Absorbí la ficción de Ballard en mi adolescencia, sin diferenciarla de la otra ciencia ficción que había en el estante de la biblioteca local. Lo releí a los 20, cuando su reputación underground estaba creciendo, y encontré en sus libros una fuente vital para mi propia ficción. Como muchos antes que yo, lo entrevisté y me impactó la dicotomía entre lo extremo de su escritura y su ordenada vida suburbana. Ballard había estado en Londres durante muchos años, pero no era exactamente un londinense.
Hacia el final de su vida, era molestado por periodistas que le preguntaban si había predicho la muerte de Lady Di en Crash; él, naturalmente, no les daba importancia. Pero la verdad es que lo hizo: recogió la intersecciones de pesadilla de la muerte y la sexualidad que iban a dominar la conciencia humana. Sus experiencias más tempranas lo habían llevado a creer que un mundo que había experimentado el Holocausto e Hiroshima sólo podía seguir adelante con una muerte de las emociones –llamó a esto “la muerte del afecto”– y creyó que seguir escribiendo retratos bien educados de la vida personal y social de la clase media bajo estas circunstancias no sólo era un error sino un absurdo.
En la época de la nueva ola de la ciencia ficción, Ballard era el T. S. Elliot, el genio residente, y Moorcock era un Ezra Pound, un Svengali por cientos de razones, listos para dar la bienvenida a cualquiera dentro de un club que, de alguna manera, podía hacer avanzar a la causa. Eran esenciales el uno para el otro, y para la causa, porque sin Moorcock y New Worlds tocando el bombo, el trabajo de Ballard sólo habría aparecido en publicaciones de vanguardia para ficción transgresora. Y sin el talento prolífico y conspicuo de Ballard, la Nueva Ola y New Worlds nunca habrían tomado velocidad.
Ballard, al borrar las naves espaciales de su ficción, y junto con esto la noción del espacio exterior y la nueva frontera, encontró un nuevo tema: el presente en su aspecto futurístico. Podía mirar el mundo a su alrededor –Shepperton, en los suburbios– con la inocencia radical de alguien cuya ciudad natal había sido un campo de concentración japonés. Y todo era raro. El auto deportivo que manejaba como un piloto kamikaze era más raro y más vívido que un cohete que existía sólo como una imagen de TV entre otras. ¿Por qué no construir un futuro desde esas imágenes en vez de usar el kit tradicional de la ciencia ficción?
Cada libro de Ballard es posiblemente su mejor libro. ¡Envidiable, admirable Ballard! Su sutil, brutal, cerebral, intoxicante La exhibición de atrocidades, que acabo de terminar de leer, me parece entonces su mejor libro. Ballard, que solía escribir sobre el futuro, ha observado que los Estados Unidos de hoy, los Estados Unidos de la guerra de Vietnam, son bastante ciencia ficción. ¡Importante, necesario Ballard! Es una de las voces más inteligentes y relevantes en la ficción contemporánea.
Gigantes como Ballard produjeron más cambios fuera de la ciencia ficción que dentro del género. No es una exageración decir que es uno de esos autores genuinamente dotados que reconfiguran la forma de la ficción para todos. Y, por supuesto, tal como reveló en su trabajo autobiográfico, tenía algo real y verdadero que decir sobre el mundo. Y como chico había pasado por algo terrible, de una manera que no muchos occidentales –y mucho menos escritores de ciencia ficción o fantasía– experimentan hoy.
Su trabajo tenía una impresionante concentración y amplitud. Cubre mucho de lo que pensamos que es la vida moderna, y cosas que otros escritores ven como marginales para él son centrales. La distopía y los suburbios son figuras centrales de su trabajo, y hace que ambas parezcan desagradables y brillantes. Mucha gente quiso aplicar el crédito de su mirada al hecho de que vivía en Shepperton, como si de alguna manera los suburbios le otorgaran estas ideas, pero va mucho más lejos, hasta su vida en un campo de concentración. Allí conoció un mundo dado vuelta donde nada es confiable, los rumores pueden ser tan ciertos como la buena información, el centro moral está arrojado al aire y, sobre todo, es un mundo donde la supervivencia tiene que ver con prestar gran atención a cosas ordinarias. Sentía un amor por lo ordinario y lo surreal al mismo tiempo. Era extraordinario y notable.
En el panteón de los autores de la segunda mitad del siglo XX, creo que está en la cima. Fue uno de los primeros en reconocer que mucho de lo que sucede es una escenografía o una ilusión. Miró las cosas a las que no se les daba importancia. Podía ver poesía en panfletos publicitarios, en papeles de investigación, en documentos de seguridad vial. Se las arregló para tamizar todo eso y convertirlo en este hermoso y elegante estilo de ficción. Fue una gran influencia para mí, especialmente por su sentido del espacio y la periferia. A ningún otro escritor inglés le interesaban esos lugares: todos los demás escribían sobre Notting Hill, pero él no estaba interesado en la sátira social sino en cosas como el efecto de la publicidad sobre el mundo, los edificios que nadie sabe para qué se usan y el mundo de las cámaras de seguridad. Creía que uno podía conjurar objetos que sólo habían sido cubiertos por el reportaje periodístico y usarlos en el reino de la literatura de la imaginación. Era muy encantador, muy inglés y muy clase media alta. En algún sentido, era una figura colonial. Había crecido en Shanghai y tenía muy buenos modales. Era muy generoso y amable, y le tomaba mucho tiempo hacer algo que no estuviera muy controlado.
Abrió sujetos que parecían periféricos o poco interesantes –espacios urbanos, autopistas, aeropuertos, rascacielos–. Mostró lo que podía pasar ahí. Que eran espacios cargados de actividad humana, aunque no fueran literarios. Se dio cuenta de que si uno presta atención a los bordes de la visión –los lugares con frecuencia tratados con cierto esnobismo–, es allí donde suceden las cosas nuevas, no en la vanguardia.
En la introducción de Mirrorshades: una antología cyberpunk Ballard tuvo un rol central en el movimiento. Pero nombrarlo allí fue apenas un detalle. Ballard fue el primer escritor de ciencia ficción que realmente me voló la cabeza. Tenía 13 o 14 años, y estaba leyendo un montón de tonterías de calamares espaciales, cuando me topé con El mundo de cristal. Y las cuestiones allí eran radicalmente diferentes y antológicamente perturbadoras. Si uno mira los mecanismos de suspensión de la incredulidad en El mundo de cristal, va a ver que nunca hay una explicación sobre cómo el tiempo vibra, aparece un cristal leproso y el científico en su laboratorio va a entender este fenómeno, revertirlo y salvar a la humanidad. No se trata de que alguien entienda lo que pasa de una manera instrumental. Al contrario, toda la estructura es esta especie de aceptación surreal. Todas las novelas de desastre de Ballard son vehículos de satisfacción psíquica. Pero a los 14 yo no podía empezar a pensar en una terminología así. Sólo sabía que pasaba algo en este libro que era radicalmente diferente de todas las sensibilidades con las que me había encontrado. Son laboratorios narrativos. Algo así. Y Ballard fue estudiante de medicina. Además, creo que fue la aceptación juvenil de la vida en un campo de concentración lo que le permitió mirar alegremente los grandes fracasos del mundo burgués y aceptarlos.
Fue uno de mis amigos más cercanos durante cincuenta años. Junto con Barry Bayley, que murió el año pasado, “conspiramos” para la revolución en ciencia ficción que llevó a la llamada “nueva ola” y él era un colaborador asiduo de la revista New Worlds, que fue la punta de lanza del movimiento. Hacia el fin, fue excepcionalmente valiente y alegre. Fue un amigo leal y generoso, y una gran influencia para la generación de escritores que lo sucedieron.
Cuando era chico, amaba a J. G. Ballard. Y cuando fui adolescente, amé a J. G. Ballard. Y como adulto, amo a J. G. Ballard. Por diferentes libros, sin embargo, en cada época –de chico leí y amé sus novelas de desastre, en las que el mundo se hundía, o volaba o se convertía lentamente en cristal, y sus cuentos de Vermilion Sands (particularmente uno llamado “Los escultores de nubes de Coral D”)–. Como adolescente, saqué al raro y cool y desafiante Ballard de la biblioteca (me encantaba La isla de cemento, un relato robinsoniano sobre un hombre en un accidente de autos que se quedaba varado en la isla central de una autopista cargada). Como hombre joven, amé El imperio del sol –pero nunca dejé de amar sus libros viejos, incluso cuando descubría los nuevos–.
Y alrededor de 1985, mi amiga Kathy Acker me llevó a una fiesta-presentación de libro-evento en Londres y conocí a William Burroughs y a Jim Ballard, me paré ahí y charlé mientras ellos recordaban la Londres de los años ’60. No sé qué o a quién estaba esperando, pero Jim Ballard entonces y en todas las veces que lo encontré después, era terrorífico en su normalidad, como los protagonistas de sus rascacielos y mundos hundidos, como el hombre en la isla de la autopista.
Con el paso de los años, permanecí fascinado con Ballard, y con la extraña manera en que su trabajo más vanguardista, el de los años ’60 y tempranos ’70, raros no-cuentos con títulos como “Por qué me quiero coger a Ronald Reagan” o libros como Crash sobre el fetichismo sexual de los accidentes de autos y las hermosas mujeres que mueren en ellos, parecen haber predicho el futuro en el que vivimos, el mundo del control de la imagen post Reagan y el derrumbe psicológico de Diana muerta, mucho mejor que cualquier otro escritor de ciencia ficción que realmente creía estar prediciendo el futuro.
Y me encuentro dudando de escribir esto, como si, si no escribiera nada, pudiera mantenerlo vivo un poquito más.
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