Domingo, 31 de mayo de 2009 | Hoy
MODA > LAS TAPAS “SIN MAQUILLAJE” DE ELLE
En mis tiempos la publicidad de no sé qué producto de belleza promovía un personaje llamado Patricia Natural, en donde la piel mutilada de sus poros, la boca de un rosa sólo admisible en las batitas de las recién nacidas y los ojos rociados por lo que parecía polen proponían montar como atracción el efecto —mujer que no se esconde, ni miente sus encantos—, agitando, en pleno despliegue de la turrita moderna, posibles consecuencias morales de la cosmética. De más está decir que Patricia Natural pronto se convirtió en escarnio de las resistentes pop, dispuestas a sostener las enseñanzas de Twiggy que exigían rodear los ojos, muy por debajo del párpado inferior, por rayas reguladas como el metro de un sastre y que los convertían en naturales garrapatas; o las de esa otra modelo, Penélope Tree, que los encapotaba en representación de la ojera viciosa de la amante extenuada, aunque deslizando un efecto natural oso panda.
La idea de Elle gritada desde su tapa —”Sin maquillaje, sin retoques, ocho mujeres osan la belleza verdad”— sólo puede ser pensada como un chiste entre “ella” y sus lectoras, puesto que la fotografía es ya maquillaje, aunque no tenga retoques: Monroe, Garbo, Hepburn eran, ante todo, criaturas lumínicas, esculpidas entre el estudio y el laboratorio. Si el maquillaje suele ser una muralla china entre el icono y su devoto, una frontera entre el restaurante y la cama, Elle pretende un plus: colocar al lector voyeur en paparazzi al pedirle que finja creer que está descubriendo a Monica Bellucci, Eva Herzigova y Sophie Marceau —para muestra y para Radar bastan tres botones— tal cual son en el despertar, aunque las tres tengan los labios pintados y las pestañas de Bellucci estén embadurnadas de rímel y sus párpados parezcan delineados por un pelo. (¿Y no será que el fotógrafo Peter Lindberh usa photoshop?)
La moda es archivo y epitafio, por ejemplo, de las revoluciones: primero las acompaña y luego las abandona para traerlas como retro, perdido u olvidado su sentido original, se diría que propone vestirse con la revolución traicionada, integrada, relativizada. Cuenta el filósofo Richard Sennett en su libro El declive del hombre público que, en 1795, un año después de la muerte de Robespierre, las merveilleuses de la era Thermidor parodiaban en París el style du pendu o la victime, usando el peinado de los guillotinados y jugando el popular bal des pendus con circulitos rojos pintados alrededor del cuello. Ni hablar de las camperas verde oliva y las barbas de Sierra Maestra: siguen citando y citando. Del mismo modo, ahora que la naturaleza sólo queda —tal vez— en las hojas de dientes de león meadas por los perros a la vera de los caminos, en los partos naturales —siempre tan artesanales— y en la menstruación, Elle parece haberle realizado un epitafio antes de mandarla al archivo. Es algo tan esforzado y artificioso como cuando las damas Thermidor matizaban su fashion guillotina saliendo a la calle desnudas bajo sus vestidos de muselina previamente humedecidos —Sennett dice que la tuberculosis hizo estragos entre ellas— en pos de subrayar el cuerpo natural. Cabe aclarar que estas disquisiciones no constituyen una propaganda subliminal —¿opositora o partidaria?— en un país pre-elecciones legislativas y cuya Presidenta defiende a todo nécessaire la cosmética como la coloratura de guerra que separa La Rosada de su cuarto de estar.
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