El domingo pasado murió J. G. Ballard. Durante las últimas tres décadas, no hacía falta más que leer sus libros para saber cómo iba a ser el mundo. O, de hecho, cómo era el mundo en el que vivíamos sin que lo viéramos. Anticipó el delirio por las celebridades, el calentamiento global, la muerte del afecto, los countries y los “barrios verticales”. Y aunque se empeñaban en clasificar sus libros como ciencia ficción, reflejó el mundo explorando ese otro espacio en caos y extinción: el interior. Un puñado de escritores lo despiden, cada uno a su manera.
› Por Mariana Enriquez
Muchos de sus lectores se molestaron cuando J. G. Ballard publicó El imperio del Sol en 1984. Era su primer libro semiautobiográfico, le había llevado cuarenta años procesar las experiencias hasta ponerlas en papel, y tuvo un gran éxito que se materializó en película dirigida por Steven Spielberg y una estabilidad económica que Ballard no había conocido hasta entonces (en el momento de la publicación tenía 54 años y casi treinta de escritor). Pero es que muchos, incluidos fans famosos como Martin Amis, creyeron que el visionario había revelado la verdadera fuente de sus profecías: Jim Ballard había sido un niño rico en la Shanghai “internacional” anterior a la Segunda Guerra, pero con la invasión japonesa de Pearl Harbour, se vio despojado de todo y testigo de la muerte, los bombardeos, la brutalidad; cuerpos de hombres chinos en descomposición cubiertos de sangre junto a aviones derribados y la primera comunidad cerrada, la del campo de prisioneros (“Los cadáveres yacían en las calles del centro de Shanghai, regados con lágrimas por campesinas a las que nadie prestaba atención en medio del tumulto de transeúntes”). Allí estarían, entonces, todas esas imágenes que después usaría para anticipar y describir la vida moderna. Ballard siempre fue ambivalente en cuanto a este primer encuentro con los desastres de la guerra: “Mis recuerdos del campo no son alegres, pero tampoco desagradables”. Más tarde, resumiría sus futuras obsesiones en los recuerdos de infancia: “En Shanghai vivía una vida muy protegida, lejos de las calles, de los mendigos, cortado de toda reacción emocional. Me la pasaba en el asiento trasero de un auto norteamericano con un sirviente y una gobernanta, con miedo a que me secuestraran. Estaba detrás del vidrio como si hubiera estado frente a una pantalla de TV viendo reportes de la guerra de Indochina, o de Nicaragua, o de El Salvador”.
Ballard volvió a Inglaterra en 1946, y nunca se sintió del todo a gusto en su país. Fue estudiante de medicina y piloto; a principios de los ’60 empezó a escribir cuentos de ciencia ficción y pronto se publicaron en New Worlds, la revista que, guiada por Michael Moorcock, quería revolucionar el género. Vivió poco en Londres: después de la temprana muerte de su mujer, en 1964, se mudó con sus tres hijos al suburbio, a Shepperton, y los crió solo. De los escritores de su edad, sólo se relacionó con Kingsley Amis, y brevemente: no soportaba lo que llamaba “la comedia social” que sus contemporáneos llevaban adelante. Tampoco se relacionaba con los escritores de ciencia ficción. Ni siquiera le gustaba que sus novelas fueran llamadas sci-fi. Prefería “ficción predictiva” o explicaba que sus libros “describían la psicología del futuro”. Decía: “El planeta más alien es la Tierra”. Y se lanzó a la conquista de otro espacio, el interior. Sus primeros libros hablan del fin del mundo, pero a la par se desvanecen sus protagonistas, de psique tan frágil. El espacio de Ballard se parece mucho a las pinturas de Salvador Dalí, Francis Bacon o Yves Tanguy, con hombres al borde la locura, o después de la locura, cansados e infelices. Protagonistas que suelen llamarse Ballard o Sheppard o Ransom o Travis; ellas, la mujeres, suelen llevar por nombre Catherine Austen. Ellos suelen ser médicos. (¿Suena a Lost? Pero claro, esos guionistas cerebritos no se lo iban a perder.) Bacon y Tanguy: sangre y arena, cuerpos en el desierto. Un estilo punzante, seco, que duele tanto como la arena que golpea la cara arrastrada por el viento. Su primer libro “de catástrofes” se llama El viento de ninguna parte.
Los años ’70: Ballard se hace amigo de William Burroughs, se vuelca a la experimentación y lanza una ofensiva contra la vida moderna. Primero, con La exhibición de atrocidades, donde predice la actual obsesión por las celebridades –esos carteles enormes de Elizabeth Taylor y su agonía–, anuncia que un cowboy gobernará Estados Unidos (“¿Por qué me quiero coger a Ronald Reagan?”) y logra acusaciones de libelo. El libro se puede leer fragmentado, es un zapping. Escribe sobre la humanidad: “Es Calibán durmiendo sobre un vidrio manchado de su propio vómito”. Lleva a la síntesis su imaginario más potente, el que más tarde se convertiría en el adjetivo “ballardiano”: “Lo guió la hermosa mujer joven quemada por la radiación... En el aire de la noche pasaron al lado de cascarones de torres de concreto, de monoblocs medio hundidos... En los suburbios del infierno, Travis caminó dentro de las luces de las plantas petroquímicas. En las esquinas, las ruinas de cines abandonados, marquesinas decadentes se les enfrentaban desde el otro lado de la calle. En el montón de autos destrozados encontró las ruinas del Pontiac blanco...”. En 1973 logró publicar Crash: el primer editor al que ofreció el libro escribió sobre el manuscrito: “Este autor necesita ayuda psiquiátrica”. Hay espanto y gozo lúbrico en Crash, sobre el choque de autos como erotismo (y sobre mucho más). Decía: “La imagen clave del siglo XX es el hombre y su auto. Resume todo. Los elementos de velocidad, drama, agresión, la unión de la publicidad y el consumo con el paisaje tecnológico, la violencia y el deseo, el poder y la energía”. También simbolizaban otra cosa, que lo preocupaba: la muerte del afecto. “Está teniendo lugar la muerte de la emoción, o de cualquier respuesta emotiva. Esperemos que en el futuro nazca un nuevo tipo de afecto, pero de cualquier manera creo que va a ser un afecto emparentado con las máquinas.” Esto lo dijo en 1973. ¿Tenía razón?
Ballard habló de las comunidades cerradas antes de que existieran; por primera vez en High Rise (1975), sobre un edificio de departamentos con piletas y gimnasio de esos que ahora son tan comunes como hogares de los ricos pero entonces eran apenas ideas inmobiliarias extrañas. Del calentamiento global, en El mundo sumergido (1962), donde se funden los polos, y en La sequía, donde deja de llover porque una superficie de sustancia contaminada “inpermeabiliza” el mar. De la obsesión por las celebridades en la vida y en la muerte en La exhibición de atrocidades: la presidencia de Reagan y la muerte de Lady Di estaban implícitas –¡casi explícitas!– en sus fantasías. Habló de playas blancas, de balnearios más que exclusivos, con arquitecturas fantásticas y caprichos de billonarios en Vermillion Sands (1971), su colección de cuentos más “fantástica”. Pero, cuando se lee esa colección hoy, parece que Ballard estuviera hablando de Dubai.
Si hoy las comunidades cerradas (los countries, los resorts turísticos, los barrios) son la búsqueda de una vida idealizada, de seguridad, dinero, aire libre y verde (“sin alarmas ni sorpresas” cantaría Radiohead), para Ballard eran un círculo del infierno, un paso más en la muerte del afecto, porque sencillamente separan a la gente. En los ’70, cuando no existían, las inventó por su intuición de que el futuro de los pudientes iría hacia el aislamiento social (previa, o no, eliminación de los otros). Le dedicó cuatro libros al encierro voluntario: Rascacielos de 1975, Running Wild de 1988, sobre los niños aislados del “country” Pangbourne Village, que matan a sus padres; el crimen en comunidades cerradas es creado en Noches de cocaína (1996) porque de lo contrario la gente del resort Estrella de Mar se aburre, y ni siquiera baja a la playa: “Cuando mayor es la sensación de criminalidad, mayor es la conciencia cívica”, dice Crawford, el protagonista de la novela. La última fue Super Cannes, de 2000, un lugar descripto como “laboratorio de ideas para el nuevo milenio”. Un lugar donde pronto todo se va al diablo, claro. Porque en este espacio de negocios y opulencia “no hay tensiones que fuercen a reconocer las fuerzas y debilidades de los otros, nuestras obligaciones con ellos, nuestros sentimientos de dependencia... No hay necesidad de moral personal”.
Ballard anunció que su cáncer de próstata había hecho metástasis en Milagros de vida (2006) su último libro autobiográfico. Allí decía que la quimioterapia era como “comer ostras pasadas todos los días”. Se atendió siempre en los hospitales públicos británicos. En sus últimos días lo preocupaba “que el consumo se convierta en fascismo”. De eso se trata Kingdom Come, su última ficción, recién editada en la Argentina como Bienvenidos a Metrocentre. “Es triste –decía–, pero la gente está generando más crueldad que amor. Es algo que deploro. Pero, como escritor, tengo que enfrentarlo.”
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