una rampa en lugar de una escalera? No podía y tal vez aún no puedo imaginarme ese recorrido diario para llegar apurado a la cocina o al baño. Lo fundamental para el Le Corbusier de esa casa era la promenade. Como en los Cuadros de una exposición de Moussorgsky, era más importante el camino entre los dibujos exhibidos que los mismos dibujos.
Medir, marcar y cortar las paredes en cartón, lijarlas, ubicarlas sobre las plantas, esperar a que sequen, corregir los errores con pinceladas de témpera y observar, al final, lo torcidas que me quedaron. En ese curso no me fue tan bien como quise, pero aprendí mucho. Y, tras años de haberme recibido y ejercer en la profesión, ahora reconozco que la Ville Saboye es mi casa favorita de toda la historia.
Estoy escribiendo de alguien a quien admiro, reconociendo mi lugar común: lo que me pasa les pasa a casi todos los arquitectos. Pero en mí aún es peor, porque Le Corbusier era un gran escritor, autor de los libros Cuando las catedrales eran blancas, La Ciudad del Futuro o el maravilloso Modulor, que contagia a las medidas mínimas la felicidad renacentista de la proporción áurea. La Ville Saboye es una casa teórica. Le Corbusier, junto a su primo el arquitecto suizo Pierre Jennearet y todo el Movimiento Moderno, pensaba que las casas debían ser máquinas de habitar. Algunos modernistas, como Gropius (el de la Bauhaus) lo pensaban estrictamente: una máquina de habitar debía tener, por ejemplo, una cocina donde el ama de casa pudiera preparar un huevo frito en tiempo record. Por lo que las medidas mínimas debían estar estudiadas para que esa pobre señora pudiera sacar el huevo del refrigerador con una mano, la sartén con la otra, poner el aceite, prender el fuego, cocinar sin distracciones.
Para Le Corbusier el concepto de máquina era más amplio: conservaba en sí un aspecto poético, metafísico, del habitar, que iba emparentado con su amor a los autos y a los transatlánticos. Le Corbu era, como buen moderno, amante de las máquinas. La Ville Saboye, además de ser una buena máquina, es linda.
Por lo pronto, la casa le sirve al arquitecto para expresar cinco puntos teóricos. El primero tiene que ver con la suspensión de esa casa en el aire. La vemos en la foto: apenas si se posa sobre el terreno, como lo haría un avión o un helicóptero. Para eso necesita de pilotis, unas columnitas de 20 centímetros de diámetro que la alejen del césped. Los pilotis, entonces, son el primero de los puntos.
La trama organizada de pilotis nos permite una planta libre, segundo punto. También nos permite ventanas alargadas y fachadas autónomas que poco y nada tienen que ver con los espacios interiores y se parecen más a la independencia de los chasis en los autos y los aviones. El último punto está referido a la terraza jardín, plana, habitable y bella como una quinta fachada.
Miren bien esa foto: la casa fue terminada en 1929. Es más moderna que cualquier casa de Frank Ghery o Zaha Hadid. Mucha gente, aún hoy, debe creer que no es una casa. ¿Cómo hizo Le Corbusier para convencer a un cliente de construir semejante máquina de la hermosura? Es otra de las cosas que le admiro: la capacidad de vender, sin venderse.
La casa en cuestión fue habitada muy poco tiempo. Al dueño, don Saboye, no le gustó. A su familia, menos. Les parecería un poco vacía, inhumana, con sus paredes blancas de hormigón. Les parecería poco práctico eso de subir y bajar por la rampa, y la escalera, que también tiene, es de caracol, por lo tanto, incómoda. Les parecería una casa para mostrar, como la de la cuñada de Mi tío, la película de Jaques Tati, donde las fuentes eran una condena para la patrona, que se veía obligada a encenderlas y apagarlas con cada visita, para lucir los chorros de agua. ¿Una casa teórica no sirve como casa para vivir? Averigüé que después la habitó un dealer excéntrico que la llenó de iguanas y papagayos. También fue abandonada y tomada. Hasta que vino la Segunda Guerra Mundial y se quemó parcialmente. Triste destino el de las obras modernas (me acuerdo aquí mismo de nuestra casa del puente de Mar del Plata del gran Amancio Williams): el abandono, el incendio, la incomprensión.
Visité la Ville Saboye en 1997, en el único viaje que hice a París. Me tomé todo el día. El subte fue lerdo; casi una hora. Después pregunté en mi francés bacheado y me dijeron que debía subir por una calle que daba una vuelta. Poissy era parecido a Castelar, después de todo, aunque más empinado. Era un día de sol de esos que los franceses de piel blanca tanto evitan. La casa se me vino encima como una aparición: la había hecho, en mi imaginación, más grande, casi monumental. Y allí, al final de un terreno conciso, aparecía mi cajita feliz. Blanca, radiante. La novia de la arquitectura doméstica contemporánea.
Fui con un plan, claro. Con un trípode, con una camarita. Con toallas y cosas para afeitarme. Con un plato de comida, una copa, una botella de vino, servilletas. Le comuniqué en un inglés de cotillón mi plan al cuidador del ahora museo Saboye. Contra todo lo que creí, me dio permiso. Muchos arquitectos del mundo iban allí a hacer sus performances, a filmar o a obtener sus recuerdos afinados. Fui hasta uno de los baños, el que tiene la bañera en la pieza. Armé el trípode con la cámara apuntando hacia el espejo del lavabo. Me puse la crema de afeitar sobre la cara. El arquitecto Nielsen vive en la Ville Saboye. Todavía no escribía notas en los medios, pero podía imaginarme la experiencia de mostrar y contar esa mentira. Aunque no pude sacar la foto. Un acceso feroz de llanto me lo impidió. La emoción me había atado de las manos.
Salí a tomar aire a la terraza. Desde allí pude ver a todos los que salían al jardín. Todos, todos, todos frotándose los ojos rojos. Temblando hasta los huesos de alegría, pero con nudos en las gargantas. Todos, todos, todos: arquitectos.
El cable de Ansa (o de Télam, de Reuters, de Crónica TV) me agarra allá, en el Sur, y paso por una juguetería y veo que volvió a salir el Rasti y me acuerdo de Morón, de cuando no sabía nada de nada, de esos días en los que Le Corbusier era un desconocido para mí. Entro. El vendedor me muestra muchos modelos; el Rasti ahora viene en cajas según la movilidad de las piezas; me dice que es una costumbre que copiaron del Lego, que jamás usé, que no existía en mi infancia del oeste bonaerense. “Solamente quiero hacer casas, cosas que no se muevan”, le digo. El no sabe de mi aversión por los autos y los aviones. No sabe que no soy tan moderno. No sabe que soy arquitecto, y no se lo voy a decir. Pero sabe mostrarme la caja correcta, la de ochocientas piezas, y me muestra también qué cosas pueden hacerse: lo muestra con una serie de modelos terminados, a un costadito. “O sea que ahora a los chicos les indican –estoy por enojarme–, esto en mi infancia no pasaba.” Nosotros hacíamos lo que queríamos hacer, casas que eran chalés y no cajas, porque de las cajas sabíamos poco y nada, y porque los techos en declive eran la cosa buena. Los de tejas. Coloniales o francesas. Esmaltadas, sencillas, cerámicas. Siempre mostrándose en faldones inmensos, suburbanos.
Entonces veo una de las fotos y leo el título: Casa Saboye. Y veo al tipo que lo armó, que no es un chico, sino uno de cuarent-ay-cinco, que ya tiene panza y algunas canas, y signos primitivos de calvicie. Uno como yo. Que me está mostrando cómo lo hizo. Que me está mostrando por qué lo hizo. Porque es arquitecto.
Compro la caja y me la llevo a casa. Matías, de once años, cree que es para él. Le explico que no, que soy yo el que tiene que volver a construir la Ville Saboye, porque ese modelo terminado de la foto que tan lejanamente se parece al original es un pedazo crucial de mi vida, es el paso del no saber a evitar la muerte con sonrisa de Jerónima Sequeida, es el mismo conocer, el recorrido, la promenade para mirar los cuadros. Que debo volver a hacerla para descubrir el secreto del paseo. Y por volver a hacerlo de puro gusto, por qué no, también. Abro la caja. Rompo las bolsitas. Busco las instrucciones en el manual, me dispongo a juntar pieza con pieza. Pero me emociono otra vez, y no puedo seguir. Mis manos que tiemblan no sirven para armarla. “La puta”, digo. El Corbu me deja forfai.
Como un verdadero profesional de la construcción, Mati apila ladrillo sobre ladrillo, hasta acabar la casa. “La edad de los arquitectos está llegando.”
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