Domingo, 19 de julio de 2009 | Hoy
CINE > TODO LO QUE HAY DETRáS DE LA NUEVA DE MIYAZAKI
Hayao Miyazaki es uno de los directores más fantásticos y originales de la animación. Igualmente admirado por la gente de Pixar y por Akira Kurosawa, tanto inspirado en las mitologías japonesas como fascinado por cuentos folklóricos europeos, su nueva película es una caja de historias, tanto dentro como fuera de la pantalla: a la cruza de La Sirenita con un relato japonés del siglo VIII, se suma un sentido pedido de disculpas a su hijo.
Por Mariano Kairuz
Aunque el tema estuvo presente en varias de sus películas –como El viaje de Chihiro–, esa fuerza ingobernable e inevitablemente explosiva que son las relaciones entre padres e hijos, parece apoderarse del último film de Hayao Miyazaki, Ponyo y el secreto de la sirenita, como de ningún otro del maestro de la animación japonesa. Desde adentro y desde afuera de la pantalla.
Y es que en principio, Ponyo, su obra más explícitamente dirigida al público infantil hasta la fecha, o al menos desde Mi vecino Totoro (una obra maestra de 1988 jamás estrenada comercialmente en Argentina), es una versión libre de La Sirenita, el cuento clásico de Hans Christian Andersen, combinada con una antigua leyenda folklórica oriental, Urashima Taro. Muy antigua, tanto que se remonta al siglo VIII; y que está protagonizada por un pescador que, tras rescatar a una tortuga de mar de las crueles manos de unos niños, es invitado por un Dios del Mar a descender a sus dominios y recibir su agradecimiento en persona. Del relato de Andersen se conserva la premisa inicial –reeditada hace veinte años y para toda una generación por Disney–, la de la chica-pez, la hija del rey de los mares, que emerge al mundo de los humanos y quiere convertirse en bípedo. Sólo que, como se trata de una película de Miyazaki, un artista cuya filmografía entera está marcada por las muy complicadas relaciones que se establecen entre sus protagonistas (humanos y otras criaturas) y la naturaleza, esa premisa tradicional, tan conocida, tiene derivaciones imprevisibles. Lo que sí, todos los desvíos y las bifurcaciones, y los tsunamis –marítimos y emocionales– que sacuden la historia, tienen su origen en varias relaciones conflictivas entre padres e hijos, y se dirigen inexorablemente hacia la confrontación de estos conflictos. Una de las mejores reseñas que recibió la película en occidente consignaba que, de lo que Ponyo trata “en realidad”, es menos de la sirenita que quiere ser humana que “de pequeños niños que se comportan como adultos, y de padres que no están a la altura de sus responsabilidades”.
Por un lado está la niña pez del título, Ponyo, que desafía a su padre al escapar hacia la superficie, donde conoce a Sosuke, un nene de cinco años de edad que se convierte en su nueva amistad, tierno amor infantil, y hasta modelo para la nueva vida que ansía a partir de ahora: ser una persona, con manos, piernas, y una mesa familiar donde sentarse a comer su nuevo plato favorito, el jamón. Ponyo, a decir verdad, no se parece demasiado a la sirenita de la mitología griega que llegó hasta nosotros, sino que es otra de esas burbujas vivas surgidas de la imaginación de Miyazaki: menos una nena o un pez que un “coso” con peluca roja, ojitos y mucha gracia para nadar rápidamente en el océano. Cuando abandona su mundo, la pantalla se llena de bichos molusculosos, que en unos pocos y coloridos trazos nos recuerdan, como algunos documentales, la enorme e inexplorada fauna con branquias con la que cohabitamos este globo que debería llamarse no Planeta Tierra sino Planeta Agua. Por otro lado está Sosuke, el nene en cuestión, que vive con su madre y añorando a un padre casi siempre ausente, ya que se pasa la mayor parte de las noches navegando al mando de un barco de carga, desde el cual cada tanto intercambia con su hijo afectuosos pero distantes mensajes en clave. Y ahí, la inyección autobiográfica del autor: Miyazaki ha dicho que así como la imagen de Ponyo está basada en la hija de uno de los principales animadores de Ghibli, el estudio que el director fundó hace veinticuatro años y con el que produjo todos sus largometrajes, Sosuke no es otro que su hijo Goro, hoy de 42 años, cuando tenía la edad del personaje. Hayao Miyazaki es ese padre ausente de la infancia de su hijo, como él mismo y Goro Miyazaki han dicho (confesado y acusado, respectivamente) en público y ante la prensa. “Hayao ha sido para mí un cero como padre, aunque un cien como director”, dijo y escribió Goro un par de años atrás en su blog, mientras el padre preparaba Ponyo, y el hijo debutaba con su primer largometraje como director, una versión animada de las Historias de Terramar de la escritora Ursula K. Le Guin. De ahí que Ponyo fuera recibida por quienes estaban al tanto de esta historia como un tardío pero sentido, personal y creativo pedido de disculpas de un padre a su retoño.
Uno de los encantos de Ponyo consiste justamente en que hay redención para todos sus personajes. Y no vale contar cómo, ya que su carácter impredecible es siempre uno de los principales atributos del cine de Miyazaki, pero alcanza con decir que nadie, ni siquiera el padre de la sirenita (un ex humano que sale a perseguirla para evitar que ella cumpla su deseo de convertirse en una nena) es del todo malo. Su aspecto ni siquiera exactamente siniestro, sino apenas extravagante, como podría serlo el del hechicero maligno que interpretó David Bowie en Laberinto (otra película concebida bajo el influjo de Lewis Carroll, como casi todas las de Miyazaki) dos décadas atrás. No hay nada que represente el mal absoluto, ni un verdadero villano: lo que motiva al padre de Ponyo a actuar en contra de su hija es justamente la pugna entre la libertad que los hijos buscan, y el amor egoísta que lleva a los padres a atar a sus hijos más de lo que deberían. Todo esto está expresado sin obviedades ni diálogos sobreexplicativos, sino con el habitual esplendor visual con que Miyazaki expresa los desequilibrios entre sus protagonistas, a través de grandes sismos naturales. La Naturaleza según Miyazaki es algo absolutamente vivo, donde no sólo los organismos animados sino también los elementos inanimados estallan de vitalidad, y ahí están esas olas gigantescas, antropomórficas, que amenazan con engullirse por completo el acantilado donde viven Sosuke y su madre y ahora también Ponyo.
Hay un dato especialmente significativo acerca de la fortaleza visual de esta nueva Miyazaki. Mientras que John Lasseter, factótum de Pixar, la compañía que desde hace más de veinte años se encuentra a la vanguardia de la animación digital y que ha desplazado desde el interior de Disney mismo al dibujo animado tradicional, no se cansa de manifestar su admiración por Miyazaki y de llamarlo “uno de los mejores animadores de la historia”, el director japonés de 68 años, volvió con Ponyo a hacer una película enteramente dibujada a mano. No es que Miyazaki esté peleado con la animación digital, y de hecho hasta la utilizó parcialmente en sus últimas películas. Pero se encontró también con que “las grandes cantidades de información (que posibilita la animación 3D) no tienen nada que ver con el atractivo del dibujo animado”. Esta vez, dijo, quiso hacer una película que pudieran entender los niños de cinco años como Sosuke, “que siguen los relatos no por la lógica sino por el sentimiento”. En su dibujo de colores vivos se distingue, tal vez más que nunca, el trazo manual, imperfecto pero muy vivo; y en el diseño de sus personajes esa imprecisión burbujeante capaz de alumbrar criaturas enteramente nuevas en nuestro mundo de todos los días, de convertir en dioses iracundos a esas olas que recuerdan a la famosa de Kanagawa pintada por Hokusai. Y si por momentos esta película hechizada pero sencilla, directa y siempre luminosa, consigue hacernos sentir algo de miedo e incertidumbre, no es por las fuerzas sobrenaturales que la sobrevuelan, sino por la fuerza de lo ordinario y lo mundano, por cosas tan normales y tan complicadas como sólo lo son las guerras por el amor y por la libertad, entre padres e hijos.
Dos años atrás Goro Miyazaki, el hijo de Hayao, debutó como director con Gedo Senki, un largo de animación basado en las Historias de Terramar de Ursula K. Le Guin. Su padre estuvo obsesionado con adaptar la saga por años, incluso desde antes de su película Nausicaa, de 1984, pero la escritora le negaba sistemáticamente sus derechos. Cuando finalmente accedió, Hayao ya estaba sumergido en otros proyectos y había perdido en parte el interés, pero el proyecto prosperó en su estudio, Ghibli. Sólo que sin el aval de Hayao a la designación de su hijo al frente de la película, bajo el argumento de que éste no contaba con la experiencia suficiente en animación. La falta de apoyo se hizo pública y padre e hijo no se hablaron durante un año y medio.
La película de Goro empieza con un chico, Arren, el protagonista, que asesina a su padre. Lo cual es como mínimo sugestivo.
Empeñado en sacarse de encima la etiqueta de “hijo de”, Goro armó un blog en el que fue anticipando el estreno de su película. En él, como en las entrevistas, no tuvo problema en hablar de su padre, en decir que aunque lo admira profundamente como artista, “fue un cero como padre”. Que nunca estuvo ahí para él en su infancia, que su madre debió abandonar su carrera como animadora para ocuparse de él y sus hermanos. También contó que su padre, descontento con que le hubieran encargado la dirección de Terramar, reunió a su equipo de dibujantes y técnicos a espaldas de Goro, e intentó convencerlos de que se declararan en huelga, con el pretexto de que estaban siempre atrasados y no iban a llegar a la fecha de estreno programada. Poco antes, se había encontrado con su hijo y, tras echarles un vistazo a los storyboards, lo increpó: “¿Te estuviste concentrando en la película?”, le dijo, a lo cual Goro le contestó, gritando: “Por supuesto”. Y luego, el año y medio de silencio.
Para Goro, toda la disputa fue lo más natural del mundo: “Los chicos”, dijo, “tienden a ir en contra de la voluntad de sus padres, así que primero decidí no dedicarme a la animación (aunque hizo bocetos toda su vida, pero como paisajista y encargado de planeamiento de bosques y parques urbanos). Ahora, que él se opusiera a que yo me convirtiera en director fue toda una motivación”.
Basada especialmente en el tercer libro de la saga de Terramar, La costa más lejana, la película finalmente dejó satisfecho a Hayao, que la consideró “un trabajo honesto”, pero fue bastante maltratada por la crítica. Obra de fantasía épica a lo Tolkien –con una bruja que busca el control de la vida eterna, con dragones y hechiceros– se le criticó su falta de humor, su tremenda solemnidad, y cierta falta de personalidad en su estilo visual. Su paso por el festival de Venecia y su estreno comercial en Japón fueron exitosos, pero todavía no se vio en buena parte del mundo: en Estados Unidos su estreno sigue obturado por un canal de televisión que detenta los derechos de adaptación de Terramar, convertida en una miniserie con actores. A todo esto, Le Guin escribió que ambas versiones, la televisiva y la película de Goro, sólo toman sus libros “nominalmente, y que toman fragmentos fuera de contexto, reemplazando las historias con un argumento totalmente distinto, sin coherencia ni consistencia”. Y agregó: “Me impresiona la falta de respeto no solo por los libros sino por sus lectores”.
¿Y la escena del parricidio? Goro niega que se trate del ajuste de cuentas paterno-filial que muchos interpretaron, sino que “tiene que ver con el sentimiento de las jóvenes generaciones japonesas, que se sienten asfixiadas por sus padres. Es una escena de cierto riesgo, pero que propicia la identificación del público”. Hoy, Hayao y Goro se hablan de nuevo, pero eso se lo deben a Akemi Ota, esposa y madre, respectivamente.
Terramar todavía no tiene fecha ni de estreno ni de lanzamiento en dvd.
La protagonista es una nena de diez años que, en plena mudanza de ciudad con sus padres, se encuentra con un parque de diversiones abandonado y hechizado. Sin mayores explicaciones, sus padres son convertidos en cerdos y quedan apresados allí, y Chihiro emprende su misión de rescate. Si por momentos no todo se entiende, bueno, ésa era la idea: “Cualquiera puede hacer una película con lógica, pero mi manera es no usar la lógica”, dijo el director. “Trato de escarbar en el pozo de mi subconsciente, de donde se liberan visiones e ideas con las que hago mi película.” Chihiro ganó el Oscar a mejor film de animación y el Oso de Oro en el Festival de Berlín.
Basada en la novela fantástica de la escritora inglesa Diana Wynne Jones, Howls Moving Castle reeditó la pregunta de por qué Miyazaki está tan interesado en los relatos europeos cuando su país tiene una mitología tan rica. Y aparte del atractivo universal que el autor encuentra en la obra de Jones, como en las de Dahl, Antoine de Saint Exupery y Ursula Le Guin, para Miyazaki Europa también representa la fantasía del refugio en su infancia, que transcurrió en un Japón devastado por la guerra.
El viaje de Chihiro y El increíble castillo vagabundo, se reestrenan en la semana del 16 al 22 de julio en el complejo Arte Cinema, Salta 1620.
El viaje a las 14.45 y 17.05; El increíble castillo a las 15.00 y 17.20.
Entrada general a $16 (De lunes a miércoles: $12)
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