Domingo, 31 de mayo de 2009 | Hoy
MúSICA > EL HOMENAJE DE STEVE EARLE A SU MAESTRO: EL LEGENDARIO TOWNES VAN ZANDT
Townes Van Zandt fue un príncipe texano descendiente de hombres de Estado que ardió con infinita más gracia y belleza que los pozos petroleros de su fortuna familiar: muerto en 1997, a los 52 años, dejó una leyenda de adicciones, autodestrucción, mala suerte y un puñado de discos con algunas de las maravillas más tristes del folklore norteamericano. Steve Earle fue, durante buena parte de esos años, su discípulo. Townes es el esperado disco en que le rinde homenaje a las canciones de ese hombre de quien afirmó que “era más grande que Dylan”.
Por Mariana Enriquez
Hay una filmación de época –gran parte de esa cinta está incluida en el documental Be Here to Love me (2006) de Margaret Brown– donde se ve a Townes Van Zandt en su juventud y en el pico de su creatividad, a principios de los años ‘70. Tiene el pelo y los ojos muy oscuros, rasgos delicados, y es delgado hasta la fragilidad. Su sonrisa es una explosión de luz. Está en la puerta de un trailer, probablemente el que ocupaba en ese momento, y detrás suyo un amigo no identificado dispara una escopeta con la misma calma que si se estuviera fumando un cigarrillo. Townes ni mosquea, jamás se sobresalta ante las explosiones. Y de repente, desde debajo de su sombrero de cowboy, le cuenta a quien sostiene la cámara: “Los únicos dientes originales que me quedan son estos de acá delante, las paletas. Los demás son postizos. Pasa que tuve una sobredosis. Con pegamento de avión. Me dormí con el pegamento entre los dientes. Me llevaron al hospital, y cuando pudieron revivirme, para abrirme la boca, se vieron obligados a romperme los dientes con un martillo, pum pum. Tengo muchas sobredosis, me muero seguido. Dicen que hay tres muertes: cerebral, respiratoria y cardíaca. Cerebral nunca tuve, aunque estuve una hora y media muerto una vez. Muerte cardíaca tengo cada dos meses más o menos”. Después, Townes recorre sus dominios con su novia Cindy –que sería su esposa–, su perro, una botella de whisky, una lata de Coca-Cola y su propia escopeta. Al rato, dentro del sucio trailer, toca una de sus mejores canciones, “Waitin’ Around to Die”. Un hombre negro, grandote, de unos 60 años, está escuchando, sentado muy cerca. Y de pronto rompe en un llanto descarnado, con los ojos inyectados en sangre por la desesperación o por el alcohol, y le dice a la novia de Townes en voz baja: “Es verdad, es verdad”. La chica se ve obligada a abrazar al hombre para calmar su congoja. “A veces no sé dónde me lleva este camino sucio/ Y a veces no sé por qué razón estoy aquí/ Creo que voy a seguir jugando, bebiendo mucho y vagabundeando/ Es más fácil que quedarse esperando morir”. Los acordes menores, la sequedad de la voz, la cadencia, todo hace que “Waitin’ Around to Die” contenga una desesperanza pocas veces atrapada en canción. Por canciones como ésta, Van Zandt era considerado entonces el mejor compositor texano y uno de los mejores de la música country y el folk de todos los tiempos. Sólo que nadie lo conocía, o muy poca gente, apenas ese “culto” que realmente Van Zandt tenía a su alrededor. Hasta sus dos únicos éxitos en los años ‘80, “Pancho & Lefty” y “If I Needed you” –que ni siquiera llegaron a las listas de más vendidos en su voz: llegaron a través de covers de Willie Nelson, Merle Haggard y Emmylou Harris–, había vendido unos 7 mil ejemplares en total, de 5 álbumes. Todos lanzados por una compañía independiente. Nunca saldría de ese circuito.
Townes Van Zandt no estaba destinado a artista de country renegado, a vagabundo que se la pasaba viajando en un circuito obsesivo de Texas a Colorado, y de Colorado a Nashville, y vuelta a Texas, a veces sólo con una mochila cargada de discos y sin ropa, adicto a la heroína y al alcohol. Su familia descendía de Isaac Van Zandt, nombrado encargado de asuntos de Estado en 1842 por Sam Houston. Ese tatarabuelo murió cuando era candidato a gobernador de Texas y el condado de Van Zandt, a unos treinta kilómetros de Dallas, se llama así por la familia. Las siguientes generaciones de los Van Zandt fueron líderes cívicos que construyeron Fort Worth, y la familia ingresó en el negocio del petróleo. Townes fue bautizado con el nombre de su bisabuelo materno, el mismo que es homenajeado en el Townes Hall de la Universidad de Texas. La familia no sólo era rica sino afectuosa: no hay en la infancia de Townes Van Zandt una historia oscura, un secreto terrible (al menos documentado). El joven se inscribió por su propia voluntad en la Universidad de Boulder en Colorado en 1962, se puso de novio con una bella chica, y le fue bien como estudiante y deportista. Pero algo andaba mal. Townes empezó a pasar muchos días tomando alcohol encerrado en su habitación, escuchando blues de Lightin’n Hopkins y sin atender la puerta. La juerga terminó cuando Townes se arrojó de un cuarto piso, “para ver qué se sentía”, durante una fiesta con compañeros, y sus padres vinieron a buscarlo. El destino fue una internación psiquiátrica: Townes fue diagnosticado como maníaco depresivo con tendencias suicidas, y para mejorar su cuadro le administraron terapia electroconvulsiva asociada con insulina. El resultado: Townes salió de la crisis, pero perdió gran parte de su memoria de largo plazo; de su infancia, por ejemplo, no recordaba una sola imagen. En su mente, la niñez no había sucedido. Siguió intentando la normalidad un poco más: se casó con su bella e inteligente novia, trató de ingresar al ejército, siguió estudiando Derecho. Hasta que su padre murió en 1966, a los 52 años, y entonces soltó amarras: ese mismo año abandonó a su mujer con un puñado de canciones y llegó a Nashville. Allí conoció a su productor Kevin Eggers, y en 1968 lanzó For the Sake of the Song, su primer disco. Ese mismo año, Emmylou Harris lo vio tocar: “Estaba shockeada. Nunca había visto algo así. Pensé que era el fantasma de Hank Williams”. Townes no era un fantasma, pero pronto se comportaría de una forma que decididamente circulaba entre la vida y la muerte: nomadismo, una temporada de dos años viviendo en una cabaña en los bosques de Tennessee, donde jugaba a la ruleta rusa con Steve Earle (su protegido musical) y miraba Los días felices, alcoholismo, desapariciones varias, shows terribles en los que podía ponerse a llorar en medio de una canción con tanta desdicha que debía ser sacado del escenario por sus compañeros. Cuando estaba bien, claro, Townes era una maravilla, que intercalaba el humor negro entre sus negras canciones, pero no podía salir adelante con una “carrera”. Nunca le importó, dicen quienes lo conocieron. Aunque cuando alcanzó el éxito en los ‘80, y cuando recibió la admiración sincera de pares como Bob Dylan y Kris Kristofferson, se mostró muy contento. El boicot, sin embargo, era permanente. En los ‘80 justamente, cuando de la mano de “Pancho & Lefty” parecía que al fin despegaba, su manager le organizó una gira con 66 paradas (la más larga jamás planeada) junto a John Lee Hooker. Townes, para festejar, se fue de joda con su amigo Jimmy el Indio en una pick-up, chocó y se rompió el brazo.
Townes Van Zandt murió a los 52 años el 1º de enero de 1997, el mismo día que Hank Williams. Las circunstancias están a la altura de la leyenda. Ocho días antes había empezado a grabar con Steve Shelley, de Sonic Youth; es que una nueva generación estaba descubriendo al genio triste de Texas: Mudhoney había hecho un cover, Tindersticks en Inglaterra llegaba al primer puesto con la versión de “Kathleen”. Las sesiones no pudieron ser completadas porque Townes llegó al estudio en silla de ruedas. Tenía la cadera rota porque se había caído en medio de la noche, y bebía más que nunca para calmar el dolor. Después de ocho días de esta locura, renunció y accedió a internarse. Lo operaron, y cuando regresó a su casa murió de insuficiencia cardíaca. Lo que siguió fue una casi sangrienta batalla por el control de su legado, especialmente porque su ex esposa veía venir lo que actualmente pasa. Norah Jones grabó “Be Here to Love me” en su segundo disco Feels Like Home, y lo llevó a un público tan amplio que Townes jamás lo hubiera imaginado. Y el súper hip autor y director de teatro y cine Martin McDonagh puso la extraordinaria “St John The Gambler” en la película Perdidos en Brujas, que ganó un Globo de Oro como mejor comedia el año pasado. Su nombre, hoy, es una contraseña de entender, cosa que probablemente al admirado le hubiera resultado insoportable. Por eso, quizá, Steve Earle, su protegido, su amigo, decidió lanzar este mismo mes su disco Townes, una colección de covers hechos con amor y respeto.
Steve Earle nació en Virginia, pero creció en Texas, y tenía 11 años cuando empezó a tocar y muy pocos más cuando conoció a Van Zandt. Formaba parte de su círculo íntimo, y también peleaban mucho. “Townes era brutal conmigo”, cuenta Earle. “A lo mejor era su forma de enseñarme, no lo sé; pero, aunque yo sabía que me quería, él podía decirme barbaridades. Creo que nunca me dijo que una de mis canciones era buena.” Earle, sin embargo, le era fiel, al punto que una vez dijo: “Townes Van Zandt es el mejor compositor del mundo, y repetiría esto parado sobre la mesa de café de Bob Dylan, y que me saquen sus guardaespaldas”. Townes dijo que conocía a los guardaespaldas de Dylan, y que dudaba que Steve se animara a semejante cosa. Hoy Steve también se arrepiente de la bravuconada, pero no considera haber exagerado.
Earle también vivió su período autodestructivo, y hasta tuvo una condena a prisión por tenencia de armas y heroína; pero a diferencia de su mentor, decidió que no quería morirse. Después de 4 años perdidos en los ‘90, perdido en las nubes de la adicción, Earle volvió a la vida productiva con una ética de trabajo demencial y una agenda política arriesgada, invocando el nombre de Woody Guthrie y la responsabilidad de los músicos populares en cuanto a comentar el estado del pueblo que representan, de alguna manera. Así es un activista tenaz en contra de la pena de muerte, y fue perseverante en su crítica al gobierno de Bush; pero las acusaciones de antipatriota que se veían venir estallaron cuando en su disco Jerusalem grabó el tema “John Walker’s Blues”, donde cantaba desde el punto de vista de John Walker Lindh, el norteamericano de 21 años que fue capturado luchando junto a los talibán. Por supuesto, fue acusado de simpatía por los terroristas: el disco se editó en 2002, un año difícil.
Ahora, aunque sigue activo políticamente, Earle ha tomado otros caminos. El primero es su actuación en la prestigiosa serie The Wire, donde es Walon, un adicto. También está escribiendo una novela. En el medio decidió grabar el disco homenaje a su amigo. Pero se niega al romanticismo. “Cuando alguien tan bueno como Townes no llega a más gente, bueno, es culpa de Townes”, dijo en The New York Times. “Por muchos motivos, se disparó en el pie cada vez que le aparecía una oportunidad.”
El disco, a pesar de la distancia, fue emocionalmente difícil, admite Earle. Lo que hizo fue sentarse con las canciones y tocarlas como recordaba que Townes las tocaba, sacándoles la producción en ocasiones un poco barroca y un poco cursi que a veces impedía llegar a la belleza pelada de las canciones. Eligió canciones clásicas como “Pancho & Lefty” o “Rake”, pero también temas muy desconocidos como “Mr. Mudd and Mr. Gold”, donde Steve Earle hace un dúo con su hijo Justin Townes Earle (que acaba de editar un disco notable, Midnight at the Movies). El hijo, que lleva el nombre del maestro, es quizás el más justo al hablar de esa relación: “Como en muchas de estas relaciones, el héroe era el torturador. Townes siempre va a ser más grande que la vida en su cabeza. Y creo que mi padre necesitaba hacer este disco para dejar de ser, de alguna manera, un chico”.
Solía despertarme y correr con la luna.
Vivía como un vagabundo y un hombre joven
cubría a mis amantes con flores y heridas.
Mi risa le daba miedo al diablo.
El sol venía y me derrotaba,
pero cada día cruel tiene su noche.
Yo les daba la bienvenida a las estrellas
con vino y guitarras,
lleno de fuego y olvido.
Mi cuerpo era agudo, el aire oscuro, límpido
y la furia, mi compañero alegre
susurrándoles a las mujeres cuán dulces parecían,
se arrodillaban para que les diera órdenes.
Y el tiempo era como el agua, pero yo era el mar.
Nunca notaba qué pasaba
excepto por el paso del día a la noche
y el cambio del día a la maldición.
Me miran ahora, y no crean que no sé
lo que sus ojos dicen.
¿Quieren que creamos estos delirios y mentiras,
son sólo trucos que juega su mente?
Un amante de mujeres,
cómo, si apenas puede estar parado,
tiembla, está inclinado, está roto.
He caído, es cierto, pero les digo
que cuiden su lengua hasta después de escucharme.
Yo estaba orgulloso de los placeres que conocía.
Reía y creía que iba a ser perdonado.
Pero mi risa se transformó en ojos ardientes.
Y, dijo mi amigo, celebraremos una boda.
Yo me cubrí el rostro, pero él volvió a hablar
y me dijo que uniríamos al día con la noche.
Y ahora el aire oscuro es como fuego sobre mi piel
y la luz de la luna me ciega.
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