› Por David Cronenberg
Me costó mucho leer Crash la primera vez. Una novela brillante, pero deliberadamente muy fría y monótona. Una novela sin humor –algo que no es característico de Ballard–. La dejé por la mitad, y no la volví a agarrar hasta seis meses después. Entonces la terminé. Y pensé: “Bueno, realmente es muy poderosa, y te lleva a un lugar extraño, un lugar adonde no estuviste antes, pero no la veo como película”.
En retrospectiva, todo parece muy obvio, y la gente dice que era una unión lógica. De hecho, me la mandó una crítica de cine que me dijo: “Tenés que hacer una película con esto”. Pasó el tiempo, pero cuando me di cuenta de que la quería hacer, fue un momento epifánico. Estaba hablando con uno de mis productores y me dijo: “¿Hay algo que te apasione, algo que siempre hayas querido hacer?”. Y le dije: “Sí, creo que quiero hacer Crash”. Y hasta el momento que dije las palabras, no había pensado conscientemente en la película. El productor se puso muy contento, porque había comprado los derechos del libro en 1973. Conocía a Ballard, y me dijo que me lo iba a presentar.
Una de las cosas brillantes del libro es que sugiere cosas que, en la superficie, parecen absolutamente repugnantes e imposibles, pero al final parecen “lo de siempre”. Uno se da cuenta de que tenía todo eso adentro, y que revelaba partes propias que estaban allí pero uno no podía reconocer. Por supuesto, ésa es una de las funciones primordiales del arte, y Crash lo logró conmigo. Hoy, la gente me cuenta sus respuestas frente al film: cómo salieron del cine y de repente el tráfico les resultaba totalmente diferente, y cómo les cambió la percepción de la vulnerabilidad en los autos, su relación con los autos, la violencia de los autos. Y ese sentimiento que todos tienen, que muy pocos admiten, de que les encantaría chocar a alguien –sea por enojo, por curiosidad o por cualquier impulso extraño–. Siempre, por supuesto, reprimiéndolo, o casi.
En el Festival de Cine de Londres, Ballard y yo nos sentamos a conversar. El era un hombre delicioso, y nos llevamos muy bien. Pero eso no quiere decir que estemos de acuerdo en todo, incluyendo el significado de su propio libro. La gente me ha dicho: “No veo a la película como un relato aleccionador, ¿usted sí?”. Y yo contesto que no. Así que le pregunté a Ballard qué pensaba de esto. Me dijo: “Bueno, debe ser un cuento aleccionador”. Y le dije: “Cuando estaba escribiendo el libro, ¿pensó ‘estoy escribiendo un relato aleccionador’?”. Y me dijo que no. Así que le dije: “Entonces es un análisis que está haciendo del libro después de terminado”. Me reconoció que sí. Le dije que eso era todo lo que necesitaba saber. Porque, por experiencia, sé que es posible no ser un muy buen analista del trabajo propio. Yo no lo leí así, y ciertamente uno puede decir que al tiempo que anticipa esta desafectada y desconectada psicología del futuro cercano que se está volviendo más y más presente. Uno puede decir: “Dios, él tiene razón, y esto no me gusta”. En ese sentido, es un relato aleccionador, no como fábula moral sino como alguien que dice: “Veo emerger estas tendencias. No nos gustan, y debemos hacer algo”. Pero cuando la película es atacada por ser pornográfica y perversa, es fácil caer en decir que es aleccionadora.
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